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Ver día anteriorSábado 20 de marzo de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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rente a la insípida y académica languidez con la que han transcurrido las celebraciones del bicentenario, uno se pregunta realmente si la conmemoración de estas fechas puede servir para algo que no sea refrendar la marginalidad cada vez mayor que ocupa el sentimiento de identidad histórica en el imaginario público del país. Al menos, lo que ha quedado en evidencia es el desgaste de la recepción, en las generaciones más jóvenes, de las versiones que confeccionaron los historiadores de la segunda mitad del siglo XX sobre esa vasta y mitológica entidad que se da en llamar historia nacional. El consuelo, si de algo sirve, es que con el pretexto de los festejos, algunas preguntas sobre esa historia se han vuelto un tema que los medios masivos de comunicación han diseminado entre sus audiencias sin detenerse a pensar necesariamente en el éxito o la falta de éxito (mediático, por supuesto) de los programas que las reiteran. En rigor, no es poco. Pues, ¿qué es la historia sino una conversación interminable acerca de nuestras ideas y percepciones sobre el pasado que se realiza desde el umbral del presente? Octavio Paz escribió alguna vez, en la introducción a su estudio sobre la obra y la vida de Sor Juana, que a una sociedad se le podía conocer no sólo por las visiones que se hacía de su futuro, sino sobre todo por las versiones que dominaban a la percepción de su historia. Y lo que impresiona hoy, de alguna manera, es el cambio que han sufrido estas percepciones en los textos que datan y significan a la historiografía más contemporánea. La enumeración de estos cambios requeriría un espacio mayor. Destaco sólo algunos, acaso los más visibles.

La Independencia y la signatura del barroco. El tema de la recepción de las ideas de la Ilustración hacia finales del siglo XVIII en Nueva España ha ocupado, desde hace ya tiempo, una parte sustancial de los estudios historiográficos sobre la época previa al estallido del movimiento insurgente en 1810. Es evidente que la cultura novohispana produjo a un reducido (pero muy activo) grupo de pensadores ilustrados que se empeñaron en divulgar los principios de esa temprana modernidad. Pero entendida como un fenómeno social, un cambio de actitudes y mentalidades hacia la política, la religión, la economía y la vida cotidiana, la Ilustración fue un movimiento que, en Nueva España, simplemente no ocurrió. Incluso ese embrionario pensamiento radical emerge bajo acotaciones precisas. Casi no hay señales en él de los dos centros de gravedad que distinguen al pensamiento ilustrado: la crítica al absolutismo monárquico (que no a la monarquía en general) y la crítica a la religión (que no sólo a la Iglesia). Gracias a la obra de Bolívar Echeverría, sabemos hoy que el barroco puede adaptarse perfectamente a los lenguajes de la modernidad sin renunciar a su condición más íntima. Y acaso lo que heredó la cultura novohispana a la sociedad del siglo XIX fue precisamente esa ambigua investidura: un orden que se expresaba cada vez más con los signos de la Ilustración, pero anclado en las prácticas y las mentalidades del mundo barroco.

Las fábricas subterráneas de nación. Una buena parte de las investigaciones sobre la emergencia de los órdenes culturales, sociales y simbólicos de la nación, como las de Eric Van Young en particular, apuntan a señalar que tanto en el conflicto que se inicia en 1810 como en los años 20 y 30 del siglo XIX, existen muy pocas señales de que en el imaginario público se encuentren asentadas las convicciones de construir un Estado-nación. Sin embargo, queda por responder la pregunta fundamental: ¿qué fuerzas culturales, sociales e institucionales propiciaron y fomentaron la voluntad de encontrar en el telos de la nación su razón principal de ser? En la historia del surgimiento de los Estados-nación durante el siglo XIX, siempre es pertinente hacer notar que antes del surgimiento de la nación aparece otra fuerza, que es simbólica y existencial, y que conduce a su consecución, un auténtico pathos moderno: la idea de la nación. La fabricación de las naciones modernas, tanto en las Américas como en el mundo europeo, fue un proceso que se prolongó durante todo el siglo XIX y que se adentró incluso en el XX. El caso mexicano no fue distinto. Pero el misterio sigue siendo cómo es que esa idea –ese telos político– trazó el horizonte de expectativas de una sociedad a pesar de todos los intentos y externos por socavarla.

El fracaso del nacionalismo criollo. Lo que resulta patente en 1848, después de la derrota frente a Estados Unidos (EU) y la pérdida de una parte sustancial del territorio, es que la sociedad mexicana daba la impresión de no contar con los andamiajes mínimos para constituirse en un Estado soberano y desalentar las ambiciones de las potencias de la época que querían extender sus dominios coloniales a este lado del Atlántico. ¿Qué fue entonces lo que hizo posible que en tan sólo 15 años, a partir de 1863, las órdenes subterráneas de la nación fueran capaces de resistir a la intervención europea y derrotar a los ejércitos del viejo continente? ¿Cómo explicar que en el 48 la derrota frente a EU haya sido tan fulgurante, y en 1867 la victoria frente a los europeos tan manifiesta? Tal vez una de las respuestas se encuentre en la debilidad (prácticamente) endémica que caracterizó al nacionalismo criollo desde los años 20 hasta que volteó la espalda al nacionalismo mismo después del Constituyente de 1857. ¿Cuáles fueron, además de la signatura criolla, los otros orígenes del sentimiento nacional que hizo posible la restauración de la República y la independencia con Juárez? Preguntas aún por responder.