Usted está aquí: miércoles 23 de julio de 2008 Política Regreso: San Carlos en Norogachi

Arnoldo Kraus

Regreso: San Carlos en Norogachi

No recuerdo el nombre de la obra donde el magnífico e irredento Samuel Beckett expone, en pocas palabras, su visión del cruel mapamundi de la condición humana:

Cliente: “Dios fue capaz de hacer el mundo en seis días y usted no es capaz de hacer el pantalón en seis meses”.

Sastre: “Pero, señor, mire el mundo y mire su pantalón”.

La semana anterior escribí acerca de la Clínica San Carlos y la admirable labor que en ella hacen las monjas-doctoras Leonor y Angélica, sus enfermeras y el equipo que desde Chihuahua apoya con ideas, tiempo, dinero y corazón. Aunque cosen y descosen con enormes dosis de fruición y entrega, es difícil, para no decir imposible, remendar con éxito la salud de la población rarámuri que acude a la clínica.

En ese centro, se acompaña y se remienda al enfermo como sinónimo de solidaridad, y, como lectura de las agujas del sastre de Becket que bordan y bordan con entrega y paciencia ,pero nunca logran acabar. Lo mismo sucede con las recetas San Carlos: se expiden –en papeles que ni siquiera son recetas ad hoc–, se surten –cuando hay medicamentos en la farmacia– y los pacientes siguen las instrucciones por el tiempo que la miseria permita. Huelga decir que cuando impera la pobreza extrema, el tiempo y las necesidades que imponen las enfermedades, corren por caminos distintos al de las posibilidades materiales y temporales de la persona; primero las exigencias de la miseria, después las de la patología.

La injusticia social, versión México, maligna como pocas, erosiona, sin piedad, el telar médico y humano de la Clínica San Carlos. Aunque de mucho sirven las recetas que se expiden en ese centro, pues, cualquier doctor que se interese por el ser humano y no sólo por la enfermedad sabe que acompañar es uno de los propósitos más nobles de la medicina, sobre todo, cuando no es posible curar, las limitaciones impuestas por la miseria son infranqueables. A diferencia de la población mestiza que también es atendida en la Clínica San Carlos de Norogachi, Chihuahua, y que tiene la facilidad de acudir cuando la salud lo requiere, la situación con la población tarahumara es distinta.

Para los rarámuris llegar a la clínica implica dejar la casa, caminar, a pesar de ser, como se sabe, andarines privilegiados, cuatro o más horas de ida y de regreso, llevar a cuestas el peso de la enfermedad, las mermas de la desnutrición, el dolor del hambre y, en muchas ocasiones, el vástago en brazos, ya sea porque no hay con quién dejarlo o porque ella o ambos requieren atención médica.

No siempre sirve llegar a la clínica. Un caso como antología de muchas vidas. Una enferma, en la séptima década de la vida, que padecía diabetes mellitus y cuya última visita había sido seis meses atrás, y que dejó de tomar medicamentos por cinco meses regresó a la clínica, después de haber caminado dos horas y media presa de terribles molestias orales. En la consulta manifestó no haber ingerido casi ningún alimento por el dolor que tenía en la boca y que se debía a una infección diseminada. El examen de glucosa mostró que la enfermedad estaba muy descompensada por lo que lo más prudente hubiese sido hospitalizarla, situación a la cual se rehusó la paciente porque dejó sola la casa y no había quién la cuidara.

En otras ocasiones llegar a la clínica es imposible. Lo cuentan las paredes de la Clínica San Carlos en la voz de Leonor: “Hace pocos meses, en ese riachuelo –hablaba enardecida mientras señalaba un pequeño canal de agua– murieron ahogadas la abuela, la madre y sus dos pequeños hijos mientras caminaban hacia la clínica; no supieron calcular, comenta Leonor: la corriente era muy potente y se las llevó”. Lo cuenta, asimismo, sin hablar, la bebé rarámuri de tres meses hospitalizada en la clínica: “Su madre –explica Angélica– tenía 26 años y vivía muy lejos de Norogachi, en las barrancas; tenía tres días con diarreas pero no había con quien dejar a los tres hijos. Al cuarto día, el esposo y la enferma iniciaron el ascenso: murió antes de llegar a Clínica San Carlos”. El corolario asfixia: en demasiadas ocasiones el esfuerzo humano y médico se desfuerza porque es casi imposible que la medicina funcione cuando la injusticia social domina el escenario.

La cruda realidad de la miseria se impone a las necesidades de la enfermedad. La falta de apego a las indicaciones médicas, la imposibilidad para acudir con frecuencia a consulta, las condiciones insalubres del entorno –falta de agua potable, luz y electricidad en muchas comunidades– y la desnutrición, cuya magnitud desconozco pero que sin duda es terrible imposibilita el éxito de los esfuerzos terapéuticos.

Hablar de injusticia social es hablar de México y de los magros logros de nuestros políticos. Bueno sería que alguno o que algunos visitasen Clínica San Carlos, las comunidades rarámuris, las barrancas donde viven, y las estadísticas sobre mortandad y mortalidad que nadie conoce. Tras la visita quedarían dos opciones: rescribir sus vidas o solicitar de Beckett, aunque ya haya muerto, que invente un sastre mexicano para que zurza sus discursos.

Para Rosa, Ana, Bertha, Héctor, Leonor y Angélica. Ellos saben.

 
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