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Pedro Friedeberg: extraño a los excéntricos

El espacio en blanco es un abismo, dice el creador de la silla en forma de mano

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Pedro Friedeberg con una de sus obras, en la galería Pecanins, durante una entrevista con La Jornada, en febrero de 2004Foto Yazmín Ortega Cortés
 
Periódico La Jornada
Sábado 3 de abril de 2010, p. a28

La casa de Pedro Friedeberg es un jardín secreto. Allí las rayas, los círculos se aprietan con una gran fuerza expresiva. Son simetrías hechas con una delicadeza y una minuciosidad extraordinarias. Línea tras línea surgen los caballos, las flores, las escaleras.

Lo que sucede en la cabeza de Friedeberg es un misterio, un mecanismo que debe haberse desencadenado en la infancia y le llenó los ojos de formas, espacios y perspectivas con las que él jugó y a las que convirtió en un eterno rompecabezas.

No sólo es ingenioso Pedro, su obsesión tiene mucho de angustia. El espacio en blanco es un abismo en el que puede desaparecer y hay que llenarlo con líneas repetitivas o cerrarlo con círculos, cuadrados, rectángulos apasionados y febriles.

–Yo tenía tres años cuando llegué a México de Alemania. De niño vivía muy cómodamente, porque en esos años podías vivir sin dinero y de todos modos tener criadas y pasarla bien. Primero en una casa de una abuela, quien en realidad era la mamá del segundo marido de mi mamá; en una casa porfiriana toda destartalada, maravillosa, en la colonia San Rafael.

“Era una abuela alemana que vivía aquí desde 1910 y me encantaba la atmósfera decadente y las muchas criadas que nos atendían, pero todo muy desordenado. Los muebles habían sido traídos de Europa pero con la guerra había una atmósfera de miedo y de histeria que se apagaba en la casa de mi abuela, porque era muy fácil la vida en México y mi abuela era buena conmigo y con las criadas.

“Vivíamos cerca del gran mercado de flores e íbamos en tranvía; dos boletos por 15 centavos, y bajábamos en el mercado de flores y mi abuela compraba así de flores y luego las repartíamos en los cuartos y luego allí a la vuelta estaba la dulcería Larín, ¿te acuerdas de Larín? Hacían figuras de chocolate: conejos, patos, tenían moldes europeos. Yo tengo algunos de esos moldes y toda mi infancia era así como de cuento de hadas.

“En las tardes, las criadas me llevaban a una feria al lado del Monumento a la Revolución y me subía en una cosa que se llamaba ‘El látigo’ y en otra, ‘El avión del amor’, y aprendí a patinar en ruedas en una pista a los cinco años. Me caía, pero las criadas sí patinaban y después de cuatro o cinco caídas yo me sentaba nada más a ver…

“Cuando oscurecía, ‘ay, tenemos que regresar’, íbamos a comprar carbón porque la cocina era de carbón, cargábamos unas bolsas llenas de bolitas negras, el carbonero estaba todo negro y su esposa también.

“Y regresábamos a la casa y ellas prendían el carbón, tenían que encenderlo durante varias horas y luego hervían los frijoles toda la noche y una de las criadas tenía que levantarse de la cama para ver que no se quemaran y luego en la mañana ya estaban los frijoles.

“Para mí todo eso era fascinante. Pero después ya me llevaron a vivir a la colonia Del Valle, que era más cuadrada y menos poética, vivimos en una casa que era de los Martínez Negrete. ¿Te acuerdas de Francisco Martínez Negrete? Ya como en 1948 o 50 un arquitecto muy amigo de mis papás les ofreció un terreno en el Pedregal de San Ángel, en el que sólo había seis casas hechas por Max Cetto, un gran arquitecto de la Bauhaus, muy bueno en sus tiempos.

“Luis Barragán había hecho dos casas y entonces mis papás se enamoraron de El Pedregal y nos cambiamos a vivir allá, pero no me gustó vivir tan lejos, porque tenía yo que tomar tres camiones para llegar a la ciudad. Era muy glamoroso vivir en una casa moderna en El Pedregal.

“Mis padres me enviaron un año a estudiar arquitectura a Boston. No me gustó porque hacía un frío horrible y además me hacían estudiar ingeniería y todo el día me escapaba yo a un lugar precioso: la Boston Public Library, una de las bibliotecas más grandes del mundo, un edificio precioso de 1900 que está todo decorado con murales de la Belle Epoque, de Sargent. Podías pedir cualquier libro y en dos minutos te lo traían, una maravilla, una primera edición de Balzac, una de Stendhal, yo me sentaba y subía al cielo.

Al año regresé a México y me mandaron a la Universidad Iberoamericana a estudiar arquitectura con Mathias Goeritz y él me encantó, pero sólo estudié tres años y luego lo dejé, porque todos los arquitectos eran como Mies van de Rohe, todos eran Enrique Carral y Augusto Álvarez, claro que estaba Luis Barragán, pero él no daba clases.

Luego vinieron los años en que Friedeberg se divirtió fabulosamente, los del auge de la Zona Rosa, en que se encontraba con Juan de Dios Moreno, Jaime Chávez, Ignacio Orendáin, y jugaba al ajedrez con Javier Girón; una época muy loca, desenfadada y creativa en torno a la galería de Antonio Souza, quien tenía un ojo para descubrir a quienes serían los grandes pintores.

Muchas mujeres muy bellas giraban en torno a la Galería Souza: Wanda y Lala Sevilla, Ruthie Davidoff, Eugenia Rendón y otras que enloquecían con las ocurrencias de Antonio Souza, el de la galería en el Paseo de la Reforma.

Friedeberg descubrió otro modo de vivir y creó la famosa silla en forma de mano que causó sensación y se convirtió en la portada de la revistas Life, House and Garden, Vogue, Tropic y en México causó verdadero furor. No sólo hizo sillas-mano sino también sillas-pie que se vendieron como pan caliente, además de relojes enmarcados por manos, estrellas y lunas a los que llamó Tichenor Time, por su devoción por la pintora Bridget Tichenor.

Poco tiempo después, a raíz de un viaje para ver el santuario de las mariposas Monarca, vinieron las sillas mariposa que también tuvieron muchísima demanda. Ya para entonces, Pedro se había casado con Wanda Sevilla, vivía en el mismo edificio que Antonio Souza, en el Paseo de la Reforma, se vestía de cebra, de tigre y daba fiestas extraordinarias en que todos se sentían reyes del mundo. Así se lo decía tu tía, Guadalupe Amor, quien me seguía a todas horas y me estimaba mucho, era muy perceptiva, muy fina como lo fue Bridget Tichenor. Pita hacía una gran entrada y cualquier cosita la hacía recitar: Aquí estoy en el castillo del rey Maximiliano II de Baviera, aquí estoy en el palacio del Rey Midas, aquí estoy en el centro de la pirámide.

Se presentaba a cualquier hora. ¡Qué memoria tenía, veía cualquier objeto y se ponía a recitar a Lope de Vega, a Federico García Lorca, a San Juan, a Rafael Alberti, a Sor Juana, era algo increíble. ¿De dónde sacaba tanta memoria?

Desde muy joven, a Pedro Friedeberg le interesaron los excéntricos, todos aquellos que salían del patrón establecido. Antonio Souza era un fenómeno, Chucho Reyes, Fito Best Maugard, Miguel Covarrubias y Rosa, su esposa; también María Félix era un fenómeno bastante desagradable por mala actriz, intensa e impositiva, pero era bellísima y conversaba hasta las tres, cuatro, cinco de la madrugada como una reina. Sus respuestas rápidas, como latigazos, eran muy ocurrentes.

Leonora Carrington, Alejandro Jodorowsky, Bridget Tichenor –que fue mi gran amiga– también eran excéntricos, Alice Rahon y José Luis Cuevas, Mathias Goeritz, Remedios Varo y tu tía Guadalupe Amor que me seguía a todas horas y a todas partes. Ya no hay excéntricos en México, pero Edmundo LaSalle fue un gran excéntrico, también lo fue Francisco Luis de Iturbe, a quien le decían Panchito y llegó con una negra de dos metros, despampanante, senegalesa, y nos dijo: Les presento a mi nueva esposa, y era una mujer que no sé dónde la había rentado sólo para deslumbrarnos.

Panchito es un ser muy especial que sólo está en México tres o cuatro meses al año, el resto del tiempo vive en Barcelona y yo lo veo con gusto porque es muy culto, muy informado, sabe mucho de historia mexicana, y el otro día me envió un tratado: Los orígenes de Victoriano Huerta, que escribió y no sé de dónde sacó toda la información.

Huerta era un hombre malísimo que salió de un pueblo chiquito en Jalisco, no era nadie Victoriano Huerta, por eso fue un hombre tan malo. Era un horror, un asesino.

Otra excéntrica que me fascina fue Nahui Ollin, la del doctor Atl, aunque lo malo es que todos pagan muy caro su excentricidad. ¿Tú conoces a la Marquesa Cassati que Roberto Montenegro pintó en Venecia en 1915? Se paseaba por la calle con unos leopardos y era muy bella, fue amiga de Boldini, de Von Dongen, por allá por 1925.

Ahora México es muy burgués, la gente educada es muy burguesa y si eres demasiado original te desprecia y si eres demasiado inteligente les aburres, porque no te entienden y ellos nada más quieren hablar de chismes y de los problemas con las criadas, como bien lo dijo Ira Furstemberg de von Hohenlohe, quien consideró que los burgueses mexicanos no tienen conversación. En Francia, aristócratas como Marie Laure de Noailles y su marido apoyaban al cine, al surrealismo, a la pintura, al teatro pero en México, ¿quién? ¿Quién hace eso? Nadie.

Antonieta Rivas Mercado también era una excéntrica, muy sui generis para su tiempo…

–Es que se necesita una gran dosis de valor para serlo, ¿no?

–Sí, de ambición y dinero. Que seas independiente. Si no eres independiente, no puedes ser excéntrico. En México tampoco puedes tener un salón como se tenía en París, porque la gente es tan impuntual que no hay modo de recibir a la duchesse de Clermont Tonnerre, por ejemplo, o la que se volvió la duchesse de Guermantes, de Proust, que te recibía cada lunes exactamente en su casa de cinco a siete, pero en México la gente llega las ocho y media, ya cuando la duchesse está en otro mundo.