Opinión
Ver día anteriorLunes 16 de febrero de 2009Ver día siguienteEdiciones anteriores
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El gobierno de Israel y la gran cultura judía
L

a estrella emergente de la política en Israel, Avigdor Liebermann, está decidido a superar la brutalidad del actual poder israelí contra Palestina. Ya en 2002 propuso al gobierno de Ariel Sharon que bombardeara todos los centros de población palestinos y se obligara a los palestinos a escapar hacia Jordania. El periódico israelí Yediot Aharonot citaba a Lieberman, entonces ministro, diciendo en una reunión del gabinete que se debería dar un ultimátum a los palestinos: A las 8 de la mañana bombardearemos todos los centros comerciales, a mediodía las gasolineras, a las 14 horas las orillas, mientras mantenemos abiertos los puentes.

Según recuerda Khalid Amayreh en el semanario egipcio Al Ahram, en 1998 Lieberman propuso que se inundara Egipto bombardeando la presa de Aswan. En 2001, como ministro de infraestructura nacional, Lieberman propuso que se dividiera Cisjordania en cuatro cantones sin gobierno central y sin posibilidad de que los palestinos viajaran entre los cantones. En 2003 pidió que miles de prisioneros palestinos detenidos por Israel se arrojaran al mar Muerto para ahogarlos, y se ofreció a proporcionar los autobuses para llevarlos hasta allí. Tras las elecciones de la semana pasada, su partido de fanáticos se convirtió en la tercera fuerza política de Israel.

La solución sería, ha dicho, que los sobrevivientes de la guerra en curso se acomoden en cualquier entidad árabe. La brillante visión de este patán, popular líder nacido en Moldavia (ex URSS), se resume: al fin todos los árabes son lo mismo. Tal es el camino elegido por el Estado israelí; lo confirman la masacre en Gaza, el virtual encarcelamiento del pueblo y el gobierno en Cisjordania y los discursos electorales de sus partidos políticos.

La represalia de Israel, se supone que contra Hamas, en realidad fue contra todos los palestinos. Sus gobernantes y generales están dilapidando lo que les queda de autoridad moral en la cultura y el concierto de las naciones. Han roto con la tradición humanística y de lucha que los precedió desde el siglo XIX, cuya aportación a la conciencia de Occidente ha sido luminosa antes y después de la Shoah.

¿Qué se hicieron las enseñanzas de Heine y Mendelsshon, Marx y Freud? ¿Qué tienen que ver con los soldados y colonos paramilitares dispuestos a despojar y disparar contra los árabes (como los reduce su idea informe de una de las civilizaciones más vastas de la humanidad)?

Entre sus extraordinarias virtudes, los creadores de ese surtidor de la cultura occidental que se caracterizó como judío (para muchos de ellos, serlo fue parte de sus métodos filosóficos y sensibles) tienen en común el nunca haberse pretendido absolutos; dudaron, y fueron radicalmente pacíficos.

Isaac Babel, Bruno Schultz, Primo Levi, Paul Celan, Elías Canetti, padecieron la condición judía. El sionismo originario fue preocupación, inspiración y conflicto para Franz Kafka y sus exégetas, empezando por su albacea y editor Max Brod. Conocemos también la apasionada correspondencia entre Walter Benjamin y Gershom Scholem sobre el asunto de ir o no a Palestina para fundar Israel (y Scholem nunca convenció a su amigo de hacerlo).

Hoy que se agudiza la crisis de la autoridad moral de Israel, cabe preguntarnos dónde quedó el respeto a su modernidad intelectual y creativa. Se recuerdan las posturas olvidadas de Albert Einstein, Hannah Arendt y otras cabezas judías que cuestionaban las inclinaciones fundacionales de Israel y preveían su actual derivación autoritaria.

¿Qué hubieran dicho de esta hostil patria hebrea Rosa Luxemburgo, León Trostky, Joseph Roth, Ossip Mandelstam, Martin Buber, Gustav Mahler, el mismo Scholem? Tal vez lo mismo que estos años han sostenido Susan Sontag, Noam Chomsky, Juan Gelman y otros herederos legítimos del pensamiento judío occidental, el cual ofrece además la lucidez suprema de ser cosmopolita, sabio por experiencia en materia de identidades y fronteras.

Como en su momento Kurt Weill y Bashevis Singer, y luego Dave Brubeck y Saul Bellow, hoy crean y triunfan en América del Norte, con un fuerte sustrato de esa cultura, Woody Allen, Leonard Cohen, y a su manera el impredecible Bob Dylan.

Identificados como pueblo (y asumidos siempre así por sus enemigos, en un reduccionismo gemelo al que aplican ellos a lo árabe), los judíos padecieron pogromos en Rusia, Croacia, Polonia. Y luego el Holocausto, que minaría la autoridad intelectual y moral de la cultura alemana, hasta casi destruirla.

Con el prestigio trágico del genocidio, la condición respetable de sus caídos y la idea común de ser un pueblo elegido, fundaron Israel con legitimidad. Las potencias occidentales los apoyaron para colonizar la tierra prometida en el corazón geográfico del universo árabe.

Si algo nos enseñan los autores judíos del siglo XX, además de una ironía que se está perdiendo, es que son posibles todos los libros, no sólo El Libro (ni el Corán), y que la verdad no está en Dios, sino en nosotros mismos. Pero pocos han llegado más lejos que Daniel Baremboim en el desafío imposible de hermanar a palestinos e israelíes. ¿Qué dirían, en fin, Wilhelm Reich, Simone Weil, Else Lasker-Schüller, Karl Kraus, o sin ir más lejos, Allen Ginsberg?

(La semana próxima: judeofobia, terrorismo y locuras colectivas.)