Espectáculos
Ver día anteriorSábado 5 de junio de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
Servicio Sindicado RSS
Dixio
Eric Clapton: la autobiografía

A continuación ofrecemos, con la autorización de Editorial Océano y Global Rhythm Press, fragmentos de este libro –traducido por Ezequiel Martínez Llorente– en el que Eric Clapton, uno de los iconos más grandes de la música contemporánea, enfrenta su propio mito y ofrece una crónica de su trayectoria personal y profesional

Foto
Ahora sé quién soy, y también que, si en un momento dado no pasa gran cosa, emprenderé algo, no por aburrimiento sino porque necesito el movimientoFoto tomadas de Eric Clapton: la autobiografía
Foto
Los primeros años acompañado de su guitarra y su perro
Periódico La Jornada
Sábado 5 de junio de 2010, p. 7

Mi metabolismo... el blues

El sexo era lo único que me distraía de la música cuando empecé a explorar en serio el blues. Me resulta muy difícil explicar el efecto que me produjo el primer disco de blues que oí, sólo puedo decir que de inmediato tuve la sensación de que ya lo conocía. Era como si me volvieran a presentar algo que ya había visto, quizá en una vida anterior. Creo que hay un primitivismo relajante en esa música, y en aquella ocasión me afectó directamente al sistema nervioso: era como si de pronto midiera tres metros. Eso fue lo que había notado la primera vez que oí la canción de Sonny Terry y Brownie McGhee en Uncle Mac, y lo mismo me pasó cuando oí por primera vez a Big Bill Broonzy.

Había visto en la televisión un trozo de una actuación suya en un club nocturno donde sólo lo iluminaba una solitaria bombilla mientras su sombra se balanceaba en el techo creando un efecto sobrenatural. La canción que tocó se llamaba «Hey Hey» y me volvió loco. Es un tema difícil para la guitarra, lleno de notas de blues, que son las que se obtienen dividiendo una nota mayor con una menor. Normalmente empiezas con la menor y luego la doblas a la mayor, quedando el sonido en un punto intermedio entre las dos. En las músicas india y gitana se recurre también a ese tipo de nota doblada. La primera vez que oí a Big Bill, y después a Robert Johnson, me convencí de que todo el rock and roll, y también la música pop en realidad, habían partido de esa raíz.

Luego me dispuse a aprender a tocar como Jimmy Reed, que empleaba una estructura de doce compases y cuyo estilo ha sido copiado por un sinnúmero de bandas de R&B. Descubrí que el ingrediente básico para conseguir una especie de boggie con las dos cuerdas de arriba era simplemente apretar la quinta cuerda en los trastes segundo y cuarto para crear un sencillo ritmo andarín mientras tocas al mismo tiempo el mi. Después se cambia a la cuerda de abajo para obtener la siguiente parte de los doce compases y se sigue así. El paso final, y la parte más dura en realidad, es sentirlo, tocarlo con un ritmo tranquilo para que sea agradable y suene bien. Yo soy de los que no pueden dejar las cosas a medias y si me he propuesto una tarea para ese día no me voy a la cama hasta que la he hecho. Ocurrió así con el riff de doce compases del blues. Trabajé en ello hasta que sentí que era parte de mi metabolismo.

La mujer de un hombre poderoso

En esa época me veía cada vez más a menudo con George Harrison debido a que nos habíamos convertido casi en vecinos. George vivía con su mujer, Pattie, en una enorme casa llamada Kinfauns, dentro de una zona residencial de Esher, a una media hora en coche de Hurtwood. Tenía ventanas redondas y una enorme chimenea decorada por los Fool, los artistas holandeses, que además habían pintado murales por todo el edificio. Empezamos a pasar mucho tiempo juntos. En algunas ocasiones, tanto él como Pattie se pasaban por Hurtwood para enseñarme un coche nuevo o para cenar y escuchar música. Fue durante mis primeros días en Hurtwood cuando George escribió una de sus canciones más hermosas, «Here Comes the Sun». Era una preciosa mañana de primavera, y nos habíamos sentado en lo alto de un amplio campo al final del jardín. Llevábamos las guitarras y estábamos rasgueándolas un poco, cuando él empezó a cantar: «de da de de, it’s been a long cold lonely winter» [ha sido un largo frío y triste invierno], y poco a poco le fue dando cuerpo a la canción, hasta que se hizo la hora de comer. En otras ocasiones, yo me iba a su casa para tocar la guitarra con él o simplemente para pasar el rato. Recuerdo que ambos se entregaban también a las labores de casamenteros, y trataron de emparejarme con diversas chicas hermosas. Sin embargo, yo no estaba realmente interesado en ellas, ya que algo bastante inesperado había empezado a ocurrir: me estaba enamorando de Pattie.

Creo que lo que me movía al principio fue una mezcla de lujuria y envidia, pero todo eso cambió en cuanto conocí mejor a Pattie. Me había fijado en ella por primera vez en los camerinos del Savile Theatre, en Londres, después de un concierto de Cream, y había pensado que era bella de una manera atípica. Esa impresión se reforzó cuando estuvimos un rato juntos. Recuerdo que pensé que su belleza era también interna. No se trataba sólo de su apariencia, aunque sin duda era la mujer más bonita que había visto en mi vida. Consistía en algo más profundo. Salía de dentro de ella también. Era su manera de ser, y aquello me cautivó. Nunca había conocido a una mujer tan perfecta, y me sentía abrumado. Me daba cuenta de que tendría que dejar de ver a George y a Pattie, o si no ceder a mis emociones y decirle a ella lo que sentía. El desbordamiento de todos esos sentimientos se llevó por delante mi relación con Charlotte. Habíamos estado juntos unos dos años, y yo la había amado tanto como era capaz de amar, pero entonces se interponía entre otra persona y yo, otra persona que, aunque inaccesible para mí, dominaba cada uno de mis pensamientos. Charlotte retornó a París durante una temporada, y más tarde mantuvo una larga relación con Jimmy Page. No la volví a ver en mucho tiempo.

También codiciaba a Pattie porque se trataba de la mujer de un hombre poderoso que parecía tener todo lo que yo quería: coches asombrosos, una carrera increíble y una esposa preciosa. Ésa sensación no era nueva para mí. Recuerdo que cuando mi madre regresó a casa con su nueva familia, yo quería los juguetes de mi hermanastro porque me parecían más caros y mejores que los míos. Esa impresión nunca me abandonó, y definitivamente formaba parte de lo que sentía por Pattie. Sin embargo, encerré esas emociones bajo siete llaves y me enfrasqué en la tarea de decidir cuál iba a ser el siguiente paso de mi carrera.

Estoy enamorado de tu mujer

Lo que mejor recuerdo de esa noche no es el concierto en sí, sino un extraño encuentro que tuve después con Dr. John, quien se hallaba entre el público. La anterior ocasión en la que me había cruzado con el legendario «Night Tripper» había sido en Nueva York, la misma noche en que Delaney me advirtió que perdería mi don si no cantaba. De vuelta a casa tras ver a Sha Na Na, nos habíamos pasado por el hotel de Dr. John, donde nos cantó una gran canción, «You’re Giving Me the Push I Need». Era la primera vez que coincidíamos, y yo estaba completamente fascinado. Poco tiempo después fuimos a verlo en directo, y me encandiló. Era un hombre maravilloso y un músico increíble. No sé si era o no un médico que practicaba el vudú, pero en ese momento elegí creer que sí en mi propio beneficio.

Cuando tropecé con él en el Lyceum, le dije que quería hacerle una consulta como médico. Me preguntó cuál era mi problema, y le respondí que necesitaba un remedio. «¿Qué clase de remedio?», me preguntó, y mi respuesta no fue otra que: «Una poción amorosa». En cierto modo, podía pensarse que estaba descubriendo su juego, pero él me pidió luego que le describiera la situación. De modo que le conté lo profundamente enamorado que estaba de la mujer de otro hombre y que, aunque ella ya no era feliz con su marido, no iba a dejarlo. Él me dio una cajita de paja entrelazada, me dijo que la guardara en el bolsillo y me transmitió unas instrucciones, hace ya mucho tiempo olvidadas, sobre qué hacer con ella. Sí recuerdo que hice exactamente lo que me dijo.

Unas semanas más tarde, por pura casualidad, o eso pareció al menos, me topé con Pattie, y de alguna manera «colisionamos», hasta un punto para el que no había vuelta atrás posible. Poco después vi a George en una fiesta en casa de Stigwood y se lo solté todo: «Estoy enamorado de tu mujer».

La conversación subsiguiente rozó el absurdo. Aunque creo que George estaba profundamente herido, lo delataban sus ojos, prefirió quitarle hierro al asunto, convirtiéndolo casi en una escena propia de los Monty Python. Pienso, no obstante, que de alguna forma se sintió aliviado, ya que estoy seguro de que se había olido algo, y al fin yo se lo había confesado.

Heroína y cocaína

Chantajear a Pattie era tan inútil como infantil, pero se trataba sólo de un farol porque ella no tuvo nada que ver con mi adicción a la heroína. Las cosas son de otro modo. He conocido a mucha gente que se drogaba o bebía tanto como yo sin hacerse por ello adictos a nada. Es un fenómeno misterioso. En cualquier caso, nunca habría recorrido esa senda deliberadamente porque, desde los tiempos con Cream, había tenido una saludable prevención frente a los peligros de la heroína.

Ginger me sermoneaba a menudo como un hermano mayor y me amenazaba con cortarme las pelotas si se enteraba algún día de que consumía caballo, y hablaba en serio.

Sencillamente me convencí de que por algún misterioso motivo yo era invulnerable y no me engancharía. Pero la adición no negocia y poco a poco se fue extendiendo dentro de mí como la niebla. Durante más o menos un año disfruté a fondo de la heroína, tal vez porque la consumía en raras ocasiones mientras me consentía montones de coca y otras drogas además de la bebida. Pero súbitamente pasé de tomarla cada quince días a hacerlo una vez por semana, luego dos o tres veces por semana y finalmente una vez al día. Fue muy artera: tomó el control de mi vida sin que yo llegara a enterarme.

Durante el tiempo que estuve consumiendo heroína pensaba que sabía a la perfección lo que estaba haciendo. De ninguna manera era una víctima indefensa. Lo hacía sobre todo porque me encantaba notar el subidón, aunque, si lo pienso bien, en parte también para olvidar tanto el dolor causado por desengaño amoroso con Pattie como la muerte de mi abuelo.

Además creía que mi comportamiento era coherente con el modo de vida del rock and roll. Pese a las advertencias de Ahmet, me gustaba la mitología que rodeaba las vidas de jazzista como Charlie Parker y Ray Charles o de bluesmen como Robert Johnson, y tenía la romántica idea de llevar el tipo de vida que los había conducido a crear su música. También quería demostrar que podía volver vivo de la otra orilla. Estaba completamente decidido y no quería ayuda de nadie.

Recuerdo que George vino a verme una noche acompañado por Leon, que se cabreó muchísimo al ver mi estado y exigió que le explicara la estupidez que estaba cometiendo. Le contesté que estaba viajando hacia las tinieblas y que tenía que llegar hasta el final para averiguar qué hay al otro lado. Me cuesta imaginar lo que debieron de sentir al oír eso. Eran personas que conocía bien y que me querían, pero la adicción había cortado mi empatía hacia los demás. Las preocupaciones de los otros no significaban nada para mí porque me sentía maravillosamente, y todo seguiría igual mientras tuviera el polvo blanco.

El material que consumía era bastante fuerte, droga pura y sin cortar que conseguía en Gerard Street, en el Soho. Me di cuenta por primera vez de que estaba completamente enganchado cuando le prometí a Alice que iría a verla a Gales y de pronto advertí que conducir colocado más de trescientos kilómetros en un Ferrari sería misión imposible. Le dije entonces a Alice que saldría en unos tres días, el tiempo que, según pensaba, tardaría en desengancharme.

El último concierto de Los Beatles... sólo falta John

Por mucho que entonces creyera amar a Pattie, la verdad es que lo único imprescindible para mí era el alcohol. Eso hacía que la capacidad o la necesidad de comprometerme con algo, incluso con el matrimonio, me parecieran más bien secundarias. En cualquier caso, enseguida se volvería a invocar la regla de «prohibido mujeres durante la gira», y entonces regresaría a mis viejos hábitos. Pattie me acompañó a Albuquerque, luego a El Paso y a los restantes conciertos hasta el de San Antonio. En cada actuación subía al escenario para que le cantara «Wonderful Tonight», pero tras la de San Anonio le dije que debía volver a Inglaterra. Era de nuevo la hora de los hombres; ya había tenido suficiente dicha doméstica. Esto no la colmó de felicidad y, por supuesto, en cuanto se fue volví a las andadas.

Una de las primeras cosas que hizo Pattie tras regresar a Inglaterra fue organizar una reunión con todos nuestros amigos ingleses para festejar nuestra boda. Se fijó para el sábado 19 de mayo, durante un hueco en el calendario de la gira, y se iba a celebrar en el jardín de Hurtwood, donde se erigiría una enorme carpa. A los invitados se les dijo que llegaran «hacia las tres de la tarde» y se les indicó que no era obligatorio llevar regalos. «Si estas libre», habíamos escrito en las invitaciones, «intenta venir y nos echaremos unas risas». No había ninguna etiqueta formal para la fiesta. Sólo se esperaba que los invitados vinieran cuando pudieran, vistieran como les apeteciera y pasaran un buen rato.

Recuerdo que la primera persona en presentarse fue Lonnie Donegan, que vino prontísimo, hacia las diez de la mañana, seguido casi inmediatamente por Georgie Fame. No sabía qué hacer con ellos, y acabamos en un pequeño dormitorio donde Georgie empezó a liar porros. Yo me quedé allí mayor parte de la jornada, colocándome y poniéndome cada vez más paranoico a medida que llegaba la gente. No sabía ejercer de anfitrión y no lograba sobreponerme a ello, así que, en lugar de andar por allí saludando a los invitados y ofreciendo bebidas, me refugié en mi escondite. Al final, ya a la caída de la tarde, bajé hasta la carpa y me encontré con una enorme fiesta en marcha. Había cientos de personas, desde mis célebres amigos músicos hasta el tendero, el carnicero y la gente de Ripley, charlando, comiendo, bebiendo o enrollándose en los arbustos. Parecía la clase de fiesta a la que hubiera gustado asistir.

Se había montado un escenario con la idea de que se incorporase a la improvisada banda quien se sintiera con ganas. Una sucesión de grandes músicos actuó en aquella jam session nocturna, entre ellos Georgie y Lonnie, Jeff Beck, Bill Wyman, Mick Jagger, Jack Bruce y Denny Laine. Recuerdo que Jo Jo, la mujer de Denny, subió a cantar y después no había forma de hacerla bajar, así que el de la mesa de mezclas iba apagando uno tras otro los micrófonos que ella usaba.

George, Paul y Ringo también tocaron; sólo faltó John, quien me telefoneó después para decirme que habría ido si hubiera estado al tanto de la fiesta. Nunca sabré a qué se debió la confusión, pero yo tuve poco que ver con el asunto de las invitaciones. En cualquier caso se perdió una gran oportunidad de que los Beatles se juntaran en una última actuación. Pattie también había cometido el error de dejarle nuestro dormitorio a Mick Jagger, que se encontraba en la fase inicial de su idilio con Jerry Hall, de modo que no pudimos acostarnos, algo que se me antojaba completamente ridículo. Así que decidí apuntar hacia Belinda, una amiga de Pattie que, estaba convencido, se me pondría a tiro en cualquier momento. Me escondí en un armario con la intención de saltar sobre ella a la primera oportunidad, pero me quedé dormido y cuando me desperté descubrí un estropicio que costaría dos semanas arreglar.

El sonido natual de las cosas

Escribo esto con sesenta y dos años, llevo veinte años sobrio y estoy más ocupado que nunca. He finalizado una gran gira mundial y, aunque tantos viajes a veces resulten agotadores, me gusta el ajetreo. Estoy prácticamente sordo, pero me niego a llevar audífono porque me gusta el sonido natural de las cosas aun cuando apenas puedo oírlas. Soy perezoso, me resisto a hacer ejercicio y a consecuencia de esto mi forma física es deplorable. Soy un cascarrabias de los pies a la cabeza y estoy orgulloso de ello. Ahora sé quién soy, y también que, si en un momento dado no pasa gran cosa, emprenderé algo, no por aburrimiento sino porque necesito el movimiento. Soy rítmico por naturaleza. Eso no quiere decir que no sepa relajarme. Nada me gusta más que no hacer nada, pero despúes de un rato necesito ponerme en marcha de nuevo.