Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 20 de julio de 2008 Num: 698

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

Breve semblanza de Freud
ALEJANDRO MICHELENA

Biografía
YORGUÍS KÓTSIRAS

Amnistía
NADINE GORDIMER

Nick Cave: semilla mala nunca muere
ROBERTO GARZA ITURBIDE

Las profesoras Brontë
MURIEL SPARK

La mesa
JORGE VALDÉS DÍAZ-VÉLEZ

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Columnas:
Jornada de Poesía
JUAN DOMINGO ARGÜELLES

Paso a Retirarme
ANA GARCÍA BERGUA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

La Jornada Virtual
NAIEF YEHYA

A Lápiz
ENRIQUE LÓPEZ AGUILAR

Artes Visuales
GERMAINE GÓMEZ HARO

Cabezalcubo
JORGE MOCH


Directorio
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Amnistía1

Nadine Gordimer

Cuando supimos que había sido liberado, corrí por toda la hacienda, brinqué la cerca para decírselo a todos. Hasta después me di cuenta de que mi vestido se había desgarrado con el alambre de púas y tenía un rasguño con sangre en el hombro.

Él se fue de este lugar hace nueve años, contratado para trabajar en la ciudad en lo que llaman constructora –levantan paredes de vidrio hasta el cielo. Los dos primeros años venía a casa cada mes, los fines de semana y en Navidad quince días; fue cuando pidió mi mano y empezó a pagar. Él y yo creíamos que en tres años habría pagado lo suficiente para poder casarnos. Pero entonces empezó a usar esa camiseta, nos dijo que había entrado al sindicato, nos platicó de la huelga, que él fue uno de los que habló con los jefes cuando despidieron a los otros después de la huelga. Siempre ha sido bueno para hablar, incluso en inglés, era el mejor en la escuela de la hacienda, acostumbraba leer los periódicos con los que el indio envuelve el azúcar y el jabón cuando los compras en la tienda.

Hubo problemas en el albergue donde tenía una cama, disturbios por el pago de rentas en los pueblos, me dijo a mí –sólo a mí, no a los viejos– que donde quiera que la gente estuviera peleando contra la manera en que somos tratados, lo hace por todos nosotros, en el campo así como en los pueblos; que los sindicatos nos apoyaban, que él iba con ellos a hablar en las reuniones, marchaba. Al tercer año supimos que estaba en la cárcel. En lugar de casarnos.

No sabíamos dónde encontrarlo hasta que fue juzgado. El juicio se llevó a cabo en una ciudad lejana. Yo no podía ir seguido al juzgado, porque en ese tiempo había terminado segundo de prepa y trabajaba en la escuela de la hacienda enseñando a los pequeños. Tampoco mis padres tenían dinero. Dos de mis hermanos que se fueron a trabajar a la ciudad no mandaban nada a casa; supongo que vivían con sus novias y tenían que comprarles cosas. Mi padre y otro hermano trabajan aquí para el Bóer2 y el salario es muy bajo. Tenemos dos cabras, unas cuantas vacas que nos permiten pastorear y un pedazo de tierra donde mi madre tiene hortalizas, ni un centavo por eso.

Cuando lo vi en el juzgado se veía hermoso, con traje azul, camisa rayada y corbata café. Todos los acusados –sus camaradas, así los llamaba él– estaban bien vestidos. El sindicato les compró la ropa para que el juez y el fiscal supieran que no estaban tratando con negros estúpidos sí-baas3, que no saben sus derechos. Estas cosas y todo lo demás sobre el juzgado y el juicio me las explicó cuando me permitieron visitarlo en la cárcel. Nuestra pequeña nació mientras transcurría el proceso, y cuando la llevé al juzgado por primera vez para que la conociera, lo abrazaron sus camaradas, a mí abrazada me acercaron hasta la barrera del banquillo de los acusados. Habían cooperado para darme algo de dinero como regalo para la niña. Él escogió el nombre: Inkululeko.

Después el juicio terminó y le dieron seis años. Lo mandaron a la Isla4. Todos nosotros sabíamos de la Isla. Nuestros líderes habían estado ahí por mucho tiempo. Pero yo nunca había visto el mar, excepto para colorearlo de azul en la escuela, y no podía imaginar un pedazo de tierra rodeado de mar. Sólo podía pensar en una bosta arrojada por el ganado, flotando en un charco de agua de lluvia que ellos habían cruzado, azul. Estaba avergonzada de pensar sólo eso. Me había platicado cómo, cuando trabajaba en la ciudad, las paredes de vidrio reflejaban los árboles y los otros edificios de la calle y los colores de los coches y las nubes, mientras la grúa lo elevaba a una plataforma más y más arriba, directo al cielo para trabajar en la parte más alta del edificio.


Cartel de propaganda:
Fuera el imperialismo de África, 1964

Le permitían una carta por mes. Era mi carta porque sus padres no sabían escribir. Yo acostumbraba ir a donde ellos trabajaban, en otra hacienda, para preguntarles qué querían mandarle decir. La madre siempre lloraba, se ponía las manos en la cabeza y no decía nada, y el viejo, que nos predicaba cada domingo en el campo, decía: dile a mi hijo que estamos rezando, Dios lo ayudará en todo. Una vez nos contestó: ése es el problema –a nuestra gente en el campo se le ha dicho que Dios decide lo que es bueno para ellos, así no tienen que encontrar la fuerza para hacer algo que cambie sus vidas.

Cuando pasaron dos años, nosotros –sus padres y yo– habíamos ahorrado el dinero suficiente para ir a Ciudad del Cabo a visitarlo. Nos fuimos en tren, dormimos en la estación y al día siguiente averiguamos el camino al ferry. La gente era amable; todos saben que si preguntas por el ferry es porque tienes a alguno de los tuyos en la Isla.

Y ahí estaba –ahí estaba el mar. Verde y azul, sube y baja, brotando blanco hasta el cielo. Un viento terrible lo azotaba de un lado a otro; escondía la Isla , pero gente como nosotros, también esperando el ferry, señalaba hacia donde debía de estar la Isla , lejos en ese mar que nunca pensé que fuera realmente así.

Había otros botes y barcos tan grandes como edificios que van a otros lugares por todo el mundo, pero el ferry es sólo para ir a la Isla , no va a ningún otro lado, solamente a la Isla. Así que todos los que esperaban ahí era para ir a la Isla , no podía haber error, estábamos en el lugar correcto. Traíamos dulces y galletas, pantalones y un buen abrigo para él (una mujer que esperaba como nosotros dijo que no nos permitirían darle la ropa). Yo ya no usaba la vieja boina que las chicas de la hacienda usan –le había comprado crema relajante al hombre que anda en las haciendas vendiendo cosas que trae en una caja en su bicicleta, me recogí el pelo bajo una pañoleta floreada que no cubría mis aretes dorados. Su madre traía la cobija enredada alrededor de la cintura sobre el vestido, una mujer del campo, pero yo me veía tan bien como cualquiera de las muchachas de ahí de la ciudad. Cuando el ferry estuvo listo para recibirnos, permanecimos todos muy juntitos y callados como el ganado cuando espera que lo dejen pasar por una puerta. Un hombre miraba a su alrededor moviendo la barbilla hacia arriba y hacia abajo, estaba contando, debe haber estado con temor de que había demasiados para subir y no quería que lo dejaran. Caminamos hacia el policía a cargo y todos los que estaban adelante de nosotros entraron al ferry. Pero cuando llegó nuestro turno y extendió su mano pidiendo algo, yo no sabía qué.

Nosotros no teníamos permiso. No sabíamos que antes de venir a Ciudad del Cabo, que antes de llegar al ferry que va a la Isla , tienes que tener un permiso de la policía para visitar a un prisionero en la Isla. Amablemente trataba de preguntarle. El viento extinguió la voz en mi boca.

Nos rechazaron. Vimos el ferry oscilante topar contra donde estábamos parados, retirándose, lo subía y lo bajaba toda esa agua, haciéndose más y más pequeño, hasta que no supimos si realmente lo estábamos viendo o uno de los pájaros que se veían negros entraba y salía del agua.

La única cosa buena fue que alguien le llevó los dulces y las galletas. Escribió y dijo que los había recibido. Pero no era una carta buena. Por supuesto que no. Estaba molesto conmigo: yo debería haber investigado, debería haber sabido del permiso. Tenía razón, yo compré los boletos del tren, pregunté dónde se tomaba el ferry, debería haber sabido lo del permiso. Había pasado segundo de prepa. Había una oficina de información en el pueblo, las iglesias la tienen, escribió. Pero la hacienda está tan lejos del pueblo, nosotros en el campo no sabemos estas cosas. Como él había dicho: somos oprimidos por nuestra ignorancia, esta ignorancia se debe terminar.

Tomamos el tren de regreso y nunca fuimos a la Isla –jamás lo vi en los tres años más que estuvo ahí. Ni una vez. No podíamos juntar dinero para el tren. Su padre murió y yo tenía que ayudar a su madre con mi paga. Como no pude ir a la Normal , no tengo ascensos, no recibo aumentos. Le escribí: para nuestra gente el dinero es siempre el problema. ¿Cuándo diablos tendremos dinero? Entonces él mandó una carta tan buena. Decía: es por eso que yo estoy en la Isla , lejos de ustedes, estoy aquí para que algún día nuestra gente tenga las cosas que necesita –tierra, comida, el fin de la ignorancia. Había algo más –yo sólo podía leer la palabra “poder”– la prisión había censurado la carta. Sus cartas no eran nada más mías; el oficial de la prisión las leía antes que yo.

Iba regresar a casa ¡después de cinco años solamente!

Así me parecía cuando lo supe –los cinco años de repente desaparecieron– ¡nada! Ya no había que esperar un año entero. Le mostré a mi –nuestra– hijita otra vez su foto: él es tu papá, va a venir, lo vas a ver. Les dijo a los otros niños en la escuela: tengo un papá. Igual que cuando presumió el chivito que tenía en casa.

Deseábamos que viniera luego luego, y a la vez queríamos tiempo para prepararnos. Su madre vivía con la familia de uno de sus tíos; ahora que su padre estaba muerto no tenía una casa de él para llevarme tan pronto como nos casáramos. Si hubiera habido tiempo mi padre habría cortado postes, mi madre y yo hubiéramos hecho ladrillos, cortado paja y construido una casa para él, para mí y para la niña.

No estábamos seguros del día en que llegaría. Sólo oímos en mi radio su nombre y los de otros que fueron liberados. Después, en la tienda del indio vi el periódico The New Nation, escrito por gente negra, y en la primera página una fotografía de mucha gente bailando y agitando las manos –inmediatamente vi que era en el ferry. Algunos hombres eran cargados en hombros por otros hombres. No podía distinguir cuál era él. Estábamos esperando. El ferry nos lo había traído de la Isla , pero recordamos que Ciudad del Cabo está muy lejos de nosotros.

Después sí llegó. Un domingo no hubo escuela, así que trabajaba con mi madre escarbando y desyerbando las calabazas y la milpa, con el pelo, que pretendía tener bonito, cubierto por una vieja doek.5 Una combi6 atravesó el campo, sus camaradas lo habían traído. Quise correr y lavarme pero él permanecía ahí, estirando las piernas y llamando: ¡eh, eh!; con sus camaradas alrededor y alborotando, mi madre empezó a gritar al viejo estilo: ¡Aie! ¡Aie!, mientras mi padre aplaudía y zapateaba hacia él. Él mantenía sus brazos abiertos hacia nosotros, este hombre grande con ropas de ciudad y zapatos brillosos, y todo el tiempo que estuvo abrazándome yo mantenía mis manos sucias, llenas de lodo, alejadas de su espalda. Mucho me lastimaron sus dientes a través de sus labios. Jaló a mi madre que trataba de alzar a la niña hasta él. ¡Yo creía que íbamos a caernos! Después todo el mundo estaba tranquilo. Inkululeko se escondía atrás de mi madre. Él levantó a la niña, pero ella volteaba la cabeza. Le hablaba con ternura pero no le contestaba. ¡Casi tiene seis años! Le dije que no fuera bebita. Ella dijo: ése no es él.

Todos los camaradas se rieron, nosotros también, ella escapó y él dijo: tenemos que darle tiempo para que se acostumbre a mí.

Había engordado, sí, un montón. No lo creerías. Había sido tan delgado que sus pies se veían demasiado grandes para su cuerpo. Yo había sentido sus huesos, pero ahora –esa noche– cuando estaba encima de mí era tan pesado; yo no recordaba que hubiera sido así. Había pasado tanto tiempo. Es raro ponerse más fuerte en la cárcel; yo creía que no iba a tener suficiente comida y saldría débil. Todos decían: ¡véanlo! Ahora es un hombre. Él reía y se golpeaba el pecho con los puños. Les dijo cómo los camaradas hacían ejercicio en sus celdas; él corría tres millas diarias, dando pasos en un solo lugar en el suelo de la pequeña celda donde estaba encerrado. Después de estar juntos en la noche, solíamos hablar en voz baja por un buen rato, pero ahora puedo sentir que está pensando en algunas cosas que yo no sé, y no puedo preocuparlo con pláticas. Tampoco sé qué decir. Preguntarle cómo fue, cinco años encerrado allá; o comentarle sobre la escuela o la niña. ¿Qué más ha pasado aquí? Nada. Sólo esperar. Algunas veces, durante el día sí trato de decirle lo que fue para mí, aquí, en casa, en la hacienda, cinco años. Enseñando a los pequeños a cantar y a rezar, trabajando en la hortaliza de mi madre, yendo yo misma a cantar y a rezar los domingos. Bailando algunas veces afuera de nuestras casas con otros hombres cuando habían estado tomando (¿pensó en eso?) Él escucha, está interesado, tan interesado como cuando gente de otras haciendas viene a visitarlo y a hablar con él de cosas pequeñas que les sucedieron mientras estaba allá lejos en la Isla. Sonríe y mueve la cabeza, hace un par de preguntas, después se para y se estira. Veo que es para mostrarles que es suficiente, su mente va a regresar a algo en lo que estaba ocupada antes de que ellos vinieran. Nosotros, gente de campo, somos muy lentos; decimos las cosas lentamente. Él también solía decirlas así.


Cartel de propaganda:
Fuera el imperialismo de África, 1964

No se ha empleado en otro trabajo. Pero no puede estar con nosotros. Creíamos que, después de cinco años allá en la mitad de ese mar verde y azul tan lejos, descansaría un tiempo con nosotros. La combi o algún coche viene a recogerlo y dice: no te preocupes, no sé qué día regresaré. Al principio yo le preguntaba: qué semana, ¿la semana que viene? Trataba de explicarme: en el Movimiento no es como era en el sindicato, donde haces tu trabajo cada día y después estás ocupado con las reuniones; en el Movimiento nunca sabes a dónde tendrás que ir y qué es lo que va a venir después. Y lo mismo con el dinero. En el Movimiento no es como en un trabajo con paga regular –yo sé eso, no tiene por qué decírmelo– es como haber ido a la Isla , lo haces por toda nuestra gente que sufre porque nunca hemos tenido dinero, ni tampoco hemos tenido tierra. Mira, dice él, hablando de la casa de mis padres –mi hogar, la casa donde he estado esperándolo con su hija. Mira este lugar donde el hombre blanco es el propietario de la tierra y deja que como paracaidista hagas chozas de lodo y lámina mientras trabajes para él– Baba7 y tu hermano sembrando sus tierras y cuidando su ganado, Mamá limpiando su casa, y tú en la escuela sin tener la oportunidad siquiera de estudiar adecuadamente para maestra. Somos propiedad del hacendado, dice él. He estado pensando que nosotros no tenemos una casa porque no hubo tiempo de construirla antes de que viniera de la Isla , pero en realidad nunca hemos tenido una. Ahora he entendido eso.

No soy estúpida. Cuando los camaradas vienen a este lugar en la combi a hablar con él, yo no me retiro con mi madre después de que les hemos servido (si ha hecho para el fin de semana) cerveza. Les gusta su cerveza, hablan de nuestra cultura, hay uno que, poniendo los brazos alrededor de mi madre, insiste en llamarla la madre de todos ellos, la madre de África. Algunas veces la complacen muchísimo diciéndole cómo cantaban en la Isla y la ponen a cantar una vieja canción que todos conocemos de nuestras abuelas. Después entran ellos con sus voces fuertes. A mi padre no le gusta este ruido que se propaga a través del campo; tiene miedo de que el Bóer se entere de que mi hombre es político, de la Isla, y de que está haciendo reuniones en sus tierras, él le dirá a mi padre que se vaya y se lleve a su familia. Pero mi hermano dice: si el Bóer pregunta algo, dile que nos reunimos a rezar. Luego acaba la cantada, mi madre sabe que tiene que marcharse a casa.

Yo me quedo y escucho. Él se olvida que estoy ahí cuando habla y discute sobre algo que yo sé que es importante, más importante que cualquier cosa que nos pudiéramos haber dicho cuando estábamos solos. Pero, de repente, cuando alguno de los camaradas está hablando, me doy cuenta de que me ve por un momento como yo vería a uno de mis alumnos favoritos en la escuela para animarlo a entender. Los hombres no me hablan y yo tampoco hablo. Cuando hablan del Gran Hombre, de los Viejos, yo sé quiénes son ellos: nuestros líderes que también regresaron de la cárcel. Una de las cosas de las que hablan es de organizar a la gente en el campo –los trabajadores, como mi padre, mi hermano y como su padre lo fue. Aprendo qué son todas estas cosas: salario mínimo, horas de trabajo limitadas, derecho a huelga, vacaciones anuales, compensación por accidentes, pensiones, incapacidad por enfermedad e incluso por maternidad. Estoy embarazada: por fin tengo otro hijo dentro de mí, pero ése es un asunto de mujeres. Le hablé del niño que viene. Dijo: y éste pertenece a un país nuevo, ¡él establecerá la libertad por la que hemos luchado!

Sé que quiere casarse, pero por el momento no hay tiempo para eso. Apenas hubo suficiente para que hiciera el niño. Viene a dormir conmigo como cuando viene a comer o a ponerse ropa limpia. Levanta a la pequeña y la mece de un lado a otro –ya estuvo, se mete en la combi, ya les dirige a sus camaradas esa cara suya que sólo sabe lo que está dentro de su cabeza, esos ojos que se mueven rápidamente como si estuviera persiguiendo algo que no puedes ver. La pequeña no ha tenido tiempo de acostumbrarse a este hombre. Pero sé que algún día ¡estará orgullosa de él!

¿Cómo le puedes decir eso a una niña de seis años? Pero le hablo del Gran Hombre y de los Viejos, nuestros líderes, así ella sabrá que su padre estuvo con ellos en la Isla , que este hombre también es grande.

El sábado que no hay escuela, planto y desyerbo con mi madre. Ella canta pero yo no; yo pienso. El domingo no hay trabajo, sólo reunión para rezar en el camino del Bóer, bajo los árboles, y tomadera de cerveza en las chozas de lodo y lámina que los hacendados nos permiten hacer como paracaidistas en su tierra. Salgo yo sola como solía hacerlo cuando era niña, inventando juegos y hablando conmigo misma donde nadie me oye ni me vea. Me siento en una piedra tibia al caer la tarde en lo más alto, y todo el valle es sólo un sendero entre las colinas que lleva lejos de mis pies. Es la hacienda del Bóer –pero eso no es verdad, no le pertenece a nadie. El ganado no sabe que alguien dice que es su propietario –las ovejas son piedras grises que después se convierten en una gruesa serpiente gris que se mueve– no saben. Nuestras chozas, la vieja morera y la tablita café de tierra que mi madre estuvo escarbando ayer allá abajo, y de aquel lado el grupo de árboles alrededor de las chimeneas y de la cosa brillosa que es el mástil de la televisión de la casa principal –no son nada acá en esta tierra. Podría desaparecerlas como un perro se sacude una mosca.

Estoy arriba con las nubes. El sol detrás de mí cambia los colores del cielo y las nubes también están cambiando, se inflan como burbujas. Abajo hay una franja gris, pero no lo suficiente como para traer lluvia. Se alarga y se oscurece, le crece un hocico delgado, un cuerpo largo y al final una cola. Hay una enorme rata gris moviéndose en el cielo, comiéndoselo.

La niña recordaba la foto; cuando lo vio dijo: ése no es él. Estoy sentada aquí adonde venía con frecuencia cuando él estaba en la Isla. Vengo para alejarme de los demás, a esperar sola. Estoy viendo la rata –pierde su forma, se come el cielo– y esperando. Espero su regreso.

Espero. También yo estoy esperando regresar a casa.

Traducción de Pilar Castro

Notas:
1Publicado en The New Yorker , 27 de agosto de 1990.
2Del neerlandés boer , colono.
3Jefe, en afrikáans.
4Se refiere a la Isla Robben , a doce kilómetros de la costa de Ciudad del Cabo, Sudáfrica.
5Pañoleta, en afrikáans.
6En cursivas en el original.
7Papá.