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El último suspiro del Conquistador / XII

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Detalle de un segmento del Gran Acelerador de Hadrones del CERN
A

lo largo de casi tres semanas había dormido al lado de Jacinta y esa noche, solo en su cama del pequeño hotel Trafalgar, Andrés no pudo conciliar el sueño. Quería buscarla y al mismo tiempo quería no volver a verla. Se sentía utilizado, remolcado en un proyecto delirante que no tenía nada que ver con su vida ni con sus intereses y que, sin embargo, le alborotaba el duende de la curiosidad. Le dolían los recuerdos de las salidas ingeniosas y de las carcajadas de Jacinta, de sus enojos súbitos, de su capacidad para hablar del mismo tema durante toda una tarde, de sus pechos pequeños y duros y de su discurso –observador y narrativo al mismo tiempo– durante los encuentros sexuales. Pareces comentarista de futbol, bromeó él en una ocasión, cuando Jacinta, entre jadeos, le hacía una descripción pormenorizada de lo que estaba ocurriendo entre los cuerpos de ambos. Ella se enfureció y se escabulló de la cópula, y pasaron 40 amargos minutos en los que se negó a aceptar las disculpas de Andrés, a tocarlo, a dejarse tocar y a pronunciar palabra. Al cabo de un rato, cuando él a su vez empezaba a mosquearse y a considerar que estaba siendo víctima de una reacción exagerada, Jacinta se congració de golpe: “Perdóname –dijo con tono humilde–; es que para excitarme y venirme tengo que estar bien consciente de lo que hacemos; tengo que darme cuenta de que estoy metida en algo maravilloso”. Él le creyó con desgano la explicación, volvió a disculparse, terminaron lo que habían dejado a medias y luego cayeron rendidos de cansancio y tan relajados como hojas de lechuga pasadas por agua hirviendo. Pero ese pleito había ocurrido unos días días antes, todavía en su departamento de París, y ahora él tenía la sensación de que habían transcurrido 10 años desde entonces. Estaba en el Distrito Federal, solo en un hotel del centro, y no podía dormir.

Rufino vagó unos días por el mercado, durmió entre montones de verdura pasada y eludió a quienes intentaron usarlo sexualmente. Poco después, la dueña solterona de un changarrito de tacos consideró que era demasiado angelical para que anduviera tan sucio; lo llevó a su casa, lo hizo que se bañara, le compró ropa y le dio trabajo de mozo y afanador. Rufino respondió con responsabilidad y eficiencia a esa benefactora, cuyo nombre nunca se tomó la molestia de averiguar, y a quien en lo sucesivo llamó La Seño, y se organizó una vida aceptable en la que nadie le demandaba pruebas de hombría. Su benefactora le asignó un cuartucho abandonado al fondo del jardín de su casa y poco a poco Rufino lo hizo habitable. No le importó ganar una miseria porque tenía aseguradas la vivienda y la comida. Con la paga de sus primeras cinco semanas compró unas cuantas piezas de ropa, lo más neutras posibles; con lo que ganó en las siguientes tres consiguió un espejo usado en el que pudo contemplar su desacomodo de cuerpo completo, y al cuarto mes empezó a adquirir prendas de mujer.

Una eternidad vaporosa visitada de cuando en cuando por nociones desvanecidas: la figura de su escudo de armas ganado a sangre y fuego; las aves acuáticas del Lago de Texcoco; la rabia postrera en los ojos de Cuauhtémoc, al pie del árbol en el que fue ahorcado; las largas jornadas de navegación, asaltadas por la impaciencia del destino; el sexo casi lampiño de Tecuichpo Ixcaxochitzin, llamada Flor de Algodón, pero bautizada Isabel; el cuello blanco de doña Catalina Suárez, su primera esposa; los panoramas apacibles en los alrededores de la Tenochtitlan, idólatra y paradisiaca; los gestos y las armas poco fiables de sus propios capitanes y soldados, más levantiscos que los mismos indios vencidos; la apuración de humillaciones y disgustos en la Corte de Sus Majestades... Pero el punto ciego, la isla de nada en la mar de nada, la ausencia y la negrura completas y perfectas, se llamaba Huitzilan, el lugar de su primer encuentro con el señor Moctezuma. ¿Qué hay allí, qué no hay, qué denso tejido de sombras se cernía sobre ese sitio?

Iván sentía la mordida interna de la abstinencia. Conforme avanzaba por las cuadras de República de Brasil, su cuerpo se cubría de sudor y metro a metro le resultaba más difícil la coordinación necesaria para dar un paso. Recordó entonces al vendedor de drogas que trabajaba, como cobertura de su ocupación real, de acomodador de coches en un estacionamiento de la Rinconada de Jesús, hoy Plaza Primo de Verdad, por el rumbo del metro Pino Suárez. Al llegar a Donceles dio vuelta a la izquierda y caminó hacia el oriente, con las energías a la baja. Cuando divisó el amasijo torcido de piedras que un día fue el Templo Mayor de los aztecas, esa antena doble que permitía enviar mensajes siniestros a Tláloc y a Huitzilopochtli, tuvo que recostarse en un muro. Sus rodillas se doblaron sin que pudiera evitarlo y se quedó acuclillado en esa esquina, sintiendo que sus tripas tiritaban y que la cáscara del mundo tenía demasiadas espinas.

A la mañana siguiente, molido por la vigilia, Andrés se dirigió a una cafetería próxima al hotel, con la esperanza lacerante de toparse con Jacinta en las calles del centro. Compró el periódico, se resignó a desayunar solo y sintió vergüenza por estar comiendo cuando leyó la noticia de la huelga de hambre que protagonizaban diversos grupos de trabajadores electricistas, como uno formado por 11 mujeres, madres varias de ellas, en demanda de que el gobierno les devolviera su fuente de trabajo, liquidada un mes antes por orden presidencial. Se preguntó si su retorno a México, precisamente en ese momento de convulsiones y confrontaciones forzadas por los gobernantes, no tendría una significación singular en su vida.

Atrapado en esas reflexiones, desembocó en una página cuyo titular secundario lo dejó noqueado: Primeras colisiones de partículas en el acelerador del CERN. Sufrió un ardiente reflujo gástrico, impulsado por la rabia, al caer en la cuenta de que él habría podido estar allá, cerca del Gran Colisionador de Hadrones, esa dona sagrada de 30 kilómetros de circunferencia y tres teravoltios de potencia, y que se había perdido el momento histórico. Vio, a un lado de la nota, la foto de Steve Myers, director de Aceleradores y Tecnología, en una conferencia de prensa en la que trató de explicar la importancia de aquel suceso. Meses atrás, cuando fue a gestionar su estancia, se había cruzado en un pasillo con ese funcionario. El texto mencionaba también a Luis Álvarez Gaumé, a Fabiola Gianotti, a Álvaro de Rújula y otros funcionarios e investigadores del CERN cuyos nombres le resultaban familiares y admirados. Andrés se sintió miserable por estar tan lejos y tan en la nada, con su carrera profesional en la incertidumbre y distanciado de la mujer que era su única razón para estar en México. Le quedaba claro que, a fin de cuentas, él era el único responsable de su propia situación, pero no podía dejar de experimentar una vasta cólera contra Jacinta. Dejó la mitad de la porción de chilaquiles que había ordenado, dejó el periódico abierto sobre la mesa, dejó en ella un billete muy sobrado para cubrir el consumo y salió de la cafetería con una idea clara en la cabeza: No quiero volver a verla nunca”.

(Continuará)