Opinión
Ver día anteriorSábado 12 de junio de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Batallas en la grama
E

l Coliseo del balón. Incluso ante el futbol, el estilo y la calidad humana lo pueden ser todo. Ayer, antes de la inauguración del Campeonato Mundial en Sudáfrica, Nelson Mandela perdió en un trágico accidente automovilístico a una bisnieta. Decidió no asistir al acto de inauguración (que en parte estaba dedicado a él y a su obra política, como en parte lo está un Mundial que se celebra no casualmente en Sudáfrica). Deslindar el luto de la celebración habla de una esencial y sutil sensibilidad para los actos humanos. La pregunta es: ¿qué hacía Felipe Calderón entre los más de 80 mil asistentes? Hay algo de atrabiliario cuando se cree que el rating lo justifica todo, sin importar los efectos colaterales.

Las metáforas en las que se apoya la fuerza de seducción del futbol han sido objeto de extenuados estudios. La más común de todas es que en la grama se desarrolla el simulacro de una pequeña y gran guerra. Los equipos se preparan para la batalla. Son despedidos con honores (¿las porras equivaldrían a los antiguos cánticos?). Los mandatarios, ávidos del bono de imagen que proveen las camisetas nacionales, moralizan la derrota y la victoria. El plan se divide en una táctica y una estrategia. Y ya en el campo, la semiótica es estrictamente militar: hay un ataque y una defensa, una punta y una retaguardia; se disparan tiros y cañonazos; el campo del adversario está definido por la trinchera enemiga, y la defensa contiene a los atacantes. Y el gol es el gol. Y su celebración recuerda a las de los antiguos artilleros cuando daban en el blanco o a las de los cazadores colectivos cuando abatían a una presa mayor. Pero se trata de una guerra peculiar, porque los paralajes del futbol contemporáneo tienen medidas para todas las escalas posibles de la euforia (del vencedor) y de la tristeza (del vencido), desde un barrio que se enfrenta en la cancha a otro barrio, dos ciudades rivales que pueden pelear entre sí durante 90 minutos, o una nación que disputa un trofeo a todas las demás en un Campeonato Mundial. Y es esta tercera, al parecer, la que conecta los sucesos del estadio con los hilos más finos de la afectividad social. Una guerra, aparentemente democrática, en la que cualquiera de los contendientes puede movilizar la ilusión del triunfo. El futbol es, tal vez, uno de los pocos deportes en los que el espectáculo del éxito no está acotado por los cercos de la distinción.

La oncena nacional/global. El estadio de futbol es acaso el último confín donde el nacionalismo es todavía el sinónimo de la ebullición, así sea del grito, la porra y el albur durante un lapso breve pero contundente (90 minutos). Es un fervor en cierta manera paradójico, porque en el balompié, como en todo lo demás, los correlatos de lo nacional se han desdibujado casi hasta la indefinición. El héroe de Francia puede ser un delantero tunecino. Hay equipos de Italia que a veces no alinean en sus formaciones a un solo jugador italiano. Incluso las selecciones nacionales cuentan con adoptados e inmigrantes recientes. Pero tal vez ese sea precisamente el rostro actual de la nación –al menos de las naciones en los países centrales–, en la que lo popular pasa ya por los rostros de millones de emigrantes, que si no tienen derechos civiles, cuentan con un lugar en la cancha.

Al parecer el nacionalismo de hoy se mide más que por el espíritu de entrega, por lo cuantioso de las inversiones y las billeteras que apuntalan la posibilidad de contar con un equipo estelar. El Barça, por ejemplo, el exitoso equipo catalán que significa a uno de los centros del patriotismo regional, cuenta con pocos catalanes en sus filas. Cuenta en cambio con un fastuoso poder económico para mostrar aquello que es capaz de producir la sociedad catalana.

Placebos políticos. Ver a Javier Aguirre en las pantallas de televisión –en calidad de guía espiritual– diseminar los mantras de una suerte de nacionalismo de manual de autoayuda en una terapia de moralización pública data un ejercicio histriónico audaz y habla de nuestra indiferencia frente al ridículo. Pero también expresa la enorme demanda de placebos mediáticos que interrumpan los grises tonos de la vida cotidiana. Sobre todo si esa vida encuentra como referente, en el orden político, el correlato de la anormalidad y la criminalidad. Uno podría afirmar que en calidad de expresión del futbol, la política mexicana ha alcanzado su grado efectivamente cero. Siempre y cuando uno no tenga que recordar, en los años venideros, que lo peor estaba por venir.