Opinión
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La laicidad simulada en México
E

n el marco de la reforma electoral de 1987, el Diario Oficial consigna el nuevo Cofipe, cuyo artículo 343 era para la Iglesia sancionador en extremo, pues imponía multas de 500 a mil días de salario y prisión de cuatro a siete años a los ministros de culto religioso que indujeran al electorado en favor o en contra de algún candidato o partido. Era la administración de Miguel de la Madrid. La medida buscaba neutralizar la creciente participación del clero en los procesos electorales en el norte y occidente del país, cuyas simpatías se inclinaban por el PAN. Sin duda, el caso más polémico y emblemático fue el de Chihuahua (1985). Ahí el clero denunció fraude y amenazó con el cierre de templos. El episcopado mexicano reacciona y protesta contra la severa medida e incluso llega a provocar al entonces gobernante y todopoderoso PRI. Genaro Alamilla, obispo de Papantla y vocero del episcopado, declara contundente: ¿El 343? Que me lo apliquen. Yo no tengo miedo, al contrario, ¡ellos tienen miedo de aplicármelo! Ésos fueron los titulares de muchos periódicos de aquel lejano 20 de octubre de 1987. Nadie le tomó la palabra, ni con toda la soberbia del viejo sistema, y en diciembre de ese año los legisladores suavizan el 343. La Iglesia se anota un triunfo histórico que, en el contexto de hace 24 años, fue una conquista de la democracia, pues la Iglesia era uno de los pocos espacios no controlados por el gobierno, que se venía debilitado sobre todo a partir de los sismos de 1985: y al mismo tiempo se perfilaban las reformas de 1992, que ponían fin a un largo periodo de ambigüedades en las relaciones Estado-Iglesia, o simulación equívoca, como expresó Soledad Loaeza en aquellos años.

Pese a las reformas, prevalecen simulaciones y ambigüedades que cíclicamente emergen cada vez con mayor tensión. Claramente los artículos 130 y 24 de la Constitución, el actual Cofipe y la Ley de Asociaciones Religiosas y Culto Público acotan de manera inobjetable a los ministros de culto a inducir y participar en procesos electorales, así como cuestionar leyes e instituciones del Estado mexicano. Carlos Aguiar ha reconocido que las reformas de 1991 han garantizado la libertad de cultos, pero la Iglesia demanda un paso más: la libertad religiosa. Esto es, que el clero y los ministros de culto puedan ejercer libertades de expresión como la Constitución plantea a cualquier ciudadano. La cuestión parece simple; sin embargo, es en alto grado compleja. Cada debate en torno al aborto, la píldora del día siguiente y ahora los matrimonios gays termina en altercados políticos y jurídicos que plantean la siguiente interrogante: ¿cuáles son los límites del clero para actuar y hacerse sentir en el espacio de las políticas públicas? Cuando las autoridades y actores políticos los limitan, en nombre de los mandatos constitucionales y la normatividad social, el clero reacciona demandando ampliar su espacio jurídico y, en extremo, Hugo Valdemar, como ya nos tiene acostumbrados, se proclama perseguido y nuevo mártir de la fe. Cuando los obispos incidieron y maniobraron con los congresos locales de 18 estados para repenalizar el aborto, guardaron silencio; simplemente ejercieron sus libertades y privilegios.

La repolitización de las instituciones religiosas es un fenómeno que en este primer decenio del siglo XXI se ha venido expandiendo en diferentes países como Estados Unidos, España, Turquía, India y Tailandia, donde se abren debates políticos y culturales sobre la interacción entre laicidad y religión; dicho de otra manera, lo religioso se revela e insubordina a ser practicado desde la intimidad del individuo y lo religioso demanda protagonismo en el espacio público. En la mayoría de las democracias occidentales los ministros de culto tienen plenas libertades políticas y no pasa nada. Sin embargo, pocos países, como el nuestro, han tenido guerras fratricidas, como la Guerra de Reforma, en el siglo XIX, y la guerra cristera, en el siglo XX, en las que la jerarquía católica ha mostrado una desmedida ambición política arrastrando y manipulando a su feligresía. En ambas guerras la causa de Dios terminó no sólo derrotada militarmente, sino perdió también en la interpretación histórica de los intereses y la justificación de las ambiciones de la Iglesia. Actualmente hay claras tensiones entre diferentes esferas de la vida social: la esfera de los valores como detonador principal de conflicto, la esfera religiosa y la esfera política jurídica. Se requiere repensar los fundamentos éticos comunes, ahí la Iglesia se siente poseedora de la verdad absoluta; que regulen los conflictos normativos y debates que se generan en torno moralidad de algunas iniciativas legislativas y ciudadanas. Éste es un desafío imperante a la laicidad de la democracia y del Estado.

Difícilmente veo una acción punitiva contra la calumnia del cardenal Sandoval o, a pesar suyo, saldrá librado el propio Valdemar. Más allá de un amago de apercibimiento nadie, ni en los tiempos del PRI, ninguna autoridad se ha atrevido a tocar al clero en el México contemporáneo. El gobierno de Felipe Calderón, tan debilitado y cuestionado, no se aventurará a abrir nuevos frentes de conflicto. Sin embargo, ahí están las normas constitucionales y leyes, prohibitivas sí, que no son respetadas ni por los actores religiosos ni por las propias autoridades. Ni siquiera es una espada de Damocles, como señalaron los clásicos del tema en el decenio de 1980: vivimos un disimulo hipócrita de la clase política que se enaltece como secular.

En esta transición, pareciera que la Iglesia mexicana no está preparada para debatir con altura los cambios culturales que vive la sociedad. Utiliza el recurso de politizar y mediatizar el debate normativo; a lo sumo enfrenta el derecho natural contra el orden social y jurídico existente. Pero tampoco existe una clara intención de la clase política de poner orden en la cancha; no aplica las leyes, pero tampoco las cambia. Prevalece un terreno pantanoso. En realidad, pocos deducen en términos de visión de Estado de que la democracia será laica o no será.