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EI último suspiro del Conquistador / VIII

C

uando Jacinta llegó al hospital, Eduviges, su madre, ya había sido dada de alta; la encontró en la recepción, vestida como persona sana, sentada en un sillón más cómodo que la circunstancia y con la vista clavada en los zapatos. Vámonos, mamá, le dijo en un volumen bajo que quería llegar a tierno y que apenas lograba ser audible.

Tras una ausencia de muchos meses, Jacinta había vuelto a México, en compañía de su novio Andrés, obsesionada por recuperar el frasco que había guardado en una bodega de la casa de sus padres y en el que, según ella, se encontraba la última bocanada de aire exhalada por Hernán Cortés. Halló que su madre había tirado todo el contenido de la bodega y se enfureció. La mujer le explicó que había entregado los trebejos al tlacuache don Rufina, que tenía un puesto de cosas viejas en el mercado de La Lagunilla. Con ese dato en mente, Jacinta, remolcando a su novio, salió de la casa sin despedirse. La pareja abordó un taxi con rumbo al centro pero el camino estaba bloqueado por una gran manifestación del Sindicato Mexicano de Electricistas, que protestaba por la decisión gubernamental de extinguir la entidad paraestatal Luz y Fuerza del Centro y dejar a sus agremiados sin trabajo. Ante las dificultades para trasladarse y el cansancio que cargaban a cuestas, Andrés y Jacinta decidieron ir unas horas a descansar al hotel en el que habían dejado sus cosas. El gusto les duró poco: alguien marcó al celular de Jacinta –el mismo celular que usaba en París, y que ella se había traído consigo casi sin darse cuenta– para avisarle que su madre se había comido 83 pastillas de un complejo vitamínico y que estaba hospitalizada con un cuadro de gastritis severa.

Eduviges sintió que Jacinta la trataba como trasto viejo y esa gota rebalsó el cáliz de su infelicidad. Dos meses atrás, su marido había pasado por una intervención quirúrgica dolorosa e incómoda y Eduviges estuvo siempre a su lado o, más bien, había creído estarlo, porque en algún momento el hombre sedujo a, o fue seducido por, una de las enfermeras del sanatorio, una señora gordinflona y meliflua que se dirigía a ella llamándola reinita y que en cosa de tres días la dejó sin cónyuge. El regreso de Jacinta y su despliegue de modales bruscos y exasperados le provocaron un ataque de rabia contra el mundo que se convirtió a su vez en un intenso deseo de arrojar su propio cadáver sobre la existencia del marido abandonador y de la hija desamorada. Había visto en películas que un frasco de píldoras o tabletas basta para poner fin, por envenenamiento, a una vida, así que fue al botiquín de las medicinas, escogió el frasco más grande, con las pastillas más gordas, y devoró su contenido, lubricado con leche para hacer menos ingrata la ingesta. La mujer ignoraba que, si bien uno puede matarse colocándose en el organismo un exceso de prácticamente cualquier cosa, hay sustancias más recomendables que otras para ese propósito: prefiéranse, por ejemplo, compuestos orales a supositorios y pomadas; somníferos a antihistamínicos; cardiotónicos a antibióticos, y analgésicos a anticonceptivos; de otra manera, el camino al cementerio se vuelve largo, accidentado y aun gracioso, un efecto que cualquier suicida que se respete desea evitar por todos los medios.

No fue ni siquiera necesario el lavado estomacal, pues Eduviges no logró retener el cuarto de kilo de vitaminas que se había tragado y las vomitó incluso antes de que llegaran los paramédicos. Ella misma los llamó, con un cólico endiablado y un sentido de derrota total e irremediable. Vámonos, mamá, le dijo su hija, unas horas después, con una voz que quería ser tierna y que no lo conseguía.

* * *

En la primera cláusula de su testamento, él había ordenado que sus huesos fueran llevados a la Nueva España en un plazo de 10 años después de su muerte y antes, si fuese posible, y que los lleven a mi villa de Coyoacán y allí les den tierra en el monasterio de monjas que mando hacer y edificar. Hasta donde sabía, era el único mortal en el mundo que había dispuesto el futuro de sus restos físicos y de su ánima, aunque ni una palabra había dicho de la segunda al escribano Melchior de Portes, a quien dictó las disposiciones relativas a sus bienes y sus despojos una vez que falleciera. Su alma quedó confiada, en cambio, en estricto secreto, al almero Tomás, quien le había prometido captarla en el momento postrero y guardarla en un frasco, en donde aguardaría (¿décadas? ¿centurias? ¿milenios?) una oportunidad propicia para resucitar.

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–¿Me volverás al mundo o no? –Se había impacientado don Hernando más de una vez. –¿Por qué no hablas claro?

–Las manos de Tomás morirán, tal vez, antes de que llegue tu momento –respondía él, sin encontrar el lenguaje suficiente para despejar los enigmas que exasperaban a su amo. Pero el aire de tu vida va a estar guardado mucho tiempo, hasta que alguien lo encuentre, tal vez...

Hacía una eternidad que no sentía nada, pero se habían hecho presentes unos vagos ramalazos de aromas mexicanos, unas visiones de paisajes del Anáhuac, una remota vibración que podía ser movimiento. Y no pensó, porque no pensaba, ni se preguntó, porque faltaban los elementos para construir una pregunta, pero ante su inconsciencia aparecieron, de manera absurda, los huesos y el ánima, y no supo qué era él en ese momento, si aquellos o ésta, ni en dónde estaban unos y otra, pero percibió olores que sólo existían en los alrededores de la gran Tenochtitlán y evocó el sabor (un tanto amargo, un tanto dulzón, un tanto agrio) de la violencia, de la injusticia y de la atrocidad, y supo, sin saber, que la vida volvía a estar próxima.

* * *

Andrés no quiso acompañar a Jacinta a sacar a su madre del hospital. Se sentía harto de la historia sin pies ni cabeza que le había alterado la existencia y lo había metido en una ruta de acontecimientos impredecibles. Durmió lo que quedaba de esa noche y cuando lo despertó la luz del día que entraba a borbotones por la ventana del cuarto del hotel, hubo de hacer frente a su propio vacío: no se atrevía a buscar a sus parientes y a sus amigos porque no podría explicarles de manera racional su presencia en México y se sentía un tanto avergonzado de haberse dejado arrastrar a la circunstancia en la que se hallaba. Tampoco deseaba romper con Jacinta, tanto porque experimentaba hacia ella una atracción irresistible, como porque intuía que ambos estaban apenas en el principio de una aventura extraordinaria que no quería perderse. Se duchó, se vistió y salió a caminar por las calles del Centro: Revillagigedo, Victoria, República del Salvador... Le maravilló encontrar tanta tecnología en vitrinas de tiendas comunes y corrientes y pensó, dejándose margen para bromear consigo mismo, que si los físicos iraníes hubieran venido de compras a ese barrio ya habrían logrado ensamblar media docena de bombas atómicas. Cuando contemplaba un anaquel lleno de potenciómetros, capacitores y relevadores, un muchacho que se aburría detrás del mostrador le gritó:

–¡Llévate lo que quieras, que está todo a mitad de precio!

–¿Por qué?

–Porque el patrón va a cerrar el changarro. Con los nuevos impuestos, ya no hay forma ni de salir tablas.

* * *

Iván estaba hasta la madre de que se burlaran de él y, sobre todo, de su mujer, o de su hombre, o de lo que chingados fuera. Esa mañana don Rufina le llevó el desayuno a la cama, lo vio comer, retiró los platos, los lavó, alzó la cocina y salió en busca de chácharas. Iván deambuló en ropa interior por el pequeño departamento. Echó el ojo y el guante a una botella de brandy y en pocas horas se bebió la mitad del contenido. Hacia mediodía salió, tropezándose, en busca de algo para comer. Se fue al mercado y antes de llegar a los puestos de alimentos, se cruzó con un antiguo proveedor. Le pidió unas grapas para atemperarse la borrachera y se fue a la bodega de don Rufina, en donde se metió dos rayas completas. Perdió la noción del tiempo, pero no una sensación de urgencia indefinida y asfixiante. Cuando vio llegar a don Rufina, cargada de bultos y bolsas, comprendió que tenía prisa por matarla.

(Continuará)