a crisis de salud pública que enfrenta el país ha tenido, además de las irreparables pérdidas humanas hasta ahora, y de las afectaciones conocidas en la vida cotidiana de la población, un desastroso efecto colateral en el agravamiento de la situación económica que enfrentan cientos de miles de mexicanos, consecuencia de la aplicación de las medidas sanitarias adoptadas por las autoridades de los distintos niveles de gobierno. En los últimos 11 días, miles de establecimientos han sufrido grandes pérdidas económicas, en tanto, centenares de miles de personas que viven con los ingresos del día y no cuentan con ahorros –como ocurre con la mayoría de la población– se ven imposibilitadas de satisfacer sus necesidades más básicas. Son los damnificados por la epidemia.
Detrás de esta catástrofe se encuentran incontables historias de sufrimiento humano. Sin embargo, los funcionarios del gobierno federal encargados de manejar la crisis suman a su deplorable manejo de la información propiamente epidemiológica un ostensible desconocimiento del impacto que la enfermedad, y las medidas para contenerla, están causando en las posibilidades de subsistencia de los sectores depauperados por dos décadas de neoliberalismo y por varios meses de crisis financiera mundial.
Ante la gravedad de esta situación, y habida cuenta de que sería absurdo suspender, con base en consideraciones distintas a las científicas y médicas –atenuar el descontento social, por ejemplo–, las medidas de prevención adoptadas hasta ahora, el gobierno federal debe asumir sus responsabilidades y emprender acciones orientadas a garantizar la preservación de un mínimo nivel de vida de los mexicanos. Las acciones de cerco epidemiológico deben seguir su curso por el tiempo que sea necesario pero, al mismo tiempo, debe impedirse que sigan causando estragos en la población de menores ingresos.
Por ello, es impostergable que las autoridades empleen a fondo los recursos económicos, humanos y logísticos de los que disponen en la detección de los puntos del territorio nacional más afectados por la presente emergencia sanitaria y económica. No sería una tarea imposible y ni siquiera difícil: en lo que hace al sector formal, por ejemplo, si el Servicio de Administración tributaria (SAT) tiene perfectamente localizados a los causantes del país, bien podrían emplearse ahora las bases de datos correspondientes para acudir en auxilio de las personas físicas y morales más perjudicadas por la crisis sanitaria.
Al mismo tiempo, es urgente que se elabore y aplique un plan coherente de rescate a la ciudadanía que incluya la entrega de apoyos a las familias en problemas, la derogación de cobros en los hospitales públicos –que, reglamentarios o no, resultan del todo improcedentes en la situación actual– y la ampliación de la cobertura de los servicios de salud a cargo del gobierno.
Actualmente el país cuenta con un blindaje financiero
–así lo han llamado los encargados de manejar la economía nacional– que asciende a alrededor de 157 mil millones de dólares, y que está integrado por las reservas internacionales del Banco de México (80 mil millones), el préstamo recientemente otorgado a México por el Fondo Monetario Internacional (47 mil millones) y la línea de crédito aprobada por la Reserva Federal de Estados Unidos (30 mil millones), además de otros 10 mil millones de dólares disponibles en virtud de los créditos contratados con el Banco Mundial y el Banco Interamericano de Desarrollo (BID). Tales recursos, cabe recordarlo, no son propiedad de los funcionarios gubernamentales que los administran, ni mucho menos de los empresarios y los dueños de los capitales especulativos que se han beneficiado de la aplicación de las directrices económicas vigentes, sino del conjunto de la sociedad, y deben, por tanto, ser empleados en beneficio de ésta.
No está de más recordar que la coalición bipartidista que ostenta el poder y que durante muchos años ha venido imponiendo la política económica oficial destinó, hace poco más de una década, cerca de 70 mil millones de dólares de dinero público para rescatar a quienes entonces ostentaban la propiedad de los bancos de su propia ineficacia y de su inmoralidad financiera. Hasta la fecha, la sociedad sigue cargando con el peso de la astronómica deuda resultante de aquella inescrupulosa socialización de pasivos incobrables. Ahora, lo menos que puede hacer el grupo gobernante es emprender el rescate de la sociedad.
En suma, por más que ello transite en contra de sus propia ideología, la actual administración debe reconocer que, en una circunstancia como la presente, el Estado tiene la obligación irrenunciable de auxiliar a la población y disponer cuanto antes, en consecuencia, de la proporción necesaria y suficiente de ese blindaje
para hacer frente a la problemática actual, tanto en el orden sanitario como en el económico, y rescatar a pequeñas y medianas empresas, a asalariados, a comerciantes –tanto del sector formal como del informal—, a deudores, estudiantes, desempleados y, en general, al conjunto de damnificados por la actual crisis sanitaria. Ello debe hacerse, por añadidura, con total transparencia, sin sesgos electoreros o clientelares y con una fiscalización estricta que impida el enriquecimiento corrupto de quienes siempre están dispuestos a medrar con el sufrimiento ajeno.