Opinión
Ver día anteriorLunes 15 de marzo de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Juegos de manos
S

egún explica en sus manuales el Sistema de Información sobre Biodiversidad de Honduras, el quetzal macho protege su territorio cantando, que bien mirado suena de lo más poético, pero es impráctico. Vaya bestezuela indefensa. El nuestro no cantó en su descenso. Extrañamente, no sintió amenaza. Sobre la rama de su elección gorjeaba bajo, en un ronroneo.

El fotógrafo realizó su trabajo con admirable agilidad. No sólo no ahuyentó al quetzal, sino podría decirse que lo sedujo con sus cámaras. Se dio tiempo de emplearlas todas. Le gustó, al quetzal vanidoso, ser observado. No creo que exista en el mundo un pájaro más coqueto y simpático. Sinceramente, no creo. Fue impecable en su danza, el fotógrafo. El ave parsimoniosa lo seguía, amagaba con volar y no lo hacía. Entre los dos crearon un aura que nos excluía al resto, hundidos en la maleza, tratando de contener la respiración, aguantando mosquitos y calambres.

No contábamos con la actuación de Federico, el guía lugareño. Sabía lo suyo, y ni cuenta nos dimos que trepó como víbora el palo donde el quetzal posaba y cuando lo tuvo cerca saltó como por un resorte y con pericia lo capturó entre las manos. Cayó bien y rodó sin soltar al ave, se incorporó y dijo:

–Lástima de pajarito.

Nos quedamos helados. El fotógrafo tropezó con un tronco y se cayó, torpe, y espinado al chocar con un hirsuto tronco de papay. Fue tan inesperado aquel asalto al encantamiento que tardamos en protestar, como atragantados. Federico, orgulloso, exhibía en alto su presa a una multitud imaginaria.

Los antiguos, que valoraban estas plumas como joyas, ya ven el penacho de Moctezuma, sólo capturaban al quetzal para cortarle el plumaje y luego lo liberaban, para que le volvieran crecer. No que ahora, ¿quién que agarra un quetzal lo suelta?

La primera en reaccionar, quién hubiera dicho, fue la señorita López, de Medio Ambiente. En lo que era un ponerse en su papel, se le fue a manazos y puñetazos. Federico no entendía. Ella le decía suéltelo, suéltelo, bruto. Al principio sólo le golpeaba la espalda y los brazos, pero viendo que el captor se aferraba al quetzal, comenzó a abofetearlo y le pateó la entrepierna. Federico se precipitó sobre sus rodillas con un lamento, por fin abrió las manos y dejó volar a su presa, que se elevó, ahora sí cantando guaco-guaco, y ya ganada cierta altura, su característico silbido juií-u. Agitaba un resplandor en la cola verdiblanca, como si tuviera luz interior.

La negociación que siguió con los colonos de La Constancia fue muy complicada. No es cualquier cosa patearle los ésos al tiburonero mayor. Y una mujer. El retorno a la aldea fue penoso, con el fotógrafo herido, enfurecido y, sin embargo, oh sí, contento. A diferencia de Federico, que marchaba muy adelante, ignorándonos, furioso, él sí traía su presa: las fotos. El aire se cortaba con navaja. No fue sino hasta que estuvimos ante don Rufo y los viejos que se destensó la atmósfera. Ya descendía la niebla.

El patriarca admitió de inmediato que Federico la había regado al incumplir el acuerdo de no capturar ni matar fauna durante la expedición, pidió disculpas y serio, molesto por tener que darnos la razón, nos acompaño a la orilla del río.

El naviero, que no intervino en ningún momento pero no dejó de poner los ojos como platos, se desprendió de entre un grupo de señoras que comentaban el punto y saltó a su embarcación. Tras él toda la comitiva. La de la embajada, feliz de que no llegamos a un incidente diplomático, Elías y yo abrumados bajo el equipo del famoso fotógrafo. La señorita López, radiante y vencedora, fue la última en embarcar y lo hizo como reina. Menos la vicecónsul, que se arreglaba el pelo, muy caballerosos todos tendimos nuestras manos para auxiliar a la señorita López, quien las desdeñó todas y avanzó por la borda, guapa, decidida, Lilia Prado vuelta a nacer.

Unos cuantos colonos, ajenos al incidente, metieron las piernas al agua y empujaron la barca lejos de la orilla. El naviero encendió el motor fuera de borda. Yo sí me despedí de la gente de La Constancia agitando la mano, nos habían tratado bien. Los demás en la nave miraban al frente, aunque no había mucho que ver. La niebla brotaba del agua. Cielo y río juntándose. Pronto caería la noche.

El naviero nos condujo de vuelta a Puerto Carrillo. Informó que a esa hora los cocodrilos salían a cazar al río. Creo que no logró espantar a nadie. De cualquier forma, nuestro destino nuevamente estaba en sus manos.