Sociedad y Justicia
Ver día anteriorDomingo 15 de noviembre de 2009Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Mar de Historias

Fragmentos

I. El patio, la fuente

E

n esa calle antigua hay casas, ruinas, solares, comercios, edificios. El más antiguo tiene fachada de tezontle y portón de madera carcomida. Cuando lo dejan entornado puedo mirar un patio severo con una fuente seca. Me da lástima. Pienso que añora el agua y que en algo se parece a los ciegos. Antes andaban por aquí con sus muestrarios llenos de agujetas, encendedores y cortaúñas. Recuerdo que el golpe de sus bastones-lazarillos se acompasaba al ritmo de la música, las músicas. Se necesitan muchas para acompañar tantas vidas como las que se concentran en esa calle antigua.

Rejas negras protegen las ventanas contra toda avaricia. Por entre sus barrotes fluyen aromas y pestilencias; también escapan voces, gritos, risas, gemidos, rezos, maldiciones. Esos rumores se columpian en los cables de la luz, hacen malabarismos en las ramas de los árboles y al fin se estampan en la banqueta curtida de pasos, salpicada de vómitos, gotas de sangre reseca, escupitajos brillantes que parecen monedas.

A ese edificio le dan muchos nombres. La luz del amanecer lo reconstruye con paciencia infinita, de arriba abajo, piedra por piedra, para devolvérselo a la realidad íntegro, con todas sus grietas y sus años a cuestas. Bajo los rayos del más ardiente sol el edificio se ilumina como una brasa, por las noches se incendia. En la azotea los perros se alborotan y ladran para poner a salvo a los fantasmas.

II. Pasos perdidos

En los cables de la luz siempre hay pares de zapatos y de tenis colgando sobre el vacío. Mirándolos me pregunto cómo llegaron hasta allí, cómo volaron tan alto. Habrá sido por una apuesta, por una broma o por simple hartazgo de su dueño. A veces me hago un cuestionamiento más ocioso: ¿quién volverá a calzarse con ellos? Tal vez nadie.

Se arriscarán bajo el sol, como los cuerpos de todos los rebeldes que mueren ahorcados.

Los zapatos sin dueño siempre anuncian desastres. En los tenderetes de los comerciantes que venden miserias, los pares se exhiben en fila contra la pared. Aún conservan restos de su color, y sus adornos –hebillas, botones, flores, moños– tienen el aspecto de inocentes que serán fusilados en presencia de la justicia ciega, pero, ¡eso sí!, muy bien calzada.

Peores cosas me sugieren los zapatos que ilustran las secciones de nota roja. En las fotos por lo general aparece uno –izquierdo o derecho, no importa– cerca de los pies que sobresalen de una sábana blanca: mortaja del accidentado, el loco, el teporocho, el suicida. ¿Con qué pie darían el último paso?

III. Refugio de la noche

El letrero ilumina con reflejos verdosos la entrada al baño de damas. El techo es muy bajo y oprime. Sobre el mosaico se agranda el rumor de los pasos que entretejen soledades. En el muro principal hay un espejo enmohecido; parece una fotografía carcomida por el fuego, un rostro lleno de cicatrices. En el extremo en donde está el lavabo, sobre la ventana que da a la calle de Ecuador, impera la imagen de san Judas Tadeo.

Protege a los músicos, a los asiduos que van al cabaret en busca de compañía, a los aventureros que se guardan el miedo en los bolsillos, a los curiosos, a los matrimonios que inventan la clandestinidad en que se pierden un viernes por la noche, a los bailarines que no marcan huellas sobre la pista, a las mujeres que a cambio de 10 pesos se dejan conducir por el tiempo que dure un mambo, un chachachá, una cumbia, un danzón.

Terminada la música, ellas corren al baño de damas para retocar su maquillaje, anudarse un tirante, rehacer con el lápiz labial la sonrisa que les arrebató la vida-mal-habida. De paso van a pedirle al Santo de las Causas Desesperadas que no la chingue, que les eche una manita para salir ¿de qué? De lo que sea: lo importante es salir.

San Judas Tadeo protege también a los gatos del rumbo. No tienen nombre, ni apodo, ni dueño, ni más objetivo que guiar a la Noche, a punta de maullidos, hasta su último refugio en la ciudad: el cabaret Bombay.

IV. Reflejos en la lluvia

Aun las calles más tristes se alegran en cuanto llegan los magos, los saltimbanquis, los payasos, los contorsionistas. Acorazados contra la indiferencia, sordos al estruendo de los motores, inmunes contra todas las formas de contaminación, los personajes manotean, fingen carcajadas, improvisan canciones, gesticulan, silban, tropiezan, dan maromas, caen, se levantan, hacen caravanas, tocan instrumentos musicales invisibles y bailan al ritmo de la música que sólo ellos escuchan.

Todo eso lo hacen con tal de oír algunas risas y uno, dos, tres aplausos. Esa pobre respuesta los estimula, les devuelve la esperanza de que en algún momento escucharán el golpe de la moneda que, al caer en la palma de su mano, les alargue la línea de la vida… hasta mañana.

V. Nadie

Porque nació el 30 de marzo fue bautizado con el nombre de Quirino; porque cantó al beber la primera leche de su madre sospecharon de que era anormal; porque de niño arrebató del hocico de un perro un trozo de pan lo consideraron frenético; porque vistió durante años el mismo overol lo encontraron deforme; porque un día golpeó a una vieja que acotaba a una niña lo tildaron de violento; porque lo aislaron y cada noche lloró su encierro lo creyeron lunático; porque ante la incomprensión general decidió renunciar a todas las palabras lo condenaron: ¡Loco!

Ni anormal, ni frenético, ni deforme, ni violento, ni lunático, ni loco: Quirino era y sigue siendo mi tío predilecto.

De niña, durante las vacaciones de diciembre iba al pueblo a visitarlo. En las madrugadas me encantaba oírlo bailar sobre los charcos nutridos por el rocío y sacarle a su cornetín de hojalata canciones inventadas.

Para las cenas de Navidad se le instalaba en el corredor una mesa aparte. Nadie le dirigía la palabra y a la hora de repartir los regalos jamás hubo uno con su nombre: Quirino. No era llamado a posar en el momento de tomarnos la foto del recuerdo; sin embargo, hay una en donde aparece su sombra: la que proyectó sobre la pared un candil que colgaba a espaldas de mi tío.

Aprecio mucho esa foto. Al paso de los años las figuras se han ido borrando y algunas son ya auténticas sombras. Cuando descubro una nueva me parece que oigo la risa de Quirino: ni anormal, ni frenético, ni deforme, ni violento, ni lunático, ni loco: sólo mi tío predilecto.

VI. En venta

La ciudad se impone, decide, me conduce por nuevos caminos que de pronto dan vuelta y me regresan a un punto de partida: la fachada gris de un edificio estrecho. Tuve la impresión de que había empequeñecido, como las personas al paso de los años, y conté los pisos: cuatro. Los mismos de siempre, con dos departamentos cada uno, y en medio del pasillo una frontera, otra más.

Subí los escalones de granito para leer el directorio. La experiencia fue hostil. Sólo encontré nombres desconocidos, iniciales borrosas y un letrero sobre la entrada: Se vende todo: mosaicos, puertas, duelas, vidrios, herrería, cables, tubos, chapas, zoclos, varillas, tarjas, excusados.

Hay algo que no estaba en el inventario: las sombras blancas que dejaron en las paredes nuestros retratos de familia.