Opinión
Ver día anteriorLunes 28 de junio de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Elena de la Souchère
H

ay seres humanos que inspiran, incluso a los testigos menos imaginativos, a forjar fantasías. No son siempre los personajes más vistosos los que desatan la invención. La gente famosa, estrellas, producto y plaga de las revistas People, no es sino eso: una pequeña fama ironizada por el gran Cronopio Cortázar, que lucha a codazos para situarse frente a las cámaras de televisión, dudosa prueba de su efímera celebridad. Al contrario, las mujeres, los hombres, los que despiertan la idea épica de la fatalidad divina, son los seres más secretos. Elena de la Souchère era uno de ellos.

Púdica al extremo sobre su vida privada, hermética cual un sepulcro, Elena Ribera de la Souchère supo escribir sus memorias, Lo que mis ojos han visto, sin decir una palabra de su persona. Elena poseía un sentido del ridículo desaparecido de este mundo, ¿no basta una ojeada al televisor para comprobar que ya no mata a nadie? Tenía también una idea clara de las proporciones que le impedía sustituirse a la Historia, contraria a la megalomanía en boga. Sus memorias son eso: lo que sus ojos vieron durante la guerra de España. Lo sucedido en Guernica, el bombardeo que duró más de tres horas en forma ininterrumpida y dejó el sombrío saldo de 889 heridos y mil 654 cadáveres sanguinolentos y despedazados, los largos años de negación de la atroz matanza, llevada a cabo para experimentar las bombas, el reconocimiento al fin en 1967 del infierno impuesto sobre la población para ver lo que iban a instaurar en Europa. De la Souchère no se esconde, pero tampoco se exhibe. De ahí la extraordinaria fuerza de sus memorias que se transforman en la memoria de los otros, los desaparecidos a quienes da la palabra con el silencio sobre ella misma.

Es acaso el secreto que sabía guardar de su persona lo que daba un halo de misterio a su vida y desataba la imaginación de los otros. Hija de un arqueólogo amigo de Picasso, educada para ser la heredera de las tradiciones y la fortuna de nobles españoles y franceses, Elena emprende la peligrosa carrera de corresponsal de guerra a sus 16 años, España 1936. Su padre presta uno de sus castillos, el de Antibes, al pintor español, quien, en reconocimiento deja en él las obras ahí creadas. Gran señor, el arqueólogo funda el primer museo Picasso en el mundo. Elena, a la muerte de su progenitor, continuará su obra y cederá a la ciudad de Antibes ese castillo. Otro, situado en España, lo donará a su medio hermano, nacido fuera del matrimonio. El tercero forma parte de la leyenda: ¿creación de un fideicomiso para mantener a la cincuentena de gatos que viven con ella? ¿Majestuosa residencia de los animales tan queridos?

Londres, donde se pone a disposición de los republicanos de España, Argel, la fundación de Les temps modernes al lado de Sartre y Beauvoir, ingreso a la embajada de México en Francia como agregada de prensa gracias al respeto que Octavio Paz tuvo por su persona, su lucha, su lucidez. Se vuelve, así, pilar de la representación mexicana durante tres décadas. Jubilada por la fuerza de la edad, toda su fortuna devorada para alimentar el medio centenar de gatos y una decena de perros, Elena decide volver a escribir. Memorias, le recomienda Jacques Bellefroid.

Una tarde, en la Cité Universitaire, creí ver salir de entre las matas un hombre a cuatro patas. Traje claro, pelo blanco, rostro anguloso, esbelto, se irguió mirando hacia todos lados. Su corbata lavallière alrededor del cuello. Reconocí a Elena. Al presentir que no deseaba ser vista, seguí mi camino a la Casa de México. La entonces directora, Antonieta García Lascuráin, a quien conté ese desencuentro, me aclaró que Elena seguía a un gato para saber si tenía un dueño. No iba a adoptarlo sin autorización. Las formas, la tradición, ante todo, de una mujer que encarnó la vanguardia de un siglo. Elena de la Souchère murió la madrugada del 8 de junio a los 90 años de una enigmática vida intranquila.