Sociedad y Justicia
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Días de sombra

Mar de Historias
D

e no haber sido porque una mujer le preguntó la hora, Gisela no se habría dado cuenta del tiempo que lleva fuera de casa. ¿Qué te costaba llamarme por teléfono?, será lo primero que le diga su hermana Virginia en cuanto la vea entrar en el departamento. Antes de que termine de explicarle que se le acabó el tiempo aire del celular y no llevaba dinero para otra recarga, Virginia la ametrallará con nuevas preguntas: ¿había mucha gente en la Feria del Empleo? ¿Valió la pena ir? ¿Llenaste solicitudes? ¿Te entrevistaron? ¿Como para cuándo crees que te darán alguna respuesta?

Gisela no tendrá contestación ni ánimos para inventar alguna que tranquilice a Virginia, siempre angustiada y cada día más supersticiosa. Si le cuenta lo que le sucedió al hombre, es posible que le suelte un sermón acerca de los peligros de la ciudad y la conveniencia de que se vayan a vivir a otra parte, como si no supiera que ya no quedan sitios seguros y que en sus circunstancias no pueden elegir.

Será mejor callar hasta que se le presente la oportunidad de desahogarse con otra persona. Pero, ¿con quién? No tiene a nadie más que a su hermana, y sin embargo Gisela necesita quitarse la imagen del cuerpo tendido en el suelo y sobre todo de la expresión con que el hombre la miró antes de que los camilleros lo metieran en la ambulancia.

Gisela deplora no haber preguntado adónde se lo llevaban. En seguida rectifica: fue mejor. Ya bastante le pesa lo que el desconocido le contó mientras esperaban su turno como para involucrarse más en su vida.

II

Mientras camina sin rumbo la asalta otra vez la imagen del hombre tendido en el suelo, sonriendo y mirándola de una forma extraña que no logra comprender. Gisela aprieta contra su pecho el fólder con las solicitudes. Se promete llenarlas esa misma noche. La perspectiva de hacerlo ante la mirada escrutadora de Virginia la impulsa a buscar un breve refugio.

Lo encuentra en un Oxxo. Paga un café, se lo sirve y mira en derredor. Las cuatro mesas están vacías, pero ella elige una silla alta en la barra colocada frente a un ventanal. Allí puede ver la avenida repleta de automóviles y a las personas que la atraviesan a toda carrera sin pensar en el riesgo.

Esa idea la remite al comentario que le hizo una mujer cuando el círculo de curiosos empezó a disolverse y la sirena de la ambulancia ya se escuchaba lejana: “me di cuenta que el señor vio el coche, pero no alcanzó a correr y nomás no lo libró. El peligro está en todas partes. Cada mañana, cuando mi hija sale de la casa, le recomiendo que tenga mucho cuidado, no sea que por la prisa de llegar a tiempo a su trabajo vaya a tener un accidente como el que sufrió ese pobre señor… ¿Usted lo conocía?”

Gisela se sintió obligada a darle una explicación: iba adelante de mí. Conversamos un poco, luego él se fue por su lado y yo por el mío. La mujer suspiró: “pobre, salió a buscar trabajo y mire con lo que vino a encontrarse. Ojalá se recupere, porque un golpe tan fuerte, a la edad del señor… ¿Cuántos años tendrá?” No creo que sea tan grande, le contestó Gisela pensando en la felicidad del viejo si pudiera oírla mentir a su favor con tanto aplomo.

Gisela vuelve a la realidad cuando un muchacho en bermudas se detiene a la entrada del Oxxo, y con acento extranjero le ordena a su perro negro que lo espere allí. Gisela siente el impulso de preguntarle al recién llegado el nombre del animal. Tal vez se llame Sombra. La remota posibilidad le arranca una carcajada que sofoca tardíamente en el vaso de café.

La visión de la avenida le recuerda que es largo el camino hasta su casa. La urgencia de emprenderlo es menos poderosa que la de contarse lo sucedido en la Feria del Empleo. Ese recurso que siempre le resulta liberador disminuirá su tensión antes de enfrentarse con Virginia.

III

Llevaba más de una hora formada y la fila parecía inmóvil. Para entretenerse, Gisela se puso a revisar las copias fotostáticas con que iba a acreditarse. En medio de su concentración la sorprendió una voz masculina: señorita, disculpe. Yo voy adelante de usted, lo que pasa es que me fui unos minutitos para satisfacer una necesidad. No crea que le miento, aquí traigo mi número.

Gisela retrocedió un paso sin mirar la cartulina que el desconocido le mostraba y siguió revisando sus papeles. Sólo cuando terminó de leerlos se dio cuenta de lo alto que era su antecesor. Sintió antipatía hacia él al darse cuenta de que, a causa de su gran estatura, iba a dificultarle la visión de los escritorios desde donde se canaliza a los solicitantes a los módulos: empresas, servicios, investigación, foráneos.

Gisela estornudó. El hombre se volvió para decirle: salud. En ese momento ella descubrió las manchas de tinte en el cuello y los lóbulos del desconocido. Fue suficiente para que lo imaginara viudo, tal vez distanciado de los hijos y dispuesto a verse más joven con tal de conseguir un trabajo y no terminar en un asilo.

Distraída en sus imaginaciones apenas escuchó los murmullos y las risas. ¿Qué pasa? El hombre le respondió: una señora se enfureció. Le gritó a una empleada que mejor se iba porque no estaba dispuesta a seguir perdiendo el tiempo. Gisela recuerda el comentario que le hizo: es que todos vivimos muy acarrerados. El hombre giró completamente hacia ella para decirle que él no tenía prisa, entre otras cosas porque ya nadie lo esperaba.

Mientras oía esa explicación, Gisela pudo ver la cabellera escasa recién teñida de negro azabache y el rostro lampiño, enjuto, surcado por una red de líneas que parecían encarnizarse con los ángulos de los ojos y las comisuras de los labios. Alargados en una sonrisa dejaban al descubierto una dentadura amarillenta y desigual.

Gisela estornudó otra vez y el hombre volvió a ser amable: salud. Gracias. Cuídese ese catarro. Ella le aclaró que sólo era una reacción nerviosa ante la pérdida de tiempo y la incertidumbre. ¿De qué? Ella le contestó con cierta impaciencia: pues de no encontrar trabajo. Tengo una hermana enferma que depende de mí. El hombre sonrió: déle gracias a Dios. Esa vez fue ella quien solicitó una explicación: de tener a alguien. A mí ya no me queda nadie, ni siquiera mi perro.

Gisela notó que los ojos del hombre brillaban con más intensidad y se imaginó que deseaba hablar del animal. ¿Cómo se llamaba? Se llama. Todavía vive o al menos así lo espero. Lo llevé al refugio canino mientras encuentro un trabajo. El muchacho está acostumbrado a lo mejor. Gisela se rió: “¿su perro se llama Muchacho?”

“No, pero así le digo cuando no estamos juntos. Lo llamé Sombra. Con el tiempo uno se vuelve muy olvidadizo. Temí que si le ponía un nombre más elegante no iba a ser capaz de recordarlo. Además le va muy bien porque es negro. Fácil, ¿no? Sombra, negro; negro, Sombra”.

Gisela recuerda la risa franca, infantil, con que el hombre celebró el juego de palabras que a él le parecía tan ingenioso y la hizo esforzarse por alargar la conversación. ¿Cómo es el refugio canino? He oído hablar de ese lugar, pero no lo conozco. La sonrisa no encubrió la tristeza del hombre: “pues grande, normal, atestado. Antes iba cada ocho días a visitar a Sombra, pero ya no lo hago. No soporto la forma en que chilla cuando nos despedimos. Es algo horrible. Volveré al refugio cuando sea para traérmelo a vivir conmigo otra vez”. Inclinó la cabeza y le habló en secreto: “en las noches me desvelo pensando en que podría morirme y dejar a Sombra en el refugio, confundido entre tantos animales. Por eso me urge conseguir un trabajo. Durante muchos años fui chofer de particulares. Tengo experiencia y me siento capaz”.

Gisela fingió optimismo. Le aseguró que en la feria encontraría algo. Él apretó los labios: aquí o en donde haya alguna oportunidad. La cosa es insistir, insistir. El hombre hizo otra pausa. “Pero hay que estar dispuesto a todo. Si de aquí a…, ¡no sé!, un lapso razonable de tiempo no encuentro empleo, voy al refugio, saco a Sombra, lo llevo a pasear y cuando se quede dormido en algún parque me le desaparezco. Me dolerá más que a él. Pero Sombra me conoce. Entenderá que no lo abandoné, sino que prefiero verlo libre. Además, como es tan bonito, no faltará quien lo adopte”.

¿Y si no? La calle es peligrosa, murmuró Gisela. “Sombra es muy listo. Tanto que cuando salgo sin él me siento raro, indefenso, como si fuera a sucederme algo malo. Mire, parece que ya estamos avanzando. Voy al módulo de servicios. ¿Y usted?” Al de profesionales. A ver si luego nos vemos para que me diga cómo le fue.

Gisela volvió a encontrar al hombre dos horas después, tendido en el asfalto. Él le sonrió, la miró con una expresión de súplica que sólo ahora entiende. En cuanto pueda irá al refugio canino y reclamará a Sombra. Tal vez pueda convencer a Virginia de que se quede a vivir con ellas. Si no lo consigue tendrá que abandonar a Sombra en la calle, aunque eso signifique una muerte segura, de todos modos es preferible al encierro.