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Ricardo Barthelemy, la ofrenda como forma de vida
Foto
Cuidando el burro, 1970-1982, San Nicolás, rubro personas. Ésta y las demás fotografías son de Ricardo Barthelemy
M

uchos son los intelectuales, artistas, escritores y científicos que han buscado en Michoacán la tranquilidad y la belleza de sus paisajes y de su rica arquitectura. Ése fue el caso de Richard Barthelemy (1916-1988), científico y fotógrafo que registró con devoción los rostros y tradiciones de la cultura purépecha. Su acervo se encuentra bajo resguardo de El Colegio de Michoacán, pero ahora, el gobierno de ese estado comparte una rica selección del archivo mediante el libro Barthelemy en la meseta: paisajes, quehaceres y luces p’urhépecha. Este universo que nos retrata es un universo compartido con la obra de John Berger, Juan Rulfo, William Faulkner y aun con la de Federico García Lorca, en la medida en la que el mundo campesino hace uso de su sabiduría para relacionarse con el paisaje, así como mantener sus lazos comunitarios, explica el historiador César Moheno, quien trabajó de cerca con el artista, en particular, en la idea de crear un libro como éste que se encuentra ya en librerías. Esa experiencia está plasmada en el testimonio que presentamos en estas páginas. La obra de Barthelemy no es sólo un acervo de cualidades estéticas, dice Moheno a La Jornada, sino que fue creado como un inventario de la sabiduría de los puerépechas para relacionarse con su medio ambiente y entre ellos mismos como comunidad. El editor de Barthelemy en la meseta fue Juan Eduardo Zárate. Acompañan a las imágenes los textos de Jean Meyer, Amalia Ramírez Garayzar, Eva María Garrido Izaguirre, Francisco Martínez Gracián y Vicente Guijosa.

Mónica Mateos-Vega

* * *

Corría la primavera de 1980 cuando mis preguntas y mis pasos comenzaban a reconocer la querencia de los rumbos del pequeño valle de San Juan Nuevo Parangaricutiro. Conocer las vivencias de los hombres y mujeres que habían visto nacer un volcán, el Paricutín, eran mis principales curiosidades.

Una venturosa tarde estaba escuchando las historias que atesoraba en su memoria don Celedonio Gutiérrez, cuando me dijo de pronto y casi sin venir a cuento:

–¿Ya conocen a don Ricardo y a doña Margarita? Él sí tiene muchas fotos.

Sin esperar respuesta el viejo sabio de la comunidad llamó a uno de sus nietos y en un instante estábamos tocando a la puerta de una vieja casa tradicional a un lado de la plaza del pueblo.

Al abrirse la puerta en medio de un pequeño estruendo de viejos rieles, vi por vez primera la cara llena de luz de Richard Barthelemy y, enseguida, los sonrientes ojos de Margaret, su mujer. Antes de que cualquier cosa sucediera ya tenía una taza de té limón entre las manos. Así inició, de manera natural y como si tal cosa, una conversación que aún no cesa. Él estaba a la mitad de los sesenta años de su vida. Más de cuarenta años nos separaban pero a partir de entonces sólo fueron para mí, Ricardo y Margarita.

Muy pronto me di cuenta que la calidez de su anfitrionía era universal y por demás estruendosa. Cualquiera que cruzara el umbral de su casa era recibido por un saludo lleno de gozo desbordante. Primero de Ricardo, quien te llenaba de alegría y enseguida de Margarita, que surgía del rincón en el que se encontrara y te cubría con un manto de risas. La cocina, entonces, recuperaba su lugar tradicional y se convertía en el hogar de todas las historias.

***

Como todo lo suyo, su casa era un lugar lleno de luz, respetuoso, heterodoxo. Mantenía la distribución de una casa mestiza tradicional de la meseta purépecha con un patio frontal lleno de flores que lo llenaban de color; una huerta posterior con hierbas de olor, enredaderas de las que se cortaban chayotes y calabazas, naranjas y limones; plantas de maíz y de ruibarbo. Y al fondo, una troje de madera que les servía de refugio contra el calor.

Tres habitaciones, la cocina y el baño enmarcaban el primer patio con franciscana humildad. El espacio más grande de la casa, el que daba a la calle, era el cuarto oscuro de Ricardo. De allí salían las fotos que adornaban los muros interiores de pasillos y habitaciones.

Cuando uno entraba a su cuarto oscuro comenzaba a entender quién era Ricardo. En medio de un aparente caos, todo estaba en su lugar y todo objeto, arreglo o cajita cumplía una función en ese universo personal.

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Ricardo Barthelemy era, ante todo, un científico, un educador. Después de una vida de trabajo en Minnesota donde había sido maestro de ciencias, inventor de material y equipo de laboratorio para bachilleratos, creador del concepto de los museos infantiles para ver y tocar, y coordinador educativo del Museo de Historia Natural de la Universidad de Minnesota había decidido retirarse y vivir en la meseta purépecha de Michoacán para hacer más grandes sus ahorros y para gozar de un clima ideal.

Allí también podría realizar uno de los sueños que inició durante la Segunda Guerra Mundial cuando, como piloto de planeadores, tenía como misión fotografiar movimientos de tropas alemanas. Dedicarse a la fotografía sería ya, en la meseta de Michoacán, su vida.

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La humildad abarcaba su vida. Ricardo siempre pensó que era un aprendiz de la fotografía. El respeto hacia las gentes de los pueblos que visitaba era la flecha que atravesaba sus pasos y sus fotos. En un primer momento de su obra, que comenzó hacia la mitad de la década de los setenta, era un fotógrafo en busca de la mirada.

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Diablillo, 1970-1982, San Juan, rubro personas, fotografía de Richard Barthelemy incluida en el libro Barthelemy en la meseta: paisajes, quehaceres y luces p’urhépecha
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Frente a la iglesia de Angahuan, 1970-1982, Angahuan, rubro construcción
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Terminando una olla grande, 1970-1982, Zipiajo, rubro economía

Siempre amanecía antes que nadie, por más que uno se esforzara. Caminó así por pueblos, valles y laderas. Sonriente, a mitad de la mañana regresaba a contar los olores del amanecer en el bosque, los ruidos de los pájaros, los silencios del alba. Cuando relataba los parajes en los que había estado parecía que el polvo que cubría sus manos y su rostro se llenaba de luz. De esa luz matutina que no lo abandonaba nunca.

De estos años se guardan los mejores retratos de la belleza de las mujeres de la sierra. En las fotos de Ricardo observamos quizá por vez primera una epifanía de la presencia femenina. Era su manera personal de honrar a las mujeres de la sierra. Su mirada sabía de la importancia de ellas en la vida purépecha. Eran las verdaderas bordadoras del mundo. Contra viento y marea, contra la tradición de una cultura ancestral que buscaba limitar su libertad cotidiana, las fotos de Ricardo las mostraban en majestad.

A eso se dedicaba también con Margarita. Sabían que para que las mujeres ampliaran su universo de vida tendrían que estar incluidas en el mundo de la libertad económica. Por ello impulsaban a cada una de sus muchas conocidas en la meseta a que desarrollaran sus virtudes. Sea en los tejidos, en la cerámica, en los bordados, siempre le encontraban vías de difusión y de mercado a su arte. Les organizaban exposiciones y ventas en museos de Estados Unidos, les mantenían contactos con compradores directos y les otorgaban así, desde la independencia económica, libertad para decidir sobre las escuelas de sus hijas, las visitas al médico y, sobre todo, sobre el futuro de sus relaciones y su vida.

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Así llegó el momento de la primera exposición que organizamos juntos en una de las viejas casonas de El Colegio de Michoacán en Zamora. Sus fotos recibieron la movilidad de los puntos de vista y los multiplicó. Ricardo recibió la certeza de la importancia de su trabajo y decidió que había que manejar con mayor maestría los secretos de la técnica.

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En su cocina, el centro de su hogar, comenzó a multiplicarse una conversación que ya nunca paró. Había que alejarse de la visión del extranjero y, sin dejar de serlo, había que aprovechar el conocimiento casí íntimo de hombres y mujeres de la meseta purépecha y, entonces, había que hacer nacer las fotografías en un momento de equilibrio perfecto entre la pregunta etnográfica y el hallazgo estético. Se crearían así, decíamos mientras lavábamos los platos de la comida y de la cena, verdaderas fuentes históricas sobre el universo de los trabajos y los días de los campesinos indígenas de Michoacán.

Ricardo Barthelemy se mantendría así como el fotógrafo silencioso y humilde que siempre fue, pero iniciaría un segundo momento de su obra en el que asumió con valor que detrás de la cámara siempre hay un hombre, una curiosidad, una sensibilidad, una fantasía, un deseo de aprender y conocer, el gozo de un encuentro futuro con muchos hombres con los que se compartirá el mundo, muchos, muchos años después.

Ricardo Barthelemy nos da, desde entonces, continuas lecciones de generosidad, perfección y sobriedad. Las fotos de Ricardo se convirtieron así en rimas visuales del mundo campesino universal y, un estanque en San Felipe, un pastor en Cherán, un horno de pan en Zacán, se convirtieron en disparadores de poemas, archivos, cortometrajes. Se convirtieron en fuente de diálogo, de encuentro de miradas.

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Aún hoy me parece verlo calzándose sus huaraches para caminar el paisaje del bosque con una sonrisa como mejor invitación a acompañarlo. Nadie podía negarse porque con Ricardo el bosque es un lugar de encuentro entre los que penetran en él y algo casi innombrable que espera desde hace años en el tronco de un árbol, en la altura de un matorral, en la huella de animales, en el celaje de un sombrero.

Allí, caminando en el bosque, en senderos y calles, o en la ladera sembrada de maíz, Ricardo Barthelemy nos transmite la memoria de las mujeres y los hombres de la meseta purépecha y los signos de su vida en común. Así aprendemos que nadie vive solo, que en estos parajes cada uno mantiene una conversación con los que ya han pasado. Que cuando uno habla todas las vidas se encarnan en él o en ella; se escuchan todas las voces, de hombres y animales, los sonidos de los árboles y los murmullos de la tierra.

Con la sabiduría para escuchar este acervo Ricardo nos hace partícipes de la conversación. Con la magia de su lenguaje plástico recrea la textura de la tierra purépecha, hace gala de la luminosidad de sus paisajes, honra la riqueza de sus tradiciones.

Desde su propia búsqueda y múltiples hallazgos, nos regala los jirones de luz que siempre tuvo en las manos. Con ellos nos revela que aprendió a vivir con una intuición ancestral que comparte con su paisaje y con su gente de la meseta. Con un equilibrio entre imaginación y rigor plástico, afina las miradas y nos seduce con la contundencia sutil de sus composiciones.

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Ricardo Barthelemy vivió su vida como una ofrenda a todos con los que la compartió. En esta tarea nada lo detuvo. Ni el cada vez mayor movimiento de sus manos al tomar las fotos, ni el cáncer al que enfrentó con valor, ni la distancia de los viajes para ver a los amigos. Al mirar sus fotos recibimos la sencilla generosidad de su grandeza.