Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 9 de marzo de 2008 Num: 679

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Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

El diccionario de
los que no están

GABRIELA VALENZUELA NAVARRETE

Eurídice
SATAVROS VAVOÚRIS

Sandor Marai y el
ocaso de un imperio

SERGIO A. LÓPEZ RIVERA

Berlinale 2008
ESTHER ANDRADI

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Columnas:
La Casa Sosegada
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Las Rayas de la Cebra
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Verónica Murguía

Pobres fumadores

El otro día, mientras lavaba los trastes, me puse a oír el noticiero. Escuchar el noticiero, lo sabemos, es una actividad muy peligrosa, pues queda uno con las orejas expuestas a las malas noticias y, según la estación que se escoja, a otras tantas tarugadas.

En efecto: me tocó escuchar una pésima noticia –la aprobación de la ley que impide fumar en cualquier lugar público que no sea la calle– en boca de un tarugo indescriptible, un diputado muy joven que alardeaba de “nunca haber fumado”, y de tener disposición de “algún día, tal vez, regular el consumo de tabaco hasta en el interior de las casas”. Me imaginé al tipo este en mi casa, y me invadió una furia tal que se me rompió un plato. Y yo ni fumo.

Entraron llamadas al programa, entre ellas una del periodista Carlos Marín, quien estaba tan enojado que no le entendí nada. Y puedo afirmar que, aun sin haber comprendido lo que decía, estoy de acuerdo con él.

Hace seis años escribí en este mismo espacio una breve defensa de los fumadores en ocasión de la ley que los segregaba, pues esa ley me pareció el anuncio de los gestos santurrones y falsamente solidarios que ahora nos rodean. Cómo han de haber cambiado las cosas, que ahora la segregación me parece inofensiva. Y lo es, comparada con una ley que prohíbe fumar en los bares y las cantinas, una ley absurda, ridícula y metiche. ¿Qué no ven, señores, que el cigarro se disfruta en compañía? Tal vez seamos testigos del advenimiento de la cantina sin trago o del antro con música bajita, insulsos como el ideario de los bienpensantes que se pasean por la Asamblea.

Estos diputados que se pavonean diciendo que no fuman como quien presume de hablar con Dios –o siendo políticos, de que no roban–, me pasman por su hipocresía: ¿no saben que andar por las calles del Distrito Federal le hace a los pulmones lo que una cajetilla diaria?

¿Por qué no permitir la existencia de restaurantes para fumadores –a los que puedan entrar los amigos de éstos, si quieren–   y restaurantes para no fumadores?

Además, estamos en México. Eso significa que si alguien enciende un cigarro en una fonda o una pulquería, la autoridad tomará medidas draconianas sin dudarlo. Esa misma autoridad va a seguir fumando como un murciélago, donde se le dé la gana, ya lo verán.

Habrá que ver cuáles serán las medidas que adopten los diputados para sus pobrecitos colegas fumadores: un cuarto amplio, con clima, sillones tapizados con piel, ceniceros de Tane y minibar con refrescos fríos y cacahuates japoneses. En cambio, la secretaria a la que el jefe atormenta con órdenes contradictorias; al mesero al que los clientes no dejan propina; al alumno al que le cuesta trabajo concentrarse por estar pensando en La Inmortalidad del Cangrejo… ésos, que se salgan a la calle. Y si prenden su cigarro en el café, la mesera tendrá que expulsarlos como el arcángel expulsó a Adán del paraíso. Sin piedad.

No estoy defendiendo la nicotina, porque hay quien se hace bolas y sale con eso. Pero la nicotina, comparada con el alcohol, es una blanca paloma. En primer lugar no le cambia el carácter al fumador. Tampoco le confunde el caminado, ni le hace repetir el mismo chiste doscientas veces, o llorar en el hombro de un desconocido. Nadie, repito, ha chocado el coche porque se fumó uno de más. Nadie se gasta la quincena en invitarle cigarros a sus amigos, o se baja el pantalón en una fiesta porque se le subió el humo a la cabeza. Nadie.

El cigarro es cancerígeno, arruina la condición física y amuela los dientes. Eso mismo hace el alcohol –no sé del cáncer, pero podemos poner cirrosis, úlcera o demencia–, y nadie –todavía– ha pensado en sacar a los bebedores de la cantina. Un solo avión contamina más de lo que un fumador empedernido en toda su vida.

El cigarro sirve para estar callado, para mirar cómo pasa el mundo, para escuchar al amigo en problemas, para darnos valor y hablar de los nuestros. Nos envuelve en una breve cortina de humo, nos otorga una pausa.

Gandalf, perdido las minas de Moria, no lamenta haberse metido en el lío del anillo, pero sí el no haber empacado suficiente tabaco.

Te atacan orcos, goblins, estás perdido en un laberinto, no se ve la salida. Los tambores, cuenta Tolkien, hacían doom doom, y la oscuridad era tan espesa que la Compañía no veía un burro a cuatro pasos. Imagínense que alguien le hubiera dicho a Gandalf: si quieres fumar, salte. No la amuelen.