Usted está aquí: domingo 16 de marzo de 2008 Política Reconocer y oponerse

Arnaldo Córdova

Reconocer y oponerse

Don Jaime Torres Bodet relata en sus memorias cómo y a quién se debió que se introdujera el concepto de democracia en nuestra Carta Magna, precisamente en el artículo tercero. En el tomo Años contra el tiempo (Porrúa, 1969, pp. 330-331), nos dice que Vicente Lombardo Toledano le hizo saber lo que, pensaba, debería contener la reforma: “… mencionar ‘los resultados del progreso científico’ como base de la enseñanza y… aludir a la democracia, no solamente como a un régimen político, sino como a un sistema de mejoramiento económico, social y cultural”. Luego don Jaime agregó aquello de “sistema de vida”.

Ya he escrito muchas veces que a la democracia se le pide ser lo que no puede ser o hacer lo que ella no puede hacer. Todo lo que se le demanda deberían hacerlo los gobiernos que se eligen a través de ella, no ella que es tan sólo un método para organizar al Estado y elegir a los representantes del pueblo. Luego de los cambios constitucionales en materia de reforma electoral, la democracia comienza a circular por el texto de la Carta Magna; pero su definición quedó consagrada en el artículo dedicado a la institución educativa desde 1946 (que fue cuando se aprobó la reforma). Eso a mí me pareció bastante anómalo.

Hace 45 años leí por primera vez los textos sobre la democracia del gran jurista austriaco Hans Kelsen. Me convenció de tal manera y tan definitivamente que hasta con mi maestro italiano, Umberto Cerroni, discutí interminablemente, porque él decía que la democracia era un modo de organizar a la sociedad, mientras yo, con Kelsen, le replicaba que la democracia sólo se ocupaba de organizar al Estado. Ni yo lo convencí ni él me convenció. Para mí, es el Estado, constituido democráticamente, el encargado de organizar a la sociedad. El sistema democrático es el encargado de organizar al Estado. La democracia no puede ser inepta: ella es lo que dice la definición constitucional con la que la hemos instituido. El inepto puede resultar, más bien, el Estado, y no por su culpa, sino por culpa de aquellos a quienes elegimos para regirlo y, a final de cuentas, de nosotros mismos.

Por supuesto que la democracia no es tan sólo un concepto opuesto a una corpulenta organización real que es el Estado. No estoy postulando que nuestra democracia sea una abstracción. Todo lo contrario, es toda una realidad. Es un sistema organizativo del Estado y ahora está ampliamente definida en su funcionamiento y en sus reglas en nuestra Constitución y en su legislación derivada. Es tan real como el Estado que se crea a través de ella. No la hemos acabado de precisar ni de definir. Eso es culpa nuestra, no de ella.

Definir a la democracia como un sistema de vida o, incluso, como diría el maestro Lombardo, como un sistema de mejoramiento económico, social y cultural, es darle a la democracia tareas para las que nadie, a través de la historia, la ha pensado. En el célebre discurso de Pericles que nos reporta Tucídides, él se refirió al poder del pueblo ejercido democráticamente. Las otras son tareas del Estado y de quienes ejercen su poder. La democracia, como sistema, nos dice que, fundado en el principio constitucional de la soberanía popular, el pueblo decide cómo será su Estado, quiénes deberán conducirlo (elegidos por el pueblo) y que deberán hacerlo para proteger a la sociedad de la que surge el pueblo y para procurar que sea libre y apto para que logre su prosperidad. Como lo asentó Lincoln en su célebre oración de Gettysburg: un gobierno del pueblo, para el pueblo y por el pueblo. Eso lo procura la democracia, pero es el Estado el encargado de realizarlo.

Los que piden a la democracia mejores salarios, mejores condiciones económicas para prosperar, más inversiones, un mejor sistema educativo, un mejor sistema de salud, mejores vialidades, mayor y más sólida infraestructura, mejor combate al crimen, se equivocan de destinatario. La democracia puede proporcionar el instrumento que pueda hacer posible eso, un Estado democrático. Pero ello depende de los ciudadanos a los que la democracia garantiza su derecho a elegir. Si los ciudadanos se equivocan y eligen a gobiernos ineptos, tal cosa ya no es responsabilidad suya, sino de los ciudadanos que no supieron hacer buen uso de su derecho soberano de elegir a los más aptos.

El gran Kelsen, además, en un bellísimo ensayo de los primeros años treinta que intituló En defensa de la democracia y cuando el jurista veía ya venir el asalto al poder de los nazis en Alemania, advirtió que la democracia es tan omnicomprensiva, tan generosa y tan incluyente que comprende, por definición, también a sus enemigos. Defenderse de ellos tampoco es tarea de ella, sino de quienes están en el poder a través de ella. En ese breve y luminoso ensayo, Kelsen alerta sobre los intereses sociales extremistas, de izquierda o de derecha o, también, demagógicos que son, por definición, antidemocráticos. La democracia no se puede defender por sí sola.

El fin de la democracia es darle el poder supremo al pueblo, ese poder que reside originariamente en él, pero que ella instrumenta y lo pone al servicio de la sociedad. No tiene otros fines ni otras funciones. Creo que Kelsen temía al totalitarismo de izquierda lo mismo que al de derecha, pero, por sobre todas las cosas y a final de cuentas, temía más al de derecha, personificado entonces por el nazismo hitleriano. Nuestra derecha panista, yunquista, ultramontana, franquista, enemiga del Estado laico, entreguista a los intereses económicos nacionales y extranjeros, antinacionalista y retardataria no es democrática, sino antidemocrática y autoritaria en su esencia. Es ese enemigo de la democracia que Kelsen veía en el nazismo y que debemos parar, aquí, democráticamente.

La democracia nos da las armas, lo mismo, para defenderla que para destruirla. Esa es su gran virtud. Esa fue la obsesión de Kelsen y debería ser la obsesión, permanente y sin tregua, de todos los espíritus democráticos que hay en este país, por encima de todas las etiquetas ideológicas y políticas. La democracia, desafortunadamente, no nos garantiza nada, ni siquiera que podamos tener elecciones limpias y transparentes. Eso es nuestra responsabilidad, del Estado y de los ciudadanos que, gracias a ella, podemos decidir.

 
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