Usted está aquí: jueves 14 de febrero de 2008 Política La otra elección

Jorge Eduardo Navarrete

La otra elección

Antes que la estadunidense, que por lo pronto acapara la atención pública, habrá de celebrarse otra elección de alcance global que, sin embargo, suscita menos emociones. A principios de marzo, en el antiguo rival estratégico de la guerra fría será elegido el sucesor de Vladimir Putin, llegado al poder hace ocho años y poco dispuesto a alejarse de él. Llaman la atención varios extremos: desde un resultado que se supone predeterminado hasta las discusiones sobre los observadores externos; desde las peculiaridades de la nominación de candidatos hasta las hipótesis sobre cómo Putin ejercerá el poder después de entregarlo formalmente. El proceso se produce en un momento en que, a diferencia de los primeros años de la transición, Rusia no parece dispuesta a aceptar lecciones y reconvenciones foráneas. Los medios de información europeos han visto con agudeza crítica este nuevo episodio del difícil y prolongado tránsito de la Federación Rusa hacia una democracia político-electoral inspirada en los moldes convencionales, aunque cargada de peculiaridades rusas. En la prensa europea han menudeado los veredictos negativos y condenatorios, como si la limpidez democrática fuera ya una realidad extendida en el continente y en el mundo. Es de interés, por todo lo anterior, asomarse un poco a esta otra elección.

Nadie duda de que, en su segundo periodo de gobierno, Putin no tuvo mayor preocupación que encontrar la forma de prolongar su poder, sin ejercer demasiada violencia contra el orden legal establecido. Más elegante que Cardoso en Brasil –un caso entre muchos otros–, se negó a propiciar que la Constitución fuese modificada a su favor y prefirió vías menos directas: establecer a su partido como la principal fuerza electoral; constituirse en líder formal del mismo y ser elegido a la Duma; designar al candidato presidencial para, a su vez, ser designado primer ministro por éste. Así corre la hipótesis más socorrida. Es claro, empero, que Putin no quiere ejercer el poder detrás el trono, sino junto al trono.

La elegancia se ha sacrificado cuando no ha habido otro remedio. Alegando que 13 por ciento de los 2 millones de firmas que reunió para registrarse como candidato independiente eran inválidas, se expulsó de la carrera al único contendiente creíble, el ex premier Mijail Kasyanov. Sin embargo, se decidió preservar a otros tres candidatos –entre ellos el folclórico líder ultranacionalista Vladimir Zhirinovsky– para asegurar que la elección de Dmitry Medvedev, el candidato de Putin, resulte menos burda. Este trasiego de candidatos no es, por cierto, práctica desconocida en buen número de democracias occidentales.

(Dicho sea entre paréntesis. Dos millones de firmas para que un candidato independiente pueda ser registrado quizá sea un requisito excesivo. En un país de 110 millones de ciudadanos equivale a cerca de 2 por ciento de los electores. Si alguna vez se registran en México candidatos sin partido, pedirles millón y medio de firmas de apoyo no sería mal disuasivo. Sería más fácil fundar un partido y luego hacerse candidato.)

Putin siempre parece haber visto el ejercicio electoral como una gran operación de relaciones públicas internacionales. Se le vino abajo con el debate sobre los observadores internacionales. Se impusieron tantas trabas y limitaciones a su actuación que la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE) ha amenazado con retirarlos y, con su ausencia, poner en entredicho la legitimidad del proceso electoral. Se han manejado, a este respecto, dos hipótesis. La primera postula que, a pesar de todo, Putin no está seguro de que su candidato triunfe en las urnas y, en caso necesario, desea manipular el escrutinio lejos de los reflectores. La segunda es potencialmente más inquietante: Putin piensa que Rusia no necesita de espaldarazos de legitimidad provenientes de observadores externos. Está convencido de que todo mundo debe aceptar la legitimidad de los resultados que proclame su autoridad electoral, al igual que acepta los que provienen del Reino Unido, de Francia, de Estados Unidos o de México. ¿Por qué habría de ser de otro modo? Casi dos decenios después de la transición, Rusia es, a fin de cuentas, un país normal.

El proceso electoral –que, muy probablemente, desembocará en un presidente del que nadie había oído hablar y un primer ministro, ex presidente, bastante conocido– puede entenderse como otra manifestación del nacionalismo ruso, cada vez más asertivo, confiado y poderoso. Este nacionalismo se ha manifestado, de manera muy especial, en la renacionalización de las empresas estratégicas y el control estatal directo de los recursos básicos. Tiene muchas otras expresiones que coinciden en un rechazo reiterado a los consejos, recomendaciones o insinuaciones de los gobiernos y las empresas que vieron en la transición de la URSS a la Federación Rusa, de la economía centralmente planificada a la de mercado, del autoritarismo unipartidista a la democracia electoral, uno de los grandes negocios de la vuelta de siglo. La innegable popularidad de Putin ha corrido pareja con la reafirmación del orgullo nacional ruso.

 
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