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El último suspiro del Conquistador / III

N

o bien había terminado de acceder a la petición de Jacinta, Andrés sintió una desoladora incomodidad intelectual y quiso eludirla por medio de una nueva zambullida en la carne, pero ella lo paró en seco. “Espérate –le dijo–: ¿Cómo, dónde y cuándo vas a analizar mi frasco?” Él apartó las manos de aquel cuerpo espléndido; con un suspiro de resignación, transitó del ámbito del deseo al reino del intelecto e intentó descomponer el problema en sus hechos básicos: Vamos a ver; tú posees un recipiente y sospechas que adentro de él se encuentra el alma de Hernán Cortés, o de cualquier otro mono, de un muerto equis. Me pides que yo te ayude a analizar el contenido del frasco, pero sin abrirlo; eso no sería problema si el análisis tuviera una dirección determinada, es decir, si tuviéramos al menos preguntas específicas: ¿Composición química? ¿Pre-sión?¿Densidad? Pero lo que tú quieres es que yo determine si ahí adentro hay un alma o no, y eso, simplemente, no hay forma de averiguarlo.

–¿Por qué?

–Porque nadie conoce la fórmula ni las propiedades físicas del alma, suponiendo que existiera –contestó Andrés con un leve tono de burla. De hecho, se supone que el alma no tiene propiedades físicas.

–Lo que pasa es que, hasta ahora, nadie ha tenido oportunidad para averiguarlas –porfió ella. Pero si el alma existe tendría que ser una sustancia muy rara. Lo que yo te propongo es que nos vayamos a México, que pasemos a casa de mis papás a buscar el frasco, que lo llevemos a un laboratorio y que veas si contiene algo más que aire común y corriente.

Ante el disparate, Andrés se rió a pesar de sí mismo. No habían pasado ocho horas desde la aparición de Jacinta en su vida y se preguntó si no estaría a punto de descarrilarla por las obsesiones de una loca. Jaló aire común y corriente, como acababa de decir ella, e intentó un nuevo ordenamiento de la situación:

–Espérate –le dijo. Me gustaste desde que te vi, me caíste muy bien cuando platicamos, decidí atrasar un día mi llegada al CERN y no me arrepiento: he pasado unas horas más que gratas contigo, pero, la verdad, no voy a irme ahorita a tomar un avión a México para ir a buscar un frasco en el que tú sospechas que hay algo raro. Te propongo esto: mañana muy temprano nos vamos de aquí, tú te vas a pasear por Ginebra, como lo tenías planeado, yo me voy a Saint-Genis-Pouilly a hacer mis cosas, nos volvemos a ver en París en una semana, o algo así, y vamos pensando en qué hacer con tu alma de Hernán Cortés. ¿Te parece?

Para su sorpresa, ella accedió, le prometió no volver a hablar del asunto sino hasta la próxima cita; el resto del día se contaron sus respectivas vidas, al caer la noche cenaron en un restaurante de montaña, luego volvieron al hostal, hicieron el amor como conejos y a la mañana siguiente salieron muy temprano, y sin haber dormido, hacia la estación de trenes. Abordaron juntos el tren a Ginebra, llegaron a la estación de Cornavin y allí tuvieron que despedirse. Él estaba por anotar su número telefónico en un papelito pero ella se le adelantó. Sacó de su mochila un marcador de tinta de agua, le arremangó la camisa, le garabateó una dirección electrónica en el antebrazo y le dijo:

—No te bañes antes de apuntarlo en otro lado. Si te interesa, ya me buscarás tú a mí.

Acto seguido, se dio la vuelta y se alejó con paso rápido, pero firme, sin una palabra más ni un beso de despedida. Él tuvo el impulso de alcanzarla pero en ese momento tuvo un ataque de pánico: el CERN o ella. Si nos decimos una palabra más, no termino el doctorado, pensó, y se quedó parado, a la espera de que ella terminara de desaparecer. Copió en su agenda el email de ella, salió a tomar un taxi y le pidió que lo llevara a un hotel situado en la Rue Auguste Piccard. Tomó posesión de su habitación y se sintió furioso consigo mismo por no poder dejar de pensar en Jacinta. Sacó la laptop de su maleta, se conectó a la red inalámbrica gratuita, abrió el correo y se puso a redactar un mensaje para ella.

Foto

Tras dejar a Andrés en la estación de Cornavin, Jacinta se metió a un cafetín, pidió un café doble, se sentó en una mesa y se echó a llorar. “Por qué tengo que mezclar así las cosas –se dijo a sí misma. Este güey me gusta mucho.” Se prometió que si llegaba a recibir un correo de Andrés, se concentraría en buscar algo con él y dejaría el frasco fuera del encuentro. Se fue a la residencia estudiantil de la Ciudad Universitaria, se desembarazó allí de su mochila, paseó hasta el atardecer y luego se dirigió al cibercafé de la estación para consultar su correo.

El día siguiente, por la tarde, Jacinta se mudó a la habitación 23 del hotel Balladins, y esa misma noche, tras varios desagües hormonales intensos en compañía de Andrés, el alma del Conquistador volvió a anteponerse entre ellos.

–¿Un gas que se hace líquido él solito con el paso del tiempo? –inquirió él. ¿Eso se supone que es el contenido de tu frasco? Es imposible: habría que enfriarlo hasta una temperatura determinada, para evitar que explote, y luego, someterlo a una presión específica. Sería, en todo caso, un proceso de condensación, no de licuefacción. Déjame formular tu loquera de modo que revista un mínimo interés científico: alma o no alma, Cortés o no Cortés, brujos o no brujos, un frasco lleno de algo que después de tantos años tendría que ser aire, y cuyo contenido se vuelve líquido sin que medie un brusco cambio de temperatura o una compresión súbita, tendría que ser una anomalía.

–El aire es un gas; define gas –pidió ella.

–No, es una mezcla de gases –corrigió Andrés, y accedió–; gas es un estado de agregación de la materia sin cohesión y sin forma ni volumen propios; se trata de un conjunto de moléculas no unidas entre sí, de densidad menor que la de los líquidos y los sólidos, que se expande libremente hasta llenar el recipiente que lo contiene.

–Define líquido –volvió Jacinta.

–Fluido de volumen constante en condiciones de temperatura y presión constantes, con propiedades de capilaridad y tensión superficial, de forma esférica, en ausencia de gravedad, y definida por el contenedor, en función de la gravedad; en ciertos casos, propiedades anisotrópicas...

–Párale a tu cacle-cacle –interrumpió ella– y escucha esto: ... Constreñida / por el rigor del vaso que la aclara, / el agua toma forma./ En él se asienta, ahonda y edifica, / cumple una edad amarga de silencios / y un reposo gentil de muerte niña, / sonriente, que desflora / un más allá de pájaros / en desbandada. / En la red de cristal que la estrangula, / allí, como en el agua de un espejo, / se reconoce; / atada allí, gota con gota, / marchito el tropo de espuma en la garganta / ¡qué desnudez de agua tan intensa, / qué agua tan agua, / está en su orbe tornasol soñando, / cantando ya una sed de hielo justo!.

Andrés había vivido, hasta entonces, sin ser consciente de su propia sensibilidad ante la palabra y sin reparar –tal vez hubiese leído el texto en la prepa, pero nunca le dio importancia– en la Muerte sin fin. El poema de Gorostiza, declamado, para rematar, por la boca de Jacinta, le causó un impacto inmediato y trascendental. Antes de que ella terminara, él supo que no concluiría el doctorado. Dos semanas después, la pareja abordaba un vuelo París-México. Todavía no lo puedo creer, dijo él, al abrocharse el cinturón de seguridad. Me has descarrilado la vida.

–Quién sabe –replicó Jacinta: en una de esas, te la estoy encarrilando. Por ahora, mejor relájate y piensa en nosotros como protagonistas de una historia que continuará.