Usted está aquí: sábado 6 de octubre de 2007 Cultura Da Vinci y la Mona Lisa

Da Vinci y la Mona Lisa

Eulalio Ferrer Rodríguez

Una novedad bibliográfica circula en librerías. Se trata del libro de Eulalio Ferrer Rodríguez titulado Da Vinci y la Mona Lisa, publicado por el Fondo de Cultura Económica, donde el escritor aborda la génesis de esa célebre obra de Leonardo da Vinci. El propio autor seleccionó este fragmento para los lectores de La Jornada

Es imposible hablar de Leonardo sin hablar extensamente de la Mona Lisa, su obra más célebre, la encarnación más completa de su genio universal. Y es que si Leonardo es el personaje más representativo del Renacimiento, la Mona Lisa es, a su vez, la obra más representativa de Leonardo. En ella –un espacio mínimo de 77 por 53 centímetros– se concentra la máxima fama de una pintura. La notoriedad del pintor aumentó, sin duda, la de la obra. Pero, a la vez, el aura de la obra ha contribuido decisivamente a aumentar la del pintor. La tabla que sostiene el retrato ha comenzado a deteriorarse y los colores que le dan vida han sido ensombrecidos por las capas de barniz, pero la Mona Lisa ha mantenido inctactos los valores que la han inmortalizado como una de las más puras representaciones del arte renacentista. Su fama no es un producto circunstancial o accidental; en ella han concurrido todos los elementos y resortes que suelen asegurar una consagración.

Una larga estela de juicios encomiásticos acompaña la plena gloria del retrato de la Mona Lisa. Paul Valéry piensa que su belleza está conseguida desde dentro, “trabajando la carne célula por célula”. René Huyghe considera que la Mona Lisa es el retrato de una esfinge situada fuera del tiempo, filtrada por la fascinación. André Malraux piensa que es el más bello retrato del mundo. Es una mujer envuelta en la miel oscura de sus ropas, según Luisa Sofovich. Para Ortega y Gasset es una imagen voluptuosa y melancólica a la vez. Gombrich advierte que piensa por sí misma: “Como un ser vivo, parece cambiar ante nuestros ojos y mirar de manera distinta cada vez que volvemos a él”. Odilón Redón emite un juicio definitivo en el año de 1911: “La Gioconda está consagrada. Durante cuatro siglos ha recibido el homenaje de la admiración de todos los maestros”. De las más variadas formas se afirma una y otra vez que la Mona Lisa es una imagen excitante en su doble reflejo de ternura y altivez, llena de sinuosidades, fuente que irradia misterio y seducción.

De modo irónico, la propia fama del retrato –como el tiempo, los descuidos o la suciedad– ha sido una de las más insidiosas causas de su deterioro: la celebridad la ha cubierto con un espeso velo. Su gloria como símbolo y su éxito como fenómeno de masas han remplazado a la obra de arte, su composición, sus elementos expresivos, su historia como simple retrato de una dama florentina. Para hablar primero de la Mona Lisa como icono cultural es necesario, entonces, hablar primero de la Mona Lisa como lienzo. Con suerte, esta mirada limpia nos permitirá, en palabras de Cécile Scailliérez, redescubrir con nuevos ojos todo lo que en ella hay de excepcional.

Como suele ocurrir con los acontecimientos que se convierten en mitos, las versiones del origen de este encargo pictórico de Leonardo no son coincidentes. La más generalizada, sin embargo, es la establecida por Giorgio Vasari: un noble florentino, próspero fabricante de telas, llamado Francesco Zanobi del Giocondo, se entrevistó con Leonardo para pedirle que pintara a su tercera esposa, la guapa napolitana Lisa Gherardini. Leonardo cobró por anticipado, según su costumbre, y se dice que el Giocondo consideró un honor que el gran maestro pintara a su esposa, sabiendo que dos damas prominentes de la sociedad florentina –Bianca Morella y Margraresa de Mantua– aspiraban a esta preferencia.

El pintor inició la tarea una mañana abrileña de 1503, con la promesa de terminar el cuadro en cuatro semanas, pero en ese lapso apenas concluyó la cara. No serán cuatro semanas, sino cuatro años el tiempo que le llevará la consumación de la obra, pues al mismo tiempo trabajaba en otros proyectos, como el mural de la Batalla de Anghiari y la canalización del río Arno. Refiere Vasari que, mientras retrataba a la Mona Lisa, Leonardo tenía bufones animando su estudio con música y canciones, de modo que el semblante de Lisa pudiera “rehuir esa melancolía que se suele dar en la pintura de retratos”. Fueron cuatro años de recreación en los cuales Leonardo abandonaba y volvía a su obra, cada vez en periodos más espaciados, hasta lograr su propio ideal pictórico: imprimir en una tabla, con una capa de cola seca y un pincel de seda, la encarnación de la belleza. Cómplice de esta obsesión, el retrato de Mona Lisa se convertiría en la “compañera de largo plazo” de Leonardo: no sólo trabajó en ella cuatro años, sino que la mantuvo a su lado nueve más, custodiándolo en la hora de su muerte. Fue, quizá con excepción de su madre, la única presencia femenina que determinó su existencia.

¿Por qué aceptó Leonardo hacer el retrato de Mona Lisa? ¿Por qué tardó más de cuatro años en terminarlo? ¿Por qué Leonardo, en vez de entregar la obra a Francesco del Giocondo, se la llevó consigo a Milán, Roma y Francia? Las respuestas son diversas y aun contrapuestas. Pero ninguna disminuye o niega el genio creador ni la importancia de su obra, que acrecientan la fama de ambos. Algo singular debió encontrar Leonardo en la modelo para pintarla, después de haber rechazado otros encargos de papas y reyes. En oposición a la tesis que asegura que Leonardo no participaba del amor por las mujeres, hay quienes han escrito que el pintor se enamoró intensamente de la Gioconda, alargando las sesiones de trabajo tanto como las horas de conversación. Pero es más posible que Leonardo se enamorara de su pintura que de su modelo. La obra es un ejemplo de perfección artística y desafía todas las críticas e hipótesis. Leonardo sabía que en la tablita de la Mona Lisa estaban logrados, con maestría suprema, sus más altos ideales y requerimientos.

Retrato al óleo con finos pinceles, el de la Mona Lisa es de busto, como era propio de la época, cruzadas las manos y vestida de negro. La balaustrada de piedra con los verdes azulados del paisaje –pintura violácea al estilo florentino fue llamada– es el fondo rocoso que destaca un rostro redondeado en el que se suman todas las perfecciones. Lo enmarca, desde una cabeza algo vuelta sobre la izquierda –de frente espaciosa–-, un cabello castaño suelto en bandas que caen suavemente sobre la espalda. Hay en los ojos una mirada vaga y translúcida a la vez. Los párpados, levemente fatigados; las cejas, intencionalmente ralas, al punto de que algunos críticos hablan de depilación; la nariz, con finas ventanas; los labios, delicadamente sellados y sinuosos, articulando una especie de sonrisa burlona. La depresión del cuello, como si se vieran latir las venas, acentúa la voluptuosidad de la imagen. Unos pechos levantados aprietan el breve escote. Las manos, cuidadosamente trabajadas, como para exaltar la armonía del conjunto. Un velo de luz transparente cubre el retrato y lo rodea de misterios. Originalmente, la forma del lienzo poseía dimensiones más amplias, pues contaba con dos columnas en los costados de Mona Lisa, que fueron cortadas. Como resultado, ahora nos es difícil distinguir que la modelo está sentada en una terraza.

Dos identificaciones –Mona Lisa y Gioconda– nutren la historia y la fama de la pintura más conocida del mundo. El apelativo de Mona Lisa¸ de uso cada vez más generalizado según ha trascurrido el tiempo, está formado por la abreviatura italiana de la palabra madona –“señora”– y el nombre de pila de la modelo: Lisa, y surge de la ya señalada identificación de la retratada con la esposa de Francesco del Giocondo. El título alternativo de la Gioconda, por su parte, resulta de la forma femenina del apellido Giocondo, y constituye la designación oficial francesa para el cuadro desde 1625. Curiosamente, tanto el italiano gioconda como el francés joconde tienen el significado de “jocoso”. Debido a la sonrisa de la modelo, el título juega ingeniosamente con este doble sentido. Si bien ambas denominaciones han enriquecido nuestra percepción del cuadro y de su historia, éstas se han prestado también para las más inquietantes especulaciones. En la segunda mitad del siglo XVI, Lomazzo ya hablaba de la Mona Lisa y de la Gioconda como de dos obras distintas, siendo una de ellas el cuadro exhibido ahora en el Louvre y la otra, acaso, una de las “Giocondas desnudas”, basadas probablemente en un original de Leonardo, hoy perdido. Las disputas alrededor del nombre de la obra alcanzan nuestros días. Recientemente, el estudioso leonardesco Richard Turner ha sugerido una nueva designación: Retrato de dama en un balcón. A su juicio, los títulos tradicionales no hacen justicia a la universalidad de la obra que nombran: encadenan el cuadro al nombre de una persona en específico, siendo que la Mona Lisa ya no es el retrato de alguien, sino la imagen idealizada de la feminidad.

 
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