Usted está aquí: viernes 23 de noviembre de 2007 Política Sobrevivientes identifican los cadáveres destrozados

REPORTAJE /A diez años de Acteal

“Es la Navidad más triste de nuestras vidas”: Samuel Ruiz

Sobrevivientes identifican los cadáveres destrozados

Autoridades chiapanecas nunca efectuaron el trámite respectivo

La CNDH hace abrir los 45 ataúdes; el olor se subleva

“Ellos, nuestros padres y madres, harán que se cumpla el sueño de la justicia. Su sangre regará nuestro suelo, nuestra milpa, nuestra casa, para que la paz amanezca y brille la justicia”

Hermann Bellinghausen /XIX

Ampliar la imagen Integrantes de la organización Las Abejas, ayer durante la misa mensual en Acteal en memoria de las víctimas Integrantes de la organización Las Abejas, ayer durante la misa mensual en Acteal en memoria de las víctimas Foto: Moisés Zúñiga Santiago

Acteal, 25 de diciembre de 1997. Poco a poco sube el olor, rodeando con su cálida contundencia todo este inmenso y sólo en apariencia callado dolor de los tzotziles. No, no es la pestilencia de la muerte, aunque conforme avanza la mañana las 45 cajas se vayan poblando de moscas, miles de ellas, golosas. Tampoco es el olor dulzón de esta tierra removida y pisoteada tanto en tan pocos días. Los sobrevivientes de la matanza de Acteal llevan su dolor y su rabia con una grandeza inmune a todo. ¿Ya qué más puede pasarles?

Mariano, en el vértice de la explanada que ocupan los ataúdes de todos sus muertos, preside, junto con la demás autoridad tradicional del pueblo de Chenalhó, la misa de cuerpo presente que oficia el obispo Samuel Ruiz García, quien llama a ésta “la Navidad más triste de nuestras vidas”.

Representante de Paz de Acteal, Mariano es el único de los cientos de hombres presentes que lleva sombrero ceremonial de listones. Él conduce la ceremonia. Es quien habla a los hombres y mujeres de Quextic y La Esperanza, cuyos familiares vinieron a morir aquí. A la vez supervisa la excavación de las dos grandes fosas de dos metros por 20, que en ese momento ocupa a decenas de hombres y muchachos que con picos y palas rompen la tierra. Mariano distribuye crisantemos blancos a las mujeres y les pide ponerlos sobre las cajas de los suyos. Él mismo va y pone uno sobre el ataúd de su mujer, y otros dos sobre los de sus hijas. Sobre cada uno se inclina y deposita un beso.

Es uno de los hombres más respetados de Chenalhó. Su cargo anterior, hasta hace pocos meses, fue de pashión, máxima autoridad espiritual. Durante un año descansó sobre sus hombros el peso del universo. En el vértice del campo de cajas, Mariano habla con claridad. También llora. Sólo quedaron él y su hijo de 12 años. Lo rodean los demás principales, mientras transcurre la misa que concelebran Ruiz García y varios sacerdotes de la diócesis de San Cristóbal de las Casas.

Crisantemos y artículos constitucionales

Han hablado varios hombres, como acostumbran cuando están en asamblea. Uno dice al obispo: “voy a morir también, pero quiero la justicia, que sean castigados los culpables, los priístas, principalmente. No me importan las diferencias de organización ni partido político”. E invoca la Constitución, en misa: “Hay el artículo 24, que va a respetar los partidos y las religiones. ¿Dónde está el artículo 24, señor gobernador?”

También los principales reparten crisantemos a las mujeres. Un catequista, señalando hacia las cajas, expresa en la ceremonia: “ellos, nuestros padres y madres, harán que se cumpla el sueño de la justicia. Su sangre regará nuestro suelo, nuestra milpa, nuestra casa, para que la paz amanezca y brille la justicia”. Es creyente de la intercesión de los ancestros ante las potencias superiores. Así, comenta de los caídos: “ellos y ellas harán que la palabra hable”.

Con sobriedad admirable, los sobrevivientes escuchaban al Tatic hablar del perdón, en el mismo sitio donde cayeron sus familiares. Samuel Ruiz García ha estado con ellos desde temprano. Antes de la misa permaneció sentado frente a los indígenas reunidos sobre la explanada cavando la fosa. Durante horas, solo y en silencio, miró ese campo sembrado de cadáveres. Seguramente sintió, como todos los presentes, la sobrecogedora paz, más allá de las lágrimas, que irradiaban los indígenas de Las Abejas.

Pocos metros arriba de esta explanada corre la carretera por la que llegaron la mañana del lunes los asesinos. Por la que hoy temprano transitaban algunos de los implicados en un vehículo oficial, se presume que protegidos por la policía municipal del ayuntamiento constitucional de Chenalhó, que viajaba en otro vehículo.

Dio la casualidad. Y entonces pasaron por el sitio, y en medio del cortejo, miembros del grupo paramilitar que ejecutó el crimen. Fueron reconocidos por la procesión que traía los 45 cuerpos desde el vecino pueblo de Polhó, donde anoche los entregaron las autoridades de Tuxtla y la Federación a los mandos del municipio autónomo.

¿Enviaba el gobierno a los paramilitares a un probable linchamiento, poniéndolos en manos de los sobrevivientes? La disciplina de las bases zapatistas que acompañaban el cortejo y la presencia del Tatic impidieron que los paramilitares fueran agredidos. Como con los dolientes venían la Policía Judicial Federal y la CNDH, se aprehendió de inmediato a los sospechosos, no lejos del flamante campamento del Ejército instalado en la escuela primaria de Acteal.

Más tarde, durante la misa, bajó de la carretera, atravesó con descaro la explanada llena de indígenas y caminó hasta la ermita, a 50 metros del lugar, un hombre de traje. Tal vez el único de los miles de presentes con saco y pantalón de vestir. Ostentaba una pistola escuadra metida en la cintura. Minutos después apareció Gustavo Moscoso Zenteno, magistrado del Tribunal Superior de Justicia de Chiapas y representante del gobierno ruizferrista en las negociaciones de paz y reconciliación que culminaron en matanza.

Buscaba a Mireille Roccatti, titular de la CNDH, pero ésta ya se había retirado. Como quiera, permaneció un rato en el entierro. Encarnaba aquí al gobierno. No estuvo mal que presenciara, aunque sólo fuera por unos minutos, la terrible ceremonia. No estuvo mal que, también a él, lo envolviera ese olor.

A pocos pasos, bajo los maltrechos cobertizos del campamento en ruinas y a partir de hoy cementerio, las mujeres cuidan en la sombra y amamantan a sus hijos. Uno de ellos vomita bilis, dolorosamente. Una bebita llora. Varios niños, circunspectos y todo, medio juegan. Pasa entonces el hijo de Mariano, cargando en la frente una red. Heredó el porte de su padre. Un príncipe sin tierra. Sonríe tristemente y se pierde entre los hombres que esperan su turno para cavar las fosas. “No fosa común, sino comunitaria”, según Carlos Monsiváis, testigo del desenlace de la ignominia.

La presencia gubernamental

Y entonces, el brutal trámite burocrático: identificar los cadáveres. Por increíble que parezca, las autoridades del gobierno chiapaneco no efectuaron nunca ese trámite, en lo que varios observadores consideran otra maniobra de ocultamiento. Otra más. Ahora es competencia federal. Un agente, uno solo, de la Policía Judicial Federal, escucha, abrumado, decenas de denuncias. La historia de X’Cumumal, comunidad rodeada por los paramilitares y la policía, donde están a punto de morir de hambre más de 3 mil desplazados. Suda cuando escucha la historia de las mujeres secuestradas en Pechequil, obligadas por los priístas a realizar trabajos forzados bajo amenaza de muerte.

Aquí se inhuma a cinco mujeres embarazadas. La PGR mencionó sólo dos en su informe. Dos murieron a machetazos. Otra, Juana Pérez Pérez, de 33 años y siete meses de embarazo, recibió de arriba a abajo una bala expansiva en el tórax que le causó exposición abdominal de vísceras. En datos corroborados por Las Abejas, a Rosa Pérez Pérez, con dos heridas en tórax, le estalló el corazón, y recibió un machetazo. Marcela Capote Vázquez, de 15 años, bala en tórax. María Gómez Ruiz recibió dos tiros por la espalda, igual que todos los los niños caídos. También embarazada, Rosa Gómez sobrevivió; no su bebé.

Los operarios de la CNDH hacen abrir uno por uno los 45 ataúdes después del mediodía. Los familiares de los muertos enfrentan el momento de reconocer a su gente en esos cuerpos destrozados. Por descomposición o por efectos de la violencia, algunos están irreconocibles. El olor se subleva. Las moscas se incrementan. Así, una caja que dice “adulto femenino” o “niño masculino” recupera su nombre por última vez.

En llanto o en silencio, las mujeres meten en los ataúdes zapatos, cobijas y huipiles a su gente, desnuda como se la llevaron anteayer las autoridades, los cuerpos envueltos ahora en bolsas de plástico. A una mujer su hermana le coloca encima cinco huipiles nuevos, un rebozo, un cinturón, todos bordados y nunca estrenados por la difunta.

Mariano y los demás principales organizan el traslado de las cajas hasta las fosas. Algunos miembros de la caravana Para Todos Todo auxilian a los hombres que cargan. No hay agobio ni prisa. Jóvenes capitalinos, mujeres de ciudad que, como los demás, no acaban de entender qué está sucediendo.

La expresión “aquí quedó”, frecuente en estas tierras para dar a entender el lugar de una muerte, se cumple por dos. Aquí quedaron las víctimas, aquí sacrificadas. Ésa es la penitencia que imponen los desplazados a esta tierra cruel donde, según sus tradiciones, dejan sembrada la memoria. Los vivos llevan sobre sus hombros todo el peso del universo. Ahora, fuera de eso, despojados entre los despojados, estos campesinos nada tienen (La Jornada, 26 de diciembre).

 
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