Opinión
Ver día anteriorMiércoles 18 de febrero de 2009Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Isocronías

Margarito

N

o se lee suficientemente bien a los poetas es oración con la que es imposible no coincidir y con la que sin embargo es posible jugar: recortemos bien, recortemos suficientemente (…) Lo curioso del juego es que mientras el primer recorte no parece agregar (por supresión, si se nos permite la paradoja) nada al aserto, el segundo modificaría notoriamente el contenido del enunciado y lo convertiría en la muy difundida y absurda especie: nadie lee poesía, del todo ausente en la intención de Eduardo Langagne, emisor de la frase con que abrimos durante la presentación, no ha mucho, del volumen que reúne, en voz de Marco Antonio Campos, dos hermosos libros de Margarito Cuéllar (Estas calles de abril y Saga del inmigrante), donde conviven la infancia pobre pero acaso feliz en los campos potosinos y la juventud y la primera madurez, donde los ojos se abren al mundo de la gran urbe industrial.

Langagne cita a Evodio Escalante, para quien la aportación literaria de la llamada generación de los 50, a la que el potosino también identificado como regiomontano pertenece, es una de las más ricas en la historia reciente de nuestras letras. Respecto de dicha generación “podemos apostar –prosigue Langagne– que su huella es reconocible en el panorama no sólo nacional, sino de nuestra lengua”.

Aplicado lector y muy cordial colega, Margarito Cuéllar es asimismo un escucha excelente de lo popular (casi de lo único de lo que nos ocuparemos aquí): “Llegaba a las cantinas en su alazán lucero/ y entre mezcal de acordeones/ se perdía en livianísimas mujeres./ Un día empezó a secarse como huizache viejo./ La curandera del Valle del Maíz dijo ‘este hombre está embrujado’./ En marzo (confundía ya los rostros de sus hijos)/ se lo llevaron a San Luis./ Dejó una huerta con limones/ y una mujer en cada rancho”.

El siguiente es el final de La huerta: “Dicen ‘que ya vendió la huerta tío Avelino/ se anduvo emborrachando/ se lo comieron los coyotes’”.

Tres estrofas de El columpio, permutado el orden con el fin, esperemos no desacertado, de que aun siendo fragmentos de poema mantengan cierta unidad:

Hay tierra colorada en los zapatos/ y las chicharras aturden el aire/ que baja de Aguazarca por el arroyo.// Junto a la casa de dos aguas/ dalias y manos de león,/ tulipanes, claveles, cempazuchils. Primaconsuelo/ falda popelina blanca/ ojos de agua de río ancho/ deja que el viento hable bien de sus piernas.

Para José Ángel Leyva, la poesía de Margarito se vuelve transparente y ágil, al tiempo que profunda en vuelo. Parecería que sugiero la imagen del colibrí, pero pienso más en el venado, atento a los sonidos de su entorno para sobrevivir y acumular imágenes veloces y en reposo de un mundo que se llama infancia.

Cuéllar en prosa: “La piel del tío Avelino es un trapo arrugado, cuero de iguana vieja en la sequía. Mientras cabalgas canta la comertuna. El cuerpo del venado cruza el fuste. Lo cazaron en la sierra. Dice tu padre, que viene atrás con la escopeta al hombro, ‘escóndanse en los troncos y cuidadito con una viuda negra’. El cerro devuelve los disparos, cae la piedra en el agua. Cuando el eco se pierde se oye el tiro de gracia”.

Coeditan el volumen la Universidad Autónoma de Nuevo León y Aldus.