Opinión
Ver día anteriorLunes 30 de agosto de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Mamá Anáhuac
R

egreso de una ausencia. La ciudad todavía no abre los ojos. La creciente de carros conserva los faros encendidos. El cielo no tiene color, como si fuera invisible. Los espectaculares dicen tonterías, pero sustituyen la latitud del cielo. Hay poco qué decir y nada qué hacer, rodando en bovina duermevela de madrugada interrumpida. Una constelación de luces rojas detiene las marchas, qué raro un embotellamiento a esta hora. Algo pasa en el Viaducto. A vuelta de rueda, los carros son barcos sin vela pastoreados por un molesto centelleo giratorio rojo y azul bajo la ictericia de los arbotantes delegacionales. Un par de peritos forenses contempla, aún de lejos, un cadáver arrojado al borde de la banqueta. Una mujer, toda desgarrada.

Aquí nomás la vinieron a tirar, murmura el taxista. El embotellamiento se debe a la curiosidad de los automovilistas desmañanados. El taxista acelera y se aleja de la escena del crimen diciendo: Desgraciados.

***

Asoma una blanda representación del Sol. En días así los objetos no arrojan sombra. El principio aplica también para los sujetos. Luminosidad blanca. Escasea penumbra. Blancos y negros migran al gris y los colores intentan imitarlos. Hace calor, la semidesnudez está justificada aunque algunos ven nublado y se abrigan. Los sagaces cargan paraguas. La gasolina quemada que huele disimula su humo en el gris del aire. La palabra transeúnte luce pensativa. Algunas frentes marchan tensas, otras son claras hasta las cejas. La conversación es necesaria. Y sonreír imperceptiblemente.

***

Tendidos los lazos en el horizonte, maraña que teje marañas en un gris que pasa a su lado, azulado y tibio, se pautan en ropas colgadas, inconstantes gorriones pardos, tenis atados de las agujetas y lanzados con tino a los cables eléctricos, esos otros tendederos a sus anchas en un mundo de paredes y azoteas.

Mientras los viejos de la tribu se apagan como en cadena bajo los techos, encima los cables y lazos, desganadas guitarras, se dejan manosear del viento y camino abajo tocan una elegía chimuela, dubitativa, ya sin timidez ni vergüenza, un interminable son urbano por los buenos tiempos.

Sin explicación ni manera de documentarlo, descubro que la región más transparente del aire todavía nos quiere. Anáhuac nos hace suyos, padre-madre de quien le nazca, de quien le llegue, de quien aquí busque lugar en el mundo. Me sorprende que nos siga perdonando como sufrida mujer mexicana. Nos acabamos sus lagos prodigiosos, nos comimos sus huesos, la cubrimos de plástico y asfalto, le opacamos el aire hasta cansarnos, la mamamos, pisamos y orinamos, destruimos sus islas y la planchamos.

Sus volcanes siguen ahí, inmanentes, nunca del todo apagados. Es rabioso verla tan sorprendida todavía. Tan lenta en las líneas curvas de los postes en las azoteas, cuerdas mudas de una interminable tonada aérea.

***

Ay, vieja. Qué seríamos de no comprobar con la piel de nuestros propios dedos la sensación táctil ahí precisamente, y saberlo y callar con las letras de tu nombre en la punta de la lengua. No sé si te das cuenta de lo que tu presencia suscita en muchos. En mí, por ejemplo. Te toco allí donde solemos y pones esa cara de sorpresa, como si nunca jamás hubieras sentido así. La virginidad fingida es conmovedora, y te sale bien.

Te conozco desde que nací. Eres el primer lugar que recuerdo, y con frecuencia eres el último, un cuerpo que se autodevora como la serpiente que muerde su cola en las grecas de un laberinto interminable inscrito en la estela secreta de Tsendales, en la selva de los mayas. Así te creas, inmisericorde, continua, y quién sabe cómo haces que siempre vuelves a ser joven, no dejas de serlo, tú, vieja mil veces carranceada, ojerosa y pintada.

Tu halo es amplio. Nos admite, y ya adentro compartimos tu respiración. Yo tengo mi boca en tu boca y exploro la caverna húmeda más negra que quepa penetrar, casi sin darme cuenta. No estuve aquí ayer ni estaré mañana, pero hoy sí.

Me estremece encontrarme a tu lado por los cuatro costados, perdiendo el tiempo, que es la mejor, más inspirada manera de ganarlo. Irrecuperable siempre, supo Proust; capturado en nuestras pestañas, en la yema de los dedos que se deslizan morosos por tu piel sensible que se contrae y ensancha, se eriza, en toda tu serpiente ondulas, excitada y reflexiva, capaz de fornicar sobre la silla de un caballo en movimiento.

Ah, ciudad. Hoy fueron luminosos tus parques. Besé tus pechos hasta cansarme, anduve mi ocio en las calles del centro de tu inmaculado cuerpo, de milagro no me perdí en tus muslos y vivo para contarlo. Para eso vivo. Nunca volveremos a ser tan viejos, así que aprovecha y deja que aproveche, la noche es joven y también nosotros.

Los espejismos duermen, se morían de sueño. Y nos dejaron a solas, querida mía, al fin solos y abrazados, ciudad que aquí te quedas y me llevas a yacer, me cabalgas rápido y yo te relincho dentro con las crines despeinadas y las pezuñas en polvorosa.