Editorial
Ver día anteriorViernes 23 de abril de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Inseguridad pública y seguridad privada
D

e acuerdo con cifras dadas a conocer en el contexto de la Expo Seguridad, que se desarrolló en esta capital entre el martes y el jueves pasados, la industria de la protección privada en México creció 40 por ciento en 2009 en relación con el año anterior, y actualmente alcanza un volumen de negocios anual de 3 mil 500 millones a 5 mil millones de dólares, lo que ubica al país como uno de los principales mercados para las trasnacionales especializadas en el ramo. Adicionalmente, según informó el vocero del encuentro, Mario Arroyo, las empresas en México destinan actualmente 12 por ciento de su presupuesto a la seguridad, contra 3 o 4 por ciento de hace una década y 2 por ciento promedio a escala mundial. Estos datos se complementan con los recabados en un estudio de la firma Grupo Multisistemas de Seguridad Industrial, difundido el pasado lunes, en el sentido de que la demanda de seguridad empresarial creció 84 por ciento en promedio durante el primer trimestre de 2010.

Las cifras referidas se incrustan en un clima caracterizado por el colapso de la seguridad pública y por el avance de un sentimiento de temor y zozobra generalizados, que deriva, fundamentalmente, de las expresiones de violencia relacionadas con la estrategia de seguridad emprendida por el gobierno federal desde hace tres años; de los sangrientos enfrentamientos entre miembros de los cárteles de la droga, o bien entre éstos y los elementos de las policías y el ejército; del elevado número de ejecuciones y levantones relacionadas con el crimen organizado, y de las evidencias de colusión entre narcotraficantes y autoridades policiales en los distintos niveles de gobierno.

Según puede verse, en el curso de la cruenta y confusa guerra contra el narcotráfico que se desarrolla en el país se ha fortalecido y ampliado la percepción de que el poder público abdica de su responsabilidad básica –la de procurar seguridad para los ciudadanos– y de que a medida que avanza el caos violento no queda más remedio que recurrir a la autoprotección. Tal perspectiva resulta doblemente trágica: por un lado presenta la seguridad –condición que debiera ser garantizada por el Estado– como algo a lo que sólo pueden acceder ciertos sectores privilegiados de la sociedad, y por el otro exhibe como carentes de sentido el pago de impuestos, la existencia de corporaciones policiales y de instancias de procuración de justicia, la elaboración de leyes y, en general, los mecanismos diseñados para preservar el monopolio estatal de la violencia y de la coerción legítimas.

La circunstancia genera, lógicamente, consecuencias exasperantes: para garantizar los derechos a la vida, a la integridad física y a la propiedad, no basta con la protección plasmada en términos constitucionales, sino que hay que pagar por ellos; para colmo, hay que pagar dos cuentas: la de los impuestos –recientemente incrementados de manera injustificada– y la de los costos de protección a firmas especializadas, para los pocos que pueden cubrirlos.

Por otra parte, desde la perspectiva económica, cabe preguntarse qué productividad y competitividad pueden ofrecer empresas que deben destinar 12 por ciento de sus gastos a prevenir agresiones de la delincuencia.

La grave crisis de seguridad que padece actualmente la sociedad mexicana tendría que obligar a las autoridades a reconocer los problemas en su justa dimensión, sin empeños por trasladar responsabilidades y sin regateos de la realidad; a asumir como responsabilidad principal garantizar la paz y la tranquilidad de la población, y a admitir que, en la situación presente, debe emprenderse un viraje radical en las estrategias económicas y de seguridad aún vigentes.