Opinión
Ver día anteriorDomingo 17 de enero de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Apagón de luz
H

ace más de 40 años apareció en la editorial Mortiz, gracias a la inteligencia para descubrir autores de don Joaquín Diez Canedo, un libro titulado Ecocidio, el cual causó desconcierto en sus primeros lectores por los conceptos que exponía. Su autor era el siquiatra y sicoanalista Fernando Cesarman, precursor visionario de la lucha por la protección del ambiente.

Entonces, pocas personas hablaban del que sería, y era ya, uno de los más graves problemas del planeta: la destrucción de la vida de la Tierra a causa del más peligroso de sus depredadores, el ser humano. Cesarman profundizaría, durante medio siglo de trabajos, las más diversas cuestiones al respecto.

En la facultad de Ciencias Políticas, algunos profesores nos hablaban de guerra económica, concepto que nos parecía abstracto y que veíamos como se ve un fantasma, esperpento para asustar ingenuos, pues no concebíamos bien a bien cómo podría haber muertos si la guerra era económica.

Hoy todos hablan de ecología, a veces con razón, en ocasiones más bien con pasión semejante a la de los integristas de diversas ideologías y religiones. Si la gravedad de la situación del planeta es cierta, una de las principales causas siendo la explosión demográfica, también lo es que se han inventado falsas amenazas por motivos comerciales, de poder y de finanzas, creando militancias equívocas que lindan con el sectarismo, fomentando miedos con fines políticos. En nombre de la salud se lanzan campañas contra un producto por la industria rival. Se prohíbe fumar mientras se impulsa la industria del armamento o se lanzan al mercado productos más que dudosos de laboratorios farmacéuticos en una guerra económica donde la violencia y la brutalidad carecen de límites, pues están en juego millones de dólares.

En esta guerra económica las víctimas, los muertos, se suman hoy por millares: bajo las bombas en la lucha por el petróleo, muertos a causa de la experimentación masiva de medicinas en los países más pobres, muertos simplemente de hambre. Un universo donde la voracidad de unos cuantos es insaciable y la televisión es uno de sus instrumentos principales, pues todo se convierte en producto de consumo. Fabricación que debe venderse de inmediato para lanzar al mercado otra novedad, aún más rápidamente desechable. No se trata sólo de anuncios que interrumpen cualquier programa, sino de los sobreentendidos, esa propaganda oculta –para vender una política o una medicina milagrosa– que constituye un programa en apariencia de variedades, de mesa redonda, de cultura o bajo la forma de película, telecomedia. En Francia se prohíbe la publicidad en la televisión pública a partir de las 20 horas para darla a la televisión privada, lo cual no impide a los canales del Estado servir la propaganda política mientras los dueños de los canales privados se llenan las bolsas. En México se interrumpe cualquier película, e incluso se cortan escenas, con una publicidad repetitiva e incesante. Acabo de ver cortado por anuncios el concierto de Plácido Domingo y, peor aún, escuchar, al mismo tiempo que la voz del tenor las voces gritonas de dos conductores para hacer propaganda política con una falta de respeto absoluto hacia el cantante y el público.

Se habla de violencia de narcos, del crimen organizado y otros especímenes, pero no se habla de la brutalidad sinuosa y constante de los servicios públicos y privados hacia las personas.

¿No hay violencia en un apagón que lleva tres días en la colonia Francisco Zarco y la burla con que se trata al cliente al que le dicen: ya prontito les ponen la luz? ¿Cuando el empleado de la compañía de electricidad responde que ya se arregló el servicio y se canceló la queja, mientras los habitantes siguen sin luz? Frases recitadas con voz de robot, discurso aprendido de memoria, asegurando al cliente la dicha que tiene de escuchar sus quejas para servirlo mejor. Sí, siempre mejor.