Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 23 de agosto de 2009 Num: 755

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

Pérez-Reverte: con el corazón desbocado
JORGE A. GUDIÑO

El alfabeto de Babel
SALOMÓN DERREZA

Sergio Ramírez: de una tierra de pólvora y miel
RICARDO BADA

Siete mujeres y Picasso
HÉCTOR CEBALLOS GARIBAY

Rius: 75 años en su tinta
JUAN DOMINGO ARGÜELLES entrevista con EDUARDO DEL RÍO

Juana de Ibarbourou: 80 años de Juana de América
ALEJANDRO MICHELENA

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Columnas:
La Casa Sosegada
JAVIER SICILIA

Las Rayas de la Cebra
VERÓNICA MURGUíA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

Corporal
MANUEL STEPHENS

El Mono de Alambre
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Al Vuelo
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Hugo Gutiérrez Vega

VIDA Y LECTURA

Hace unos días, arreglando libros, me encontré con la vieja edición de Les Thibault, de Martín du Gard. Busqué el texto dedicado a la muerte del padre y me puse a leerlo con ansiedad creciente. Ver cómo una persona amada va muriendo con lentitud y dolor es una experiencia brutalmente inolvidable. Creemos que el tiempo lo va borrando, pero, de repente, un sueño o un objeto amado, una fotografía amarillenta o una canción, nos regresan a la agonía de la pérdida y nos la actualizan con esa absoluta falta de piedad que tienen muchas veces el mundo y la realidad. En la novela de Martín du Gard, la vida del padre se extingue en la casa de campo. Una canción infantil sobre un carro tirado por un caballito trotón ocupa la mente del hijo y lo regresa a nuestra única patria verdadera, la infancia. (Max Aub decía que uno es de donde hizo sus primeros estudios. Por eso el genial autor de Jusep Torres Campalans se sentía más valenciano que judío parisino.) Esas memorias le permiten enfrentar la realidad de la inminente pérdida del padre y describir con prosa adolorida los pasos cautelosos del “inclemente señor” (Wordsworth dixit) que ya se escuchaban en las veredas del jardín.

La gran novela río de Martín du Gard nos entrega una visión llena de inteligencia, perfección prosística y rigor histórico de los rasgos principales de la vida sociopolítica de Francia, que se hundió en las cenagosas trincheras de la Gran guerra. La despedida en la puerta de la estación y el retorno con los pulmones estragados por el gas venenoso, son momentos esenciales de la saga de una familia que representa a todas las familias francesas de su momento histórico.

Gide, Bernanos, Duhamel, Green, Giono, Mauriac, Maurais, Malraux y Romains fueron los escritores que me abrieron los caminos de la literatura (Ignacio Arriola, mi amigo y maestro me introdujo en el hermoso mundo del “afrancesamiento”). Vendrían más tarde los anglosajones, los italianos, rusos, alemanes, latinoameircanos y, de manera muy especial, los grandes de la decadencia del imperio que tenía su capital en la prodigiosa Viena, ciudad en la que se gestaron los grandes movimientos de las modernidades artísticas y científicas.

Volviendo a Martín du Gard, ahora autor de culto o curiosidad académica, pienso en su Jean Barois, aquel personaje que se hizo el propósito de ser un ateo perfecto y de ignorar en todos los sentidos la noción de la divinidad. Un buen día su coche se desbarrancó y Barois se encontró a sí mismo diciendo las palabras ¡Dios mío! Esta “debilidad” lo obligó a dictar a un notario una especie de declaración en la que hacía constar que esas “debilidades” eran producto de una perturbación de la conciencia y que, por lo mismo, no afectaban su firme propósito de negar la existencia de un ser divino. Junto a Jean Barois brilla otra gran novela Confidencia africana, en la cual se disecciona a fondo el tema del incesto.

La poderosa corriente francesa me lleva a las páginas de los diarios de Julien Green. La minuciocidad con que describe los momentos de su infancia, el encuentro con los primeros perfumes y sabores, el misterio de la luz que pasa por una rendija (Proust siempre Proust), la relación con la otredad, los primeros avisos de la sexualidad, las oraciones nocturnas y la buscada presencia de Dios, hacen de estos diarios una ardua y luminosa experiencia de lectura. El autor estadunidense y francés reúne las dos culturas y les da su personalísimo tono de voz.

En un bazar reciente hablé de los libros francesas que acabo de donar a la biblioteca de la Universidad Autónoma de Querétaro. Me dio mucha alegría entregarlos a las nuevas generaciones, pero, al mismo tiempo, me produjo la nostalgia de los libros leídos en las noches de la juventud. Esas noches en las que no podías dejar de leer y te negabas a apagar la bendita lámpara que te permitía vivir otra realidad formada por la magia de las vidas ajenas. La lectura hacía que, poco a poco, te fueras apropiando de ellas, convirtiéndolas en seres tal vez mejor conocidos que las personas de la vida real.

Me quedé con El diario de un cura de campo, de Bernanos, El desierto del amor, de Mauriac, y casi todos mis austríacos y húngaros. Mis hijas escogerán los que quieran cuando el “inclemente señor” me tome de la mano. Por lo pronto, hay noches en las que regreso el diálogo con Hans Castorp y a la conversación con el “santo bebedor”. En otras madrugadas buscó la nariz desaparecida y le apunto a Napoleón en el Moscú en llamas con la pistola de Pierre. Sigo y sigo sin parar con las lecturas de lo ya leído y temo que al despertar esté convertido en un escarabajo. Rilke, San Juan de la Cruz, Dante, Garcilaso y Quevedo me abren las puertas de la amacenida. “Ayer se fue, mañana no ha llegado, hoy se está yendo sin parar un punto”, me dice Quevedo al oído. Es entonces cuando me quedo dormido y en el sueño comienzan a aparecer muchas figuras conocidas más en los libros que en las calles del mundo.

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