Opinión
Ver día anteriorDomingo 12 de julio de 2009Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Las momias de Guanajuato

Mar de Historias
C

reí que José no había oído el silbato del cartero, pero ¡qué va!: el hombre está en todo. Me dijo: a ver, asómate. Aunque a cada rato me sale con que de sus hijos ya no espera nada, comprendí que tenía la ilusión de que Martina o Claudio nos hubieran mandado un giro desde Kansas.

En cambio yo lo que temía era otro aviso del departamento legal amenazándonos por el retraso en el pago de la tarjeta. Iba a esconderlo en mi bolsa hasta que mi marido se calmara. Gracias a Dios el cartero pasó de largo. Me alegré tanto que me dieron ganas de besarle los pies. Si la dichosa notificación hubiera llegado en esos momentos, quién sabe qué habría sucedido.

Cerré la ventana. Mi esposo, al ver que no habíamos recibido nada, se estuvo un rato callado y luego me hizo una pregunta rarísima: ¿puedes creer que las momias de Guanajuato hayan sido capaces de enviar a México 150 mil dólares de divisas y tus hijos no puedan mandarnos ni siquiera 200 miserables dólares? Pensar que a lo mejor uno de aquellos despojos pertenecía a mi familia. De ser así, me tocaba al menos una partecita de lo ganado por los cadáveres. La idea me hizo reír.

¿Te parece muy chistoso que Martina o Claudio, por quienes ahora cargamos con un montón de deudas, no se acuerden de que tienen obligaciones con nosotros? Le contesté lo primero que se me ocurrió: me dio gusto el detalle de las momias. Si mi tío Ladino supiera lo de los 150 mil dólares se pondría muy orgulloso. Él las cuidó durante muchos años y creo que las procuró más que a todos sus sobrinos juntos.

Me hubiera gustado seguir hablando de mi tío, pero José me dijo que no eran momentos para hacer recuerdos de familia. Lo importante era pensar cómo íbamos a darle a su primo Ernesto tan siquiera un abono de los 30 mil pesos que nos ha prestado. Ese dinero no lo usamos para nuestros gastos, sino para mandárselo a los hijos.

Nos resignamos a que se fueran a Estados Unidos por la ilusión de que encontraran un buen trabajo. Al principio no les fue mal y de vez en cuando nos mandaban 400, 500 dólares. Luego sucedió lo que menos esperábamos: a los gringos también les pegó la crisis, los paisanos perdieron sus empleos y ahora quienes esperábamos su ayuda tenemos que mandarles dinero para que se sostengan. ¡Qué buen negocio!

II

Volvimos a escuchar el silbato del cartero enfrentito de nuestra puerta. José respingó: lo único que falta es que nos traiga el cobro de la tarjeta. Le aseguré que no era eso. ¿Cómo lo sabes? Ni modo de decirle que ya nos había llegado, así que no dije nada y muy tranquila abrí la puerta.

El cartero me entregó un folletito: Soluciones. Le pregunté de qué se trataba. Me respondió que de una publicación nueva que estaban regalando en la colonia. José me gritó que la devolviera porque detrás de la palabra gratis siempre hay bicho encerrado. El cartero me miró muy confundido y rápido justifiqué la reacción de mi esposo: disculpe. Lo que sucede es que el otro día vinieron a ofrecerme una crema relajante. La tomé pensando que era un obsequio. En la tarde se presentó la demostradora para cobrarme los 600 pesos que costaba el producto. Gracias a Dios yo no había abierto el tarro, porque si no... El cartero se fue muy molesto.

José me pidió el folleto para hojearlo. Me puse a tender la ropa antes de que lloviera y a pensar en nuestras deudas. Con Ernesto hay problema, pero no tanto porque después de todo es familia. La bronca es la tarjeta. No puedo pasarme el resto de mi vida ocultando las cuentas del banco. Llegará el día en que algún actuario se nos presente aquí para embargarnos. Será mejor que me resigne a perder mi tele, mi lavadora, mi estéreo, mi refrigerador.

Cuando mis hijos se fueron, los cuartitos de mi casa me parecían enormes. Pensé en que será todavía peor cuando se lleven mis cosas. Estarán viejas y destartaladas, pero las quiero, porque José y yo las compramos a base de muchos sacrificios. La idea de la pérdida me hizo llorar. Después pensé que no debía ser tan tonta. Las cosas materiales van y vienen, y al final –como decía mi tío Ladino– uno estira la pata y no se lleva nada, ni un quinto.

Recordé los 150 mil dólares que se habían ganado exhibiendo las momias en Estados Unidos y volví a pensar en que quizá una de esas maravillas fuera mi antepasado. La primera persona que tuvo esa ocurrencia fue mi tío Ladino.

Los domingos mis papás me llevaban a visitarlo a la cripta. No sé quién me producía más temor: si él, todo pelón, con la cara chupada y los bigotes blancos, o las momias. Les perdí el miedo cuando mi tío me aconsejó que las viera con respeto, porque quizá nuestra familia llevara sangre de alguna de aquellas momias. Me tranquilicé y hasta me sentí orgullosa cuando lo oí explicarles a unos turistas que la conservación de los cadáveres era única en el mundo y cuando se supiera de ellas en otras partes le darán mucho prestigio a Guanajuato.

Mi tío tuvo razón, pero no se imaginó que las momias iban a lograr lo que muchos paisanos que se fueron a Estados Unidos ya no pueden hacer: mandarnos dólares. En eso estaba cuando vi que José metía el folleto en el bóiler. ¿No está bueno? ¡Es una babosada! Con razón lo regalan. Imagínate, son cuatro hojas en donde se anuncian cosas que de plano ya no sirven: una silla con dos patas, una lavadora con el motor fundido, un saco al que le falta una manga, una muñeca sin peluca. Ofrecían en 15 pesos la mitad de una dentadura postiza? No entiendo. Sí, nada más la placa de abajo. Dime, ¿a quien puede servirle eso? A la gente más pobre, le dije.

III

Varios días estuve pensando en eso hasta que al fin se me ocurrió abrir mi negocito. Me costó bastante trabajo y tuve que dar muchos rodeos para convencer a José de que no quedaba más remedio que venderlo todo. La primera vez que le hablé de mis planes se burló de mí, preguntó qué sabía yo de ventas si había pasado toda mi vida detrás de una máquina planchando overoles.

La segunda ocasión en que le traté el asunto me salió con su dichoso orgullo. Al ver que lo rematábamos todo, nuestros vecinos lo juzgarían como un hombre incapaz de conseguir un trabajo aunque fuera de cargador en una fábrica o en un mercado.

Encontré la solución para evitar habladurías: aquí las noticias vuelan. Como no queriendo la cosa, le invento a alguna vecina que no puedes cargar nada porque estás herniado y el médico te prohibió hacer esfuerzos.

José tiene muchas virtudes, pero es terco como una mula. Quiso desanimarme diciéndome que no estaba dispuesto a pasar vergüenzas cuando alguien de la familia llegara a visitarnos y se diera cuenta de que estamos en la chilla y por eso tenemos que vender nuestros muebles. Le aseguré que eso no iba a suceder. Desde que estamos en el hoyo nadie nos visita, ni siquiera sus padres –y eso que lo adoran–, por temor a que sigamos pidiéndoles dinero prestado.

Se dio cuenta de que estaba diciéndole la verdad, pero como no le gusta darme la razón me salió con la ocurrencia de que un Martínez –¡ay sí, tú, qué elegantes!– jamás vende y siempre compra. Con eso me colmó el plato. Le recordé que dos de sus sobrinas venden aceite para coches a las puertas de una agencia en Zaragoza. ¿Y eso qué tiene de malo?, me gritó. ¡Nada, cálmate! A mí me parece muy bien que las nenas ayuden a sus padres, pero siento que las pobres chamacas tengan que trabajar en bikini... Sólo de imaginarme lo que les gritan los camioneros me alegro de que Martina ande por Estados Unidos.

Me puso pinta. Según él no tengo derecho a criticar a su familia y menos para salir con mis caprichos. Entonces respiré hondo, le pedí a Santa Rita que me iluminara y me decidí a enseñarle todos los cobros de la tarjeta. Mi marido se enfureció, dijo que si algo no toleraba era que le ocultara las cosas. Lo hice porque cada vez que aparece otro problema te pones como loco. Mírate cómo estás, ¡mírate!

José revisó los documentos. El último era aterrador. Los hizo pedazos y los tiró al suelo: “esos pendejos se equivocan si creen que me asustan. Por mí, ¡que se lo lleven todo! Vi que era mi oportunidad: si tú mismo reconoces que tarde o temprano perderemos nuestras cosas, ¿por qué mejor no las vendemos antes de que nos las quiten?

Cuando escuché su risa temí que José estuviera volviéndose loco. No te preocupes, estoy muy bien. La demente eres tú. ¿Quién va a querer comprarte la cantidad de porquerías que tenemos? Lo que no está descompuesto está roto. Le mencioné el folleto de los desechos y me mandó al diablo. Por más que quise aguantarme se me salieron las lágrimas y eso lo suavizó: no llores, pero comprende que no puedo verte hacer el ridículo ofreciendo cosas que para nosotros significan mucho, pero que ya no tienen ningún valor. Le juré que me sentía capaz de venderlas y me dio una palmadita en el hombro: puede que sea cierto, pero dime, ¿cuánto vas a sacar con la venta de muebles feos, ropa desgastada, trastos despostillados? No sé cómo se me ocurrió decirle: no ganaré tanto como los que exhiben a las momias de Guanajuato, pero algo será. La risa de mi esposo fue la prueba de que lo había convencido al fin.

Creo que siempre supo que para salir del atolladero no quedaba otro remedio que deshacernos de nuestras cosas. Si se negó fue porque los hombres, aunque no les guste reconocerlo, también se encariñan con los objetos y los muebles que hay en una casa. Aunque estén desgastados y viejos, cuentan mucho de la historia familiar.