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 Portada 
Presentación 
Bazar de asombros 
      HUGO GUTIÉRREZ VEGA 
Espionaje 
      RICARDO GUZMÁN WOLFFER 	  
Regalo profundísimo 
      NANA ISAÍA 
Walter Benjamin: pasajes y paisajes 
      LUIS E. GÓMEZ 
Canción y poesía 
      ANTONIO CICERO 
Juan Octavio Prenz: elogio de la ausencia 
      CLAUDIO MAGRIS 
El reloj de arena 
      MARÍA BATEL 
Isidora Sekulic y el acto de escribir 
      JELENA RASTOVIC 
Doscientos años de soledad 
      RICARDO VENEGAS entrevista con RAMÓN COTE BARAIBAR 
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Columnas: 
        Mujeres Insumisas 
		ANGÉLICA ABELLEYRA 
		Paso a Retirarme 
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		NAIEF YEHYA 
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        ENRIQUE LÓPEZ AGUILAR 
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		Cabezalcubo 
		JORGE MOCH 
    
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Citus, altius, fortius
  
  La pregunta se desliza casualmente, cuando Uno está ocupado en levantar algo de guacamole con un trozo güerito de chicharrón, mientras sostiene su cerveza o el caballito de tequila con la otra mano: ¿quién ha sido la mujer más hermosa del mundo?, ¿quién es el mejor escritor del mundo?, ¿quién, el mejor músico?, ¿el mejor pintor?, ¿el mejor/ Bajo una supuesta mejoría estadística, suele ofrecerse la opción de Los Diez: ¿quiénes han sido las diez mujeres más, los diez escritores más, los diez músicos más, los diez pintores más, los diez mejores/  
  Preguntas como éstas, que parecen derivadas de la obsesión por concursos como los de Miss Universo y los récords Guinness, han desembocado en un “simpático” juego de salón conocido como el de “la isla desierta”: si, como Robinson Crusoe, estuvieras en una isla así, ¿qué libro, qué disco, qué autor, qué película, qué cosa te llevarías? La verdad es que nunca hay tiempo para cavilar, sopesar y responder, no porque el botepronto de la pregunta ya sea de, por sí, sobresaltante, sino porque Uno no anda pensando en antologías inmediatas: recuenta en este instante, frente a tu espejo, cuáles han sido las diez mejores cosas de tu vida.  
  
  
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  Estas apelaciones surgen de cierta maligna curiosidad de quien hace la pregunta y aluden al gusto subjetivo del interrogado: si me gusta Marilyn Monroe, tendría que decirle no a Nicole Kidman; un sí para Brahms es un no para Wagner; si me gusta Pedro Salinas no votaré por Rafael Alberti; si me gusta la comida cantonesa no elegiré el Boeuff Bourgignon… Pero, ¿y si fueran falsas estas dicotomías? Como dice Cortázar en ese delicioso ensayito “Hay que ser realmente idiota para”, ¿mi gusto por el bolero debe excluir el que tengo por las canciones de Schumann?  
  Si, por ejemplo, ando con antojo de cochinita pibil y la preparo en casa, eso es como decir: “En esta isla que es mi hogar, hoy elijo la cochinita y excluyo la paella y el filete mignon. ” Bajo ese supuesto, tiene sentido lo que alguna vez me dijo José Luis Arcelus, en una declaración que me pareció cínica, aunque con un trasfondo razonable: “La mujer de mi vida es la que amo en este momento.” De la misma manera, ocurre que hoy necesito leer los sonetos de Garcilaso de la Vega y mañana mirar pintura de Remedios Varo (aunque ayer amanecí con ganas de ese delicioso valsecito de la Suite para jazz, número 2, de Shostakovich, que también le gusta mucho a mi hija menor).  
  Estos prolegómenos tienen que ver con dos curiosas circunstancias que coincidieron conmigo en el lapso de una semana. Por un lado, un amigo me preguntó por carta, sorpresivamente: “¿Quiénes crees que sean los cinco mejores poetas mexicanos del siglo xx ?” Y me ofreció su propia lista, aunque dudaba con el quinto de su selección. Tardé varios días en cavilar alguna respuesta, que no alcanzaba a tener a la mano, cuando me llegó una pregunta institucional dirigida al mejoramiento académico de un grupo profesoral: “¿Cuáles son las diez obras literarias de la Historia , en los géneros de novela, cuento y poesía, que debe haber leído un docente de educación básica y educación media?” La segunda encuesta terminó por sumirme en la zozobra.  
  En el segundo caso, yo no era el único “interrogado”: de entre todas las respuestas se elegirían cien, Las Cien Obras Maestras. No obstante la supuesta comodidad del número, me seguía abrumando la manera en que hoy  debía responder. Me sentía como el locutor poético de Gilberto Owen en “Sindbad, el varado”: “Y luché contra el mar toda la noche,/ desde Homero hasta Joseph Conrad”, aunque la lucha se extendía desde antes de Homero hasta después de Conrad, y no se detenía sólo en los aspectos marineros de la literatura.  
  No diré cuáles fueron mis respuestas para las dos preguntas que se me hicieron: si hoy las revisara, las modificaría. Sin embargo, se me ocurre una manera de resolver, no el enigma de Los Diez, sino el procedimiento para acercarse personalmente a una respuesta siempre cambiante: descifrar con atención las obras o los autores a los que se vuelve con cierta constancia, o a los que se da por presentes aunque no se les visite con asiduidad. Ocurrirá como con los mejores amigos: estarán aquellos con los que se comparte más tiempo y asuntos cotidianos; y aquellos con los que Uno se encuentra al cabo de varios meses, o años. Es muy probable que, sumados los dos tipos de amigos, la cuenta en los dedos de las manos no alcance el número diez y no estarán los más veloces, los más altos ni los más fuertes, pero el guarismo sí incluirá a los imprescindibles.  
    
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