Sociedad y Justicia
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Mar de Historias

Amor secreto

M

i hermano Sergio era el menor. Cuando llegamos a esta casa yo iba a entrar a primero de primaria y él al kínder. Al cabo de 11 años de vivir aquí su propietaria, la señora Márquez, nos la pidió para que su hijo Leonardo viniera a ocuparla con su primera esposa. Mudarnos fue muy doloroso: dejábamos el rumbo conocido y a nuestros amigos, pero sobre todo el recuerdo de Sergio. Murió a los 12 años.

El día en que salimos de aquí mi mamá se detuvo en la puerta y miró hacia los cuartos desamueblados: mi muchachito estaría cumpliendo sus 15. Mi padre maldijo al conductor del automóvil que atropelló a mi hermano y escapó sin dejar huella. Tal vez anduviera por allí tratando de olvidar el accidente. En cambio, nosotros nos esforzábamos por conservar la imagen de Sergio como había sido: distante, soñador, algo perezoso.

El retrato de Sergio el día de su primera comunión ocupó el lugar más destacado en la nueva casa. Cuando alguien ajeno a la familia lo veía, mi madre le aclaraba llena de ternura: es mi hijo menor. Se nos fue muy jovencito.

Esa expresión –se nos fue– acabó por hacerme creer que Sergio estaba de viaje y un día iba a regresar, aún de 12 años, para contarme las muchas cosas que ignoraba de él. Entre otras por qué cambió tanto a raíz de que Leticia se inscribió en nuestra escuela para cursar el quinto año en el mismo grupo de mi hermano.

Un lunes, poco antes de que terminaran las clases, Leticia no llegó a la escuela. A partir de aquel día jamás volvió a presentarse. Después de una convivencia tan breve nadie la echó de menos, pero Sergio se volvió más retraído. Le pregunté muchas veces qué le pasaba. Su respuesta fue siempre la misma: Nada. Sospeché que se había enamorado de Leticia y se lo dije a mi madre. Ella me aseguró que a los 12 años los niños no se enamoran. Le creí, aunque yo suspiraba por mi maestro de gimnasia.

II

Al cabo del tiempo aprendimos a reconciliarnos con la muerte de Sergio. Referirnos a él se hizo cada día menos doloroso; sin embargo, el odio hacia quien considerábamos su asesino fue creciendo. Le deseábamos toda clase de males. Por ejemplo, que alguien muy querido por él falleciera en las circunstancias en que había muerto mi hermano. Distante, soñador, algo perezoso…

III

Después de 25 años, a la muerte de la señora Márquez, su hijo Leonardo volvió a rentarme la casa en donde transcurrió mi infancia. Cuando entré me pareció increíble que en un espacio tan pequeño hubiéramos podido vivir mis papás, mi hermano, yo y además instalar el taller de mi padre. Él era electricista.

Me dio gusto ver que Leonardo no había alterado la distribución original de la casa: azotehuela, cocina, baño y tres recámaras. En sus paredes se veían infinidad de marcas dejadas por los clavos. Leonardo me explicó que en los últimos tiempos Margarita, su primera mujer, al descubrirse un padecimiento cardiaco, se había vuelto sumamente religiosa. En los lugares donde antes tenía retratos de familia colgó imágenes de vírgenes y santos y la casa entera acabó tapizada.

Supuse que tal vez Margarita había muerto. Nos separamos en muy buenos términos. Antes de irse ella les buscó acomodo a sus santos en las iglesias del rumbo y yo me cambié con mi madre. Sigo allí con mi nueva mujer, Leticia. Sacó la cartera y me mostró el retrato de su segunda esposa. Bajo la mica vi sólo una sombra.

IV

Pensé que para mudarme tendría que mandar hacer resanes y nuevas instalaciones eléctricas. Busqué un operario. Cuando revisó los cuartos me advirtió que sería necesario sustituir algunas duelas. Con gesto muy profesional me explicó que en el cuarto de la derecha algunas estaban apolilladas y en un rincón del otro varias se veían sentidas.

No entendí lo último y me explicó: quiere decir que están desclavadas y nada más sobrepuestas. ¿Para qué? No sabría decírselo. Pero de que son un peligro, ¡ni hablar! Me imaginé a la primera esposa de Leonardo alzando las maderas para asegurarse de que el infierno no se abría debajo de su cama.

Sólo cuando el operario se fue me di cuenta de lo mucho que deseaba estar sola en mi casa aún vacía. Entré en el cuarto de la derecha. Sergio y yo lo habíamos compartido. Cuando mi hermano cumplió siete años lo pasaron al de junto.

Lo recorrí despacio para comprobar que en un rincón las duelas estaban sentidas: desclavadas, sobrepuestas. No fue difícil retirarlas. Entonces descubrí en el fondo, entre las piedras, la mochila de Sergio. Me quedé mirándola sin atreverme a sacarla. Si él la había puesto allí era porque deseaba ocultarla.

Ahora que él no podía proteger su secreto, yo me encontraba en absoluta libertad de conocerlo. No resistí la tentación y al fin tomé la mochila olorosa a humedad, con manchas verduscas. Imaginé a mi hermano cargándola en la espalda mientras se dejaba conducir a la escuela sin entusiasmo. Distante, soñador, algo perezoso.

La hebilla estaba enmohecida. Al destrabarla y abrir la mochila vi que contenía una libreta. En la pasta azul rígida estaba escrito el nombre de mi hermano y su grado: 5º C. Me emocionó pensar que iba a encontrarme la caligrafía de Sergio y en ella su descuido y su esfuerzo inútil por interesarse en las lecciones.

En la primera hoja, escrita a dos colores, leí: Ejercicios. Verbos: Conjugaciones de almorzar, componer, imprimir. Recordé a Sergio acodado en la mesa, luchando contra el aburrimiento y el sueño que lo invadía a la hora de hacer la tarea.

Pasé algunas hojas rápido, como si quisiera liberar a mi hermano del tedio, y de pronto vi rayones en los márgenes, inscritos con tanta fuerza que en algunos tramos el papel se veía desgarrado. Luego encontré renglones desiguales, letras de diferentes tamaños, tachaduras. En medio de aquella confusión encontré mil veces repetido el nombre de Leticia y sólo algunas frases legibles. La última decía: “No volverá y no sé dónde buscarla. Sin ella prefiero morir. Voy a arrojarme…”

Fue suficiente. Enseguida recordé al hombre que atropelló a Sergio y me arrepentí de haberlo culpado durante tantos años. Recordé a mi hermano contestándome: nada cada vez que le preguntaba lo que le sucedía. Si me hubiera revelado su amor por Leticia y sus proyectos suicidas no le habría creído. Según mi madre, a los 12 años los niños no se enamoran. Ella, que siempre tuvo la razón, en eso se equivocó. La prueba estaba en la mochila oculta durante tantos años y en el recuerdo de mi hermano: distraído, soñador, algo perezoso.

Devolví el cuaderno a la mochila y sentí que en el fondo había algo más. Era un retrato de credencial. En el anverso estaba escrito: Leticia Rojas. 5º C. Entonces me di cuenta de que la niña a la que mi hermano amó en silencio y hasta la muerte se había convertido con los años en la segunda esposa de Leonardo. Ellos nunca sabrán esta historia.