Usted está aquí: sábado 13 de septiembre de 2008 Política Corrupción e inseguridad

Enrique Calderón Alzati

Corrupción e inseguridad

Luego de 30 años de inseguridad que crece con el tiempo en nuestras ciudades, al igual que en el campo, dos preguntas surgen cada vez más con mayor intensidad: ¿hasta cuándo durará esto? Y ¿cuál fue su origen? Algunos piensan que ello ha sido así desde siempre, aun antes de la conquista, pero yo difiero de ello. También difiero de que las cosas pueden seguir así indefinidamente; la experiencia de otras naciones así lo demuestra.

Cuando era yo un niño, mis padres y mis abuelos poco hablaban de la violencia y del crimen; la nota roja se reducía generalmente a crímenes pasionales y pleitos entre borrachos. Algunos casos de delincuencia organizada eran motivo de la atención pública ante hechos extraordinarios que nadie imaginaba que pudieran repetirse, como el caso aquel de un avión dinamitado en pleno vuelo para cobrar un seguro, en el que estuvo involucrado algún artista famoso.

Al final de la década de los 70, las cosas comenzaron a descomponerse: los narcos empezaron a ocupar la atención de la prensa, los asaltos a bancos comenzaron a hacerse frecuentes y al principiar los 80 se construyeron los primeros penales de alta seguridad. Curiosamente fue en esos mismos años cuando se empezaron a conocer historias de altos funcionarios gubernamentales implicados en actividades delictivas.

En particular tres me parecen altamente relevantes: la relación del jefe de la policía de José López Portillo con el narcotráfico y el crimen organizado (desde antes de llegar a la Presidencia, López Portillo fue enterado de ello por el gobierno estadunidense y él simplemente lo ignoró). El segundo incidente fue el asesinato a quemarropa del periodista Manuel Buendía, luego de sus denuncias de las relaciones y apoyos del gobierno a los narcotraficantes durante el sexenio de Miguel de la Madrid. Altos funcionarios de la Secretaría de Gobernación fueron involucrados en el crimen por otros periodistas distinguidos. En esos tiempos se supo también de las relaciones del narcotraficante Rafael Caro Quintero con la familia del gobernador de Jalisco Guillermo Cosío Vidaurri.

El tercero fue una visita que dos jefes reconocidos del narcotráfico hicieron al nuncio apostólico Girolamo Prigione, quien a su vez se entrevistó con el presidente mientras los narcos continuaban en la residencia del nuncio, sin que nadie los tocara, dejando en claro la relación de protección de que esos hombres disfrutaban. El presidente en ese entonces, Carlos Salinas, nada comentó al respecto, ni siquiera cuando el obispo de Guadalajara fue asesinado por los narcos, cuando concurría a una cita con Prigione unos meses después.

Al final de su gobierno, varios de sus colaboradores cercanos eran señalados con frecuencia como aliados del crimen organizado. De uno de ellos, su secretario de Comunicaciones, Emilio Gamboa, se mencionaba la protección que se daba al narcotráfico, con las pistas de aviación bajo el control directo de esa secretaría. Aquel sexenio terminó envuelto en los grandes crímenes políticos de 1994, que facilitaron incluso la generación de un clima de miedo, que terminó siendo aprovechado por el grupo gobernante, para imponer al candidato Ernesto Zedillo en aquel año.

La inseguridad y la corrupción fueron colocando a México dentro de las tabulaciones internacionales como uno de los países con problemas más serios en el área, con consecuencias previsibles para su desarrollo económico. Los analistas vinculaban siempre ambos problemas; era difícil entender uno sin la existencia del otro.

La idea de que el gobierno de la República ha estado estrechamente vinculado con los principales grupos delictivos del país es hoy un hecho conocido y aceptado por amplios sectores de la sociedad mexicana, restando credibilidad a los gobernantes y a los aparatos de seguridad pública y de justicia del Estado. Durante el gobierno de Vicente Fox (por llamarle de algún modo), en el que los miembros de la familia política de ese personaje aparecían como actores en casi todos los escándalos de corrupción revelados por la prensa, como complemento de la ineptitud e ignorancia tragicómica de sus actos y declaraciones, las organizaciones criminales tuvieron un periodo de auge y el sexenio terminó de manera natural envolviendo al país en el sainete electoral de 2006.

Es de todo ello que surgió el nuevo gobierno, encabezado por un hombre calificado como pequeño por el jefe de su propio partido político. Su imposición por parte del gobierno anterior deja entre muchas otras sombras la virtual certeza de una negociación de impunidad para el ex presidente y su familia, comenzando así un nuevo periodo de corrupción e impunidad que pareciera estar presente en muchas de las acciones del nuevo gobierno (como el caso recientemente destapado de El Señor de los Mares), y si corrupción y crimen organizado van de la mano, los hechos trágicos y criminales que envuelven al país resultan también explicables.

Cuando un alto gobernante es responsable de actos de corrupción, los primeros que se enteran de ello son sus colaboradores cercanos, quienes de inmediato se aprestan a seguir el ejemplo de sus jefes; las cadenas de corrupción se multiplican y en los escalones intermedios adquieren dimensiones como las que ahora afloran a la superficie; en los aparatos de seguridad ello se traduce en protección a las organizaciones criminales y crecimiento de los hechos delictivos.

Así, el gobierno actual está metido en un brete, en el que las luces amarillas y rojas se han estado prendiendo en varios sectores y cada vez son más. A la inseguridad se unen el desempleo, el estancamiento de la economía, el desencanto de los sectores empresariales. El pago de las facturas por votos y seudo votos para alcanzar el poder se ha traducido en una crisis de grandes proporciones en el sector educativo. Otras acciones del gobierno parecen reflejar la existencia de más compromisos establecidos a espaldas de la nación.

La falta de transparencia en el manejo de los recursos petroleros, así como la asignación de contratos entre los amigos y miembros del grupo cercano del Presidente, parecen constituir un anticipo de las intenciones de privatizar esa industria y están poniendo al mandatario en el sendero delictivo, al utilizar los recursos de la empresa para tratar de engañar a la población.

Con su legitimidad puesta en duda y la corrupción a flor de piel, el gobierno luce incapaz y falto de voluntad real para enfrentarse a la delincuencia organizada. Cada día es más claro que al país le urge un gobierno distinto, dirigido por hombres probos, enérgicos y capaces, sin conflictos visibles de interés, con visión, con credibilidad y con un proyecto de nación respaldado por la sociedad mexicana en su conjunto. Felipe Calderón debería empezar a pensar en todo esto, antes de que sea tarde.

 
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