Opinión
Ver día anteriorMartes 13 de octubre de 2009Ver día siguienteEdiciones anteriores
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El Corzo en el Dolores Olmedo
L

as pinturas: óleos, temples y acuarelas de Antonio Ruiz son de muy pequeñas dimensiones y cada una recuerda la minucia de las pinturas flamencas adheridas al aspecto vernáculo que decidió conferirles.

Se ha dicho que no hizo pintura de mensaje sociopolítico, pero lo cierto es que hay varias, como El sueño de la Malinche, que aluden mediante metáforas a situaciones concretas. Una de éstas, que no se exhibe, es el conocido hombrecillo de las calabazas (1939), cuyo título es El líder orador. La minúscula figura, trepada en una silla a escala mucho mayor, arenga con los brazos levantados a una supuesta multitud, representada por calabazas. La figura del líder también aparece en uno de los detalles de México en 1935, comentada en la nota pasada. El arengador ha llegado en su automóvil, aparcado frente al intrados de un arco que permite la visión de la planta baja del edificio. La primera dependencia es una cantina y todos los motivos arquitectónicos están entregados con detalle, ya se trate de pilastras que de la herrería del balcón. Los batientes de la ventana están cerrados, pero alcanza a verse que dos curiosos observan desde el interior. Como en la exhibición está prohibido (con razón) acercarse demasiado a las obras, no es fácil percibir estos rasgos minúsculos que cuentan para calibrar la índole de la escena.

Fue amigo de las glosas, pero no directas. La estructura de Tejedores indígenas, en vista frontal ante los dos telares, está tomada de las pinturas de los tejedores de Van Gogh (1884), salvo que los elementos adicionales son distintos. El pintor estuvo en Europa cuando joven, según anota Mac Kinley Helm en Modern Mexican Painters. Su memoria visual, que fue considerable, retuvo más de lo que a simple vista imaginamos. El mismo autor aclara que el abuelo de Antonio Ruiz fue pintor, su padre médico y su madre pianista. Por eso el recuerdo del piano de cola está muy presente en una de sus más famosas drolleries. En La soprano (1949) a la que se le escapa un gallo, el fragmento visible del piano de cola ostenta un volumen análogo al de la cantante. La materialización del gallo lanza su cresta contra el espejo de marco dorado.

En la representación del interior de una cocina vernácula: Reposo (1932), parece tener en cuenta interiores flamencos o alemanes, con la perspectiva invertida, propia de grabados o pinturas en las que aparece San Jerónimo en su estudio. Inclusive el cazo de cobre justamente tras la cabeza de la anciana sentada en actitud reflexiva recuerda, hasta por el color, la forma de un capelo cardenalicio.

Conviene recordar que su afición por la escenografía lo llevó a Los Ángeles en 1925 donde aprendió las técnicas usadas en la decoración de sets cinematográficos, pues en ese tiempo quería dedicarse a la escenografía y no propiamente a la pintura. Trabajó para Universal Films una serie de proyectos que requerían escenas en las que aparecían construcciones coloniales, como las que fueron propias de las misiones californianas. Su conocimiento de la arquitectura virreinal le valió rendir elementos con sumo cuidado.

De hecho realizó sus primeros estudios profesionales en la Academia de San Carlos, no en pintura, sino en arquitectura, dado lo cual, una amplia serie de los dibujos a línea que se exhiben forma un rubro completo. Por ejemplo, la vista del convento del Carmen y el paisaje de Real del Monte, en el estado de Hidalgo, con el alambrado eléctrico. Dado que lo fascinaban los aparatos, a veces connota no sólo el cableado, sino igualmente detalles como el switch medidor que resulta motivo indispensable en la composición de La billetera (1932).

Su casa-estudio en las vecindades de la Villa de Guadalupe fue diseñada y construida por él, ya casado con Mercedes Correa. Procrearon dos hijas. Marcela y Vilma.

Rinde tributo al arquitecto en la pintura titulada El maquetista, mientras que la Alegoría teatral de la colección Blaisten apunta a los diseños de sets que habría de realizar. Otra obra de esa misma colección, El organillero, ofrece en primer término a una pareja bailando al son del organillo. El paso de baile, quizá un fox trot, está perfectamente observado. La mujer, vista de espaldas, es una flapper.

Si el visitante observa las piezas con el tiempo suficiente, percibe un recuento que entrega modalidades específicas, con frecuencia caricaturizadas, de los habitantes de México en los años 30 y 40.