Opinión
Ver día anteriorDomingo 13 de junio de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Mar de Historias

Tardes sin gol

S

i quiere salvar a La Chiquita y atraer clientes, Julia tiene que sacarle provecho a lo que resta del Mundial de futbol. Para conseguirlo decidió ofrecer chelas por goles a mitad de precio y rebautizar el menú. Los guisos que antes acreditaba como salidos del recetario de mi abuela hoy se renuevan con la alusión a los seleccionados nacionales: sopa de Chicharito, huaraches estilo Cuau, espagueti Giovani, conejo a la Pérez. Con los platillos a base de huevos fue más conservadora y les dejó los nombres conocidos: rancheros, a la mexicana, revueltos, divorciados.

El jueves por la noche, cuando vio tapizadas las ventanas del restaurante con cartulinas de colores llenas de ofertas escritas con plumón, Julia se reunió con su equipo –sólo quedan seis de los 11 que eran. Los puso al tanto de sus dificultades económicas, cosa que ellos sabían de sobra, y les advirtió que si no se esforzaban al máximo todos iban a salir perdiendo: ella, el negocio; ellos, el empleo.

El discurso despertó la solidaridad general pero enseguida dio pie a quejas y sugerencias. Otilia le recordó a su patrona que llevaba más de dos años sin recibir aumento de sueldo; que el exceso de calor junto a las hornillas y la mala ventilación estaban dañando su salud. Genaro propuso que se hiciera rotativa la asignación de las mesas. A él le encomendaban siempre las cuatro del fondo que, por estar junto a los baños, por lo general quedaban vacías.

Elsa aprovechó para decir lo significativas que eran las propinas para quienes, como ella, Genaro y los otros dos meseros, no tenían sueldo y sí una familia a la que mantener. Begonia, la cajera, juzgó el comentario una indirecta: Cuando hay gente y veo que ustedes no se dan abasto atendiendo las mesas, yo lo hago porque me da gusto ayudarlos. Elsa fue implacable: Y también porque te quedas con la propina. No te hagas. Te he visto guardarte el dinero.

Los ojos de Begonia se encendieron: No le veo nada de malo. Si me acomido con el trabajo es justo que saque algo. Además, no eres la única que tiene compromisos. A mi papá le recomendaron unas pastillas para la próstata. Me sale en más de 400 cada caja. Genaro hizo un gesto de alarma: Y de seguro trae nada más cuatro o seis cápsulas. A mí me recetaron Viagra, que está todavía más cara.

Lucio, el empleado más antiguo, se inclinó sobre su hombro: ¿Y de veras ayuda o nomás son cuentos? Ante el estallido de carcajadas Genaro aclaró: “No me recetaron las pastillas para eso –gracias a Dios todavía no me hacen falta– sino porque ando muy mal de la circulación. Me estaban ayudando mucho pero las suspendí para evitarme problemas: a mi mujer se le ocurrió que las quería porque de seguro andaba con otra. ¡Santo remedio! Ya no peleamos pero, eso sí, me hormiguean mucho las piernas.”

Clemente –a quien apodan el Milusos por su capacidad para suplir a alguno de sus compañeros cuando faltan al trabajo– sale en defensa de Genaro. Usted cedió ante su señora porque es muy buena gente. Yo en su caso le hubiera dado una madriza o de perdida la habría mandado al diablo.

Elsa se abanica con un menú: si hay algo que odio en este mundo es el machismo. Por eso me divorcié. Cada vez que yo tenía una opinión distinta a la de mi marido, él se burlaba o me salía con que soy una tonta que no entiende nada. La verdad, no sé qué está pasando con los hombres. Clemente se sienta a horcajadas en una silla: “Tampoco entiendo lo que sucede con las mujeres: están muy echadas pa’delante, quieren mandar en todo y por todo”.

II

Julia comprendió que su campaña en pro del negocio estaba pasando a segundo término en el interés de sus empleados y los llamó al orden: otro día discuten sus problemas. En este momento de lo que se trata es de ver cómo salvamos el negocio. Ustedes quieren aumento de sueldo, mejores propinas, ventilación. ¿De dónde va a salir para todo eso si no hay dinero? Y no habrá mientras nos falten los clientes. Tenemos que atraerlos, despertarles el gusto por entrar aquí.

Begonia volvió a su sitio junto a la caja: de acuerdo, nada más díganos cómo? Julia se sintió más inspirada que antes: demostrándoles que en este restorán hay movimiento. Para eso ustedes tienen que mantenerse activos en vez de quedarse paradotes o agarrándose las quijadas.

Genaro pidió la palabra: ¿aunque no haya nadie en las mesas? Begonia expuso sus dudas: si no hay clientes y la caja está vacía, ¿a quién le cobro? ¿Qué dinero cuento? En medio de las risas sofocadas Julia respondió: mira, si alguien tiene qué hacer eres tú. ¿Cuánto tiempo llevas sin ordenar el montón de papeles que tienes en los cajones? ¡Años! Begonia protestó: no fue mi culpa. Siempre estaba ocupadísima: iba al banco, pagaba remisiones, hacía el corte diario. Julia le sonrió: si ahora ya no tienes que hacer nada de eso, ¡pues ordena los papeles!

Lucio miró a su alrededor: si no hay nadie a quien atender en las mesas, ¿en qué me ocupo? Julia no ocultó su impaciencia: pues arreglas los palilleros, cambias el mantel, enceras las sillas para quitarles el cochambre. Elsa se miró las uñas de acrílico: Clemente está bien alto. Podría lavar las ventanas. El aludido protestó: soy mesero, no limpiaventanas. ¡Qué delicado!, murmuró Elsa de camino al baño.

Otilia se ordenó la red que aprisiona sus cabellos: como aquí ya se cocina muy poquito, puedo ocuparme limpiando lentejas. Todos la miraron y ella entendió que sus compañeros esperaban de ella una explicación. Cuando yo estaba chica era la única en el hospicio que hacía ese trabajo. Conste que nadie me lo impuso. Yo lo elegí. Aunque no parezca, es una tarea muy delicada. Hay que poner mucha atención para que no se le vayan las piedritas y los terrones, así que no queda tiempo para pensar en cosas.

¿Cuáles?, preguntó Lucio, interesado en el relato de la cocinera: Cada quien en las suyas. Yo, por ejemplo, limpiando las lentejas me olvidaba de que mi madre no había vuelto por mí, de que no sabía dónde estaban mis otros hermanos. Tuve cinco. Fui la menor. Escuinclitos quedamos huérfanos de padre. Mi mamá no pudo con la carga y nos llevó al hospicio de Santa Inés. Sólo a mí me recibieron. Lloré mucho cuando me despedí de mis hermanos.

De regreso del baño, Elsa escuchó la última frase de Otilia: ¿de qué habla? Genaro le impuso silencio con un gesto y la cocinera siguió hablando: los extrañaba a todos, pero en especial a Reynaldo. Su ilusión era convertirse en futbolista. Como nadie le hacía caso, me llevaba todas las tardes a un llano cerca de la vecindad y se ponía a darle de patadas a la pelota en medio de un terregal espantoso. Me la pasaba estornudando y él gritando: ¡Gol! A lo mejor tenía posibilidades para ese deporte, pero no creo que haya alcanzado su sueño, y mucho menos ahora que ya está viejo: era el mayor.

Julia se acercó a Otilia y le pasó el brazo por los hombros: ¿cómo sabe? La cocinera rechazó la posibilidad: ¿ustedes han oído hablar de un jugador que se llame Reynaldo Zambrano Aréchiga? ¡Yo jamás! Lucio intentó rescatarla de su pesimismo: ¿y si se cambió el nombre? Muchos famosos no se llaman como dicen. Begonia intervino: no nada más ellos. Hay gente que lo hace. Mi prima Elodia se puso Madelaine.

Todos rieron, excepto Otilia, que volvió a su rincón junto a la estufa. Inclinada sobre los peroles agregó: antes me importaba saber si mi hermano había alcanzado su sueño. Ahora sólo me interesa volver a verlo. Lástima que eso sea imposible.

Elsa la desdijo: creo en los milagros. A lo mejor un día de estos entra aquí su hermano para comerse un huarache estilo Cuau. Otilia pensó que tal vez Elsa tuviera razón y que su hermano llegaría en algún momento atraído por las ofertas. En tal caso, ¿cómo iba a reconocerlo? Buscó en su memoria las facciones de Reynaldo, pero sólo encontró una voz lejana ahogándose entre nubes de polvo: ¡Gol!