Usted está aquí: domingo 24 de agosto de 2008 Cultura La compañía del café

Bárbara Jacobs

La compañía del café

Para poder narrar la verdad suelo seguir la tradición de tramar recursos que permitan al lector creer que pretendo engañarlo. Júzguese como se juzgue, es cierto que fui testigo del suceso que sigue. Debido a circunstancias en conflicto he sustituido mis caminatas con sentarme en un café. No es lo mismo, pero me inclino a admitir que la sustitución me ha beneficiado, al menos respecto de mi oficio de escribir. Ejercitar el cuerpo para atender la salud física auxilia; pero entrenar el espíritu para nutrir la imaginación es esencial.

En el reducido local ocupaba una de tres ni espaciadas ni apretujadas mesas redondas, de medio metro de diámetro cada una, con vista al pasillo central de una exclusiva plaza en el sureste de la ciudad de México.

Al tratarse de martes a medio día, para empezar, me llamó la atención que los otros parroquianos fueran varones, estuvieran juntos y resultaran ser, salvo por la raza blanca, la estatura media y la constitución delgada que los igualaba, un par de opuestos.

Uno era setentón, de acento ronco y argentino. Vestía de la manera informal que adopta el intelectual de este hemisferio y siglo; se conducía con la actitud de un desahuciado que sin embargo se aferra a una última y oscura esperanza. Su voz era de insomne, de bebedor y, por más que en el lapso que compartimos tampoco hubiera fumado, de fumador.

Sus intervenciones en el diálogo, impulsivas, confusas, eran las de alguien que habría preferido no estar oyendo lo que su interlocutor insistía en comunicarle y él en acallar. En cambio, el otro apenas rozaba los treintas; se expresaba con el habla y los gestos de un capitalino medianamente educado, con el tono despejado del sano.

A pesar de estar en mangas de camisa, era tan formal que parecía llevar el saco puesto. Aunque era evidente su urgencia en transmitir hasta el final la información que su dialogante temía escuchar, sus declaraciones eran mesuradas, emitidas con la determinación, el control y la claridad que se esperaría de una persona, si no del todo experimentada, sí maduramente convencional, en la medida en que puede ser maduro el estereotipado, el resignado a adaptarse sin haber siquiera cuestionado la adaptación atribuible a su destino; una persona igual que quien, sin haber fumado nunca, se presenta en calidad de no fumador por virtud.

Mientras la postura del mayor de los dos se doblaba, como apesadumbrada, hacia enfrente, frenada por los antebrazos de soltarse sobre la mesa, la del joven era rígida más que sólo derecha, y él se encontraba sentado al borde de la silla de madera, al contrario de su interlocutor, cuya zona lumbar arrellanaba, vencida, el respaldo del asiento.

Los dos hablaban con volumen alto de voz, y la empleada detrás del mostrador y yo los escuchábamos. Ella quizá molesta, pues las voces de esos dos clientes perturbaban la transmisión de las baladas que el equipo de sonido pasaba, y yo, ciertamente curiosa, intrigada tanto por verme una vez más de testigo involuntario, aunque agradecido, de una confidencia, como, en mi papel de escritora, por acertar en la forma escrita que por misión habría de dar a la experiencia.

El muchacho informaba a su compañero que unos días atrás había roto con su novia, pues ella le exigía pasar los domingos con su familia; pero él no cedía, pues con dos empleos que atender, de lunes a viernes, necesitaba pasar el domingo con su propia progenitora. “Pero me despedí de la mamá de mi novia y le agradecí haberme recibido los sábados, escenario de nuestro noviazgo”, concluyó el menor antes de marcharse. Por su parte, tras prometer a la dependienta un surtido de empanadas, el mayor se desahogó: “Cortó con mi ahijada”, como si por el matrimonio de los novios él, el padrino, habría alcanzado la expiación de una existencia presa de culpa, de una oscura culpa, y ahora, ante la disolución de la boda, viera disiparse la salvación anhelada. De modo que soltó los brazos y exclamó: “Estoy perdido”.

 
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