Usted está aquí: lunes 7 de abril de 2008 Cultura El cortesano y su fantasma

El cortesano y su fantasma

Xavier Rubert de Ventós

Ampliar la imagen Portada del libro El cortesano y su fantasma, de Xavier Rubert de Ventós Portada del libro El cortesano y su fantasma, de Xavier Rubert de Ventós Foto: Luis Asín

La visita a México del filósofo español Xavier Rubert de Ventós coincide con la aparición en el país de su novela más reciente, El cortesano y su fantasma, una reflexión profunda e irónica, a través de la ficción, del papel de los políticos en la sociedad, inspirada en su experiencia como diputado del Parlamento Europeo. Con autorización de la editorial Sexto Piso publicamos un adelanto de esa obra. El autor participará esta semana en dos foros universitarios en donde expondrá algunas de las ideas alrededor del libro. El primero se llevará a cabo el martes en la sala Lucio Mendieta de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM, a las 11 horas; el miércoles, el pensador disertará en torno a la situación que se vive en Europa y Estados Unidos, desde el punto de vista filosófico, en el salón Raúl Bailleres del Campus San Ángel del ITAM, Río Hondo #1, colonia Progreso Tizapán, a las 19 horas.

II. Exordio

“Pero no te aceleres. Tienes que aprender a mirar sin precipitarte a juzgar. A ser impecable sin ser cáustico. Irónico quizá sí, pero de una ironía sólo venial –que la ironía muy agitada pronto se corta, y se hace agria. No hinches los adjetivos con tus propios prejuicios. ¿No eras tú quien se irritaba con el juego fraudulento del Astrólogo que no respeta la inocencia del futuro al querer darle grosor, sentido y orientación? Mira pues de no hacer tú lo mismo con el pasado. Respeta la modulación y la calma de este pasado –die Ruhe der Vergangenheit. Manos fuera: si te falta la elegancia de estar con naturalidad y cordial en el Parlamento, controla al menos la tentación de analizarlo como hacen esos colgados de las fiestas: sicólogos a su pesar y espías de urgencia. No dejes que la reacción alérgica que todo ello te produce se te coagule en un discurso crítico. Mira que tus juicios te juzgan a ti antes que a los demás. Evita la ficción displicente. Que el sentido del humor no te haga perder el sentido del ridículo –o viceversa. No quieras ser literal pero tampoco literario. Ni juez ni víctima: ni análisis sociológico ni cuento de la lágrima. Deja sólo que todo ello circule a través de ti. Hazte simplemente el viático o excipiente que lo vehicula. Sé lo bastante creativo para llegar a ser sólo objetivo. Aprende a considerar tus reacciones como meramente accidentales, como un elemento más del paisaje o, más exactamente, como la ‘reacción’ química que se produce cuando tú entras en contacto con él. Aprende a tratar todo eso como a las convenciones o al propio lenguaje que hablas: sin creértelo, sin tampoco rebelarte, sobre todo sin querer delatarlo. Mira que meterse en política y quejarse luego de su falta de ternura o sutileza es hacer como la que se casó con un artista y se lamentaba de que no tuviera las virtudes de un inspector fiscal.

“Nada, pues, de escándalos: la expresión del desconcierto debe ser siempre sobria. No hagas aspavientos: hay que saber mantenerse atónito con circunspección, sin perder el tono ni las formas. Y la primera condición, ya lo sabes, es controlar la libreta donde todo lo anotas con letra de mosca. Esa libreta donde, más que apuntar, parece que quieras apuntalar tu virginidad. Esa libreta que te permite sentirte ora por encima de lo que te rodea –Dios que juzga–, ora por debajo –portera que mira por la cerradura–. Y como tienes más espíritu de portera que de demiurgo, vigila sobre todo la última tentación. La de explicar cómo se hace –‘de veras’– la política, con la punta de malicia del chiquillo que explica al amiguete cómo se hacen, de verdad, los niños.”

Así ha hablado su alter ego, que hoy manifiesta obvias pretensiones de super ego.

Propósito de enmienda antes de acostarse: tiene que llegar a hacerse soluble en el Parlamento. Articularse en su funcionamiento y talante. Convertirse a él, por así decir. Aunque quizá no tanto como algunos intelectuales que corren a cambiar su presunta y promiscua relación con la Verdad por un no menos licencioso vínculo con las razones de Estado. Lo que ha de aprender, al menos, son las reglas o convenciones que dotan de validez a los argumentos políticos, y de eficacia a la acción parlamentaria. Unas reglas, es cierto, nada fáciles de esclarecer, y que, como en los “juicios reflexivos” de Kant, por todas partes se adivinan pero en ninguna se hallan explícitas. Una observación hecha por él mismo, como de paso, le iniciará de entrada a la curiosa naturaleza circular de estas reglas:

–Jorge –ha dicho–, quizá para asesor sí vale; pero para un cargo de responsabilidad…

Al día siguiente, alguien se le acerca y le dice en tono confidencial:

–¿Cómo se podía pensar en Jorge para el Ministerio de…? Si todo el mundo sabe que él, para asesor sí vale, pero para un cargo de responsabilidad…

Los juicios cabalgan, flotan, pasan, corren y vuelven por fin a su emisor revestidos de la objetividad y contundencia de lo que “se dice” o “se sabe”. Y así es como el valor, futuro o posibilidades de un miembro de la Cámara parecen a menudo determinados por el tópico que sobre él ha cuajado en el milieu parlamentario o partidario. Por supuesto que todo ello desconcierta al recién llegado… Pero ya es hora seguramente de presentar, o al menos bautizar, a nuestro personaje. Le llamaremos P., que para algunos exégetas significa “parlamentario eventual”, aunque otros entienden que la P. es de penjat (“colgado”), y tampoco falten los que la interpretan como una velada alusión a su carácter “periférico”.

Comoquiera que sea, decíamos que a P. le desconcierta este inmediato poder resolutivo de las palabras. Al primer vistazo, le parece una manifestación secularizada del discurso divino que, como se sabe, no puede limitarse a decir algo sobre la realidad, sino que crea esa realidad en el acto mismo de nombrarla. Que no manda lo que es justo, sino que constituye en justo lo que ordena. ¿Y no se decía incluso de los reyes que, más que vestir con elegancia, transformaban en elegante su manera de vestir? Ahora bien, a estas alocuciones de alta efectividad (y tono habitualmente bajo) que determinan a personas y cosas, P. descubrirá pronto que se añaden en el Parlamento otras bien distintas. Son las de bajísima eficacia (aunque de tono más alto) que simplemente ni las rascan y se limitan a tocar la dulzaina. Parece así que la dicción política raras veces consiga sólo y precisamente nombrar la realidad: o se pasa o no llega. Se pasa, como veíamos, cuando no es que diga eso o aquello de una persona, sino que la constituye en lo que de ella dice. Pero no llega cuando desde este Parlamento divaga sobre el “reparto internacional de zonas de influencia” y demás realidades que lo rebasan. Un discurso, pues, que a menudo oscila entre la autosuficiencia y la irrelevancia, entre lo constitutivo y lo meramente decorativo u ornamental. Un lenguaje alucinado que parece haber perdido la justa distancia o ironía que ha de regir la relación entre las palabras y las cosas.

Esta relación P. siempre la había imaginado de una forma bastante romántica: como la hiedra verbal que trepa y abraza la columna de los hechos. Es decir, algo que expresa y a la vez transforma la realidad; que la subraya y la oculta, la revela y la respeta… Pero eso es precisamente lo que aquí no acaba de encontrar: los mínimos de ironía que el rigor, la decencia, la propia caridad imponen.

Traducción de Mercè Rius

 
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