Siempre hay un momento en la noche en que todos sentimos,
    de pronto, la preparación secreta,
nadie los confiesa, “ha de ser el velador” decimos, porque
    en algún lugar lejos sus pasos aumentan el frío del otoño–
luego nuestros enemigos mueren de muerte natural y
    nosotros tenemos la ventaja de habernos torturado,
sólo que en la mañana el pasillo del dispensario popular
    se alarga por el cansancio, hasta que se vuelve un
    incidente de otra vida,
viejas se apretujan en las bancas, francas como páginas
    no escritas
o en otro tiempo “soy un genio –pensaba– pero ¿dónde puse
    la llave?
mientras del piso de abajo llegaba el olor a hierbas hervidas
casi como una maternidad, o como las bellas palabras que
    uno podría decirse sólo a sí mismo–
gente rara, o al menos sin voluntad, que nuestros zapatos
    nos llevaron siempre a otra parte
hasta que nos vieron al mismo tiempo en doce o veinte
    puntos de la ciudad
como una epidemia o una revuelta – ¿entonces? ¿y qué?
encogí los hombros con indiferencia y me acosté a dormir,
mientras ladridos lejanos interrumpían de vez en cuando la
    insignificancia del mundo.