Opinión
Ver día anteriorDomingo 17 de enero de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
Servicio Sindicado RSS
Dixio
 
La teta asustada
Foto
Fotograma de la cinta dirigida por Claudia Llosa
C

on apenas dos largometrajes la joven peruana Claudia Llosa se ha vuelto una referencia mayor en el cine latinoamericano actual.

Una consagración temprana la obtiene el año pasado en el Festival Internacional de Cine de Berlín, donde conquista el galardón principal, el Oso de Oro, con La teta asustada, su cinta más reciente. Tres años antes su notable opera prima, Madeinusa, había también obtenido el rápido reconocimiento de la crítica de cine y un itinerario nada desdeñable por las salas de arte a escala mundial.

Lo novedoso es su singular talento para narrar historias extraordinarias sin naufragar en las azarosas aguas del realismo mágico. Su cine mantiene, de principio a fin, una estructura sólida y sus relatos –historias ambientadas en las zonas más desfavorecidas de Perú (poblaciones marginadas, barrios de la periferia urbana)– ofrecen a partir de una anécdota insólita o una leyenda local, la materia suficiente para conferir brillo e interés a la vida apagada de sus protagonistas.

En Madeinusa una comunidad vive durante tres días de festividad religiosa –los que van de la muerte de Cristo a su Resurrección– un paréntesis singular en el que queda abolida la noción del pecado. Durante ese tiempo todo está permitido, y una joven puede ser sometida al ímpetu incestuoso de su padre, ante la mirada celosa de su hermana que le envidia el pretendido privilegio.

La teta asustada no propone algo menos extraordinario. La protagonista, Fausta Isidora (Magaly Solier, la misma actriz que debutara con Llosa en Madeinusa) vive obsesionada por la experiencia que vivió su madre (el acoso sexual, la violación tal vez, por parte de soldados o guerrilleros en Perú durante los enfrentamientos entre el ejército y la guerrilla de Sendero Luminoso, en los años 80).

Cuentan las leyendas locales que las mujeres embarazadas transmitían a sus hijas, a través de la leche materna, el síndrome conocido como la teta asustada. Las niñas que habían nacido durante los años de la violencia armada, albergaban ese mal, desprovistas también de un alma. Debían así errar por la tierra evitando el roce con los varones (violadores todos en potencia), cargando a cuestas el miedo heredado, sumidas en un mutismo del que sólo podían liberarlas por momento una plegaria ancestral convertida en un canto en lengua quechua.

Durante la guerra tu madre con miedo te parió y te transmitió el susto por la leche, así resume la leyenda la experiencia de la joven Fausta, quien para protegerse de agresiones que juzga inminentes, se coloca una papa en la vagina, a manera de tapón o escudo protector, para que el macho vacile antes de toda embestida (el asco detendrá a los asquerosos, razona). El tubérculo insertado echará raíces y la infección hará que la joven padezca periódicamente desmayos y sangrados.

Claudia Llosa neutraliza el posible tremendismo de la anécdota con una narración contenida, a tal punto desapasionada, que la joven Fausta se vuelve un personaje melancólico, las más de las veces hosco e intratable. Su mutismo se asemeja a la reacción de muchas jóvenes violadas que niegan la experiencia traumática refugiándose en una parquedad expresiva. Sólo que en Fausta todo esto es miedo imaginario, atizado ocasionalmente por la vulgaridad de algún pretendiente de humorismo chato (Si el color rojo es el de la pasión, báñame con tu menstruación). Por lo demás, la joven vive con intensidad la solidaridad afectiva de un jardinero indígena, confía en la generosidad de su patrona burguesa, pianista fascinada por el canto espontáneo de su sirvienta, y también se refugia en el cariño de su tío.

La rodean festividades kitsch (bodas y banquetes familiares), y a la manera de una Scherezada quechua acepta negociar su canto con su patrona (una perla de fantasía por una melodía original hasta completar un collar añorado), abandonando paulatinamente sus reticencias iniciales.

Planos secuencia prolongados, relato minimalista, diálogo escaso (en español y en quechua), pulcritud en la fotografía de Natasha Brier, y sobre todo una enorme discreción por parte de la cineasta que maneja sólo por alusión el contexto histórico, y también la persistencia del racismo, para ofrecer de modo seco y a la vez emotivo las devastaciones sicológicas que genera la violencia social. Una cinta vigorosa, de paso meteórico por nuestra cartelera comercial.

Se exhibe en salas de Cinemex, Cinépolis y en la Cineteca Nacional.