Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 26 de octubre de 2008 Num: 712

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

Espionaje
RICARDO GUZMÁN WOLFFER

Regalo profundísimo
NANA ISAÍA

Walter Benjamin: pasajes y paisajes
LUIS E. GÓMEZ

Canción y poesía
ANTONIO CICERO

Juan Octavio Prenz: elogio de la ausencia
CLAUDIO MAGRIS

El reloj de arena
MARÍA BATEL

Isidora Sekulic y el acto de escribir
JELENA RASTOVIC

Doscientos años de soledad
RICARDO VENEGAS entrevista con RAMÓN COTE BARAIBAR

Leer

Columnas:
Mujeres Insumisas
ANGÉLICA ABELLEYRA

Paso a Retirarme
ANA GARCÍA BERGUA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

La Jornada Virtual
NAIEF YEHYA

A Lápiz
ENRIQUE LÓPEZ AGUILAR

Artes Visuales
GERMAINE GÓMEZ HARO

Cabezalcubo
JORGE MOCH


Directorio
Núm. anteriores
[email protected]

 

Ana García Bergua

Pesadillas

A la media noche, qué ciudad de sueños y pesadillas se ha de armar en el aire. De noche estamos solos y a la vez unidos por el sueño. Cuántos niños aterrorizados que despiertan a sus padres, cuánta gente que se revuelca en sus blandos lechos o, los mendigos, sobre cartones extendidos en un zaguán. Cuánta gente que en su cama o en el piso cae, llora, viaja a lugares inhóspitos o anda desnuda en sus pesadillas, perdida y sola, sobre todo sola, pues en los sueños nunca nos acompañamos: eso sólo pasa en la literatura y en el cine, que son otro tipo de sueños. Sé de quien ha soñado ser devorado por un perro, de quien siempre se pierde en sueños por la misma ciudad. Durante años caí, casi cada noche, por las mismas escaleras: era desesperante llegar siempre al rellano amarillo y negro, y saber lo que seguía, la caída angustiosa, como en cámara lenta, que se repetía una y otra vez. Y nunca supe cómo me libré de aquel hechizo, qué conjuro logró que terminara. Hay algo maléfico e infantil en las pesadillas, una especie de trama pueril, llena de defectos, pero eficaz en la medida en que logran aterrarnos. Y es que tienen un carácter particular, entre trágico y absurdo; al despertar sentimos el alivio frente a la posible desgracia, pero también frente al sinsentido que había envuelto todo de manera irremediable. Como si hubiésemos pasado al otro lado de la existencia, como en las novelas de Kafka o en El otro lado, de Alfred Kubin, su predecesor, en la que una familia emigra a un lugar que se vuelve paulatinamente desquiciado.

Dicen que los sueños son más bien arbitrarios, que no hay, a fin de cuentas, una razón para que nuestra máquina de soñar elija una cosa o la otra, aunque en el diván de los santos psicoanalistas o en el gabinete de los adivinos aparezcan a veces provistos de una lógica vaga que se acomoda a las cosas que vivimos durante el día, a nuestros deseos o nuestras preocupaciones. Dicen también que son una especie de limpieza del cerebro: si fuera así, me imagino a una suerte de empleado distraído, lewiscarrolliano, que lanza cubetazos de agua sin ton ni son y deja el mobiliario de nuestra mente flotando en desorden, la consola entrechocando con la estufa, los sillones de cabeza. Después lo acomoda todo como puede e incluso medio lo compone, como cuando alguien rompe un adorno o un jarrón y lo deja nada más puesto, a la espera de que no se note: a la hora de las pesadillas, nada está en su lugar. Y sin embargo, hay pesadillas –y sí, sueños en general– que nos dan la sensación de que alguien allá adentro escribe esas historias, que se arman de maneras curiosas, incluso con cierto ingenio, como cuando nos quita la ropa a mitad de la calle o mientras damos una conferencia; pesadillas que parecen descubrirnos cosas intrigantes que no habíamos sospechado, tristezas y enemistades, o maneras verdaderamente originales de torturarnos que sólo aparecen en los libros. Por ejemplo, quien me contó que un perro lo devoraba en sueños no había leído el cuento de Efrén Hernández que termina de esa manera, como si hubiera una comunicación secreta entre las pesadillas escritas y las soñadas.


Foto: Cortesía de cibermitanios.com.ar

Por supuesto, existen momentos y lugares en que la misma vida parece una pesadilla. Demasiados, por desgracia: cuando muere alguien muy querido, por ejemplo, los despertares suelen ser atroces. En esos casos soñamos con la persona querida como si viviera, y al despertar, su ausencia es la verdadera pesadilla, hasta que inevitablemente nos acostumbramos a ella y el cerebro cesa de comportarse como una señora olvidadiza e ilusionada. Eso para no hablar de quienes despertaron en la mañana de los temblores de 1985 (seguro pensaron que era una pesadilla), o quienes amanecen con su casa flotando a la mitad de un río, o quienes son bombardeados, o quienes viven a ras de la calle y diario abren los ojos a la pura intemperie. Quien abre los ojos a mitad de la noche y escucha que alguien ha entrado a la casa vive, también, una pesadilla. Y no sigo, porque las pesadillas en vigilia amenazan a últimas fechas con formar listas interminables. La esperanza, esa señora loca que mueve los muebles, nos convence siempre de que la pesadilla terminará e incluso nos regala pesadillas soñadas en las noches para que comparemos infiernos reales y soñados. También los ejecutivos y los empresarios que acaban de destrozar la economía mundial se han de haber despertado pensando que estaban en una pesadilla, pero no les duró mucho: a ellos el Sombrerero Loco les regaló su golden parachute.