Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 10 de junio de 2007 Num: 640

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

Julián Carrillo: la reivindicación de la utopía
NATALIA NÚÑEZ SILVESTRI

El gobierno de la música
JOSÉ ÁNGEL LEYVA Entrevista con ENRIQUE ARTURO DIEMECKE

Coachella 07: el sonido
y la furia

ROBERTO GARZA ITURBIDE

OK Sargento
ALONSO ARREOLA

Fred Frith: música para
un momento

JAVIER ELIZONDO

Coda a Shostakovich
CARLOS PINEDA

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Semblanzas de Carlos

Columnas:
Bemol Sostenido
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Cinexcusas
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La Jornada Virtual
NAIEF YEHYA

Cabezalcubo
JORGE MOCH

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La impaciencia en los novísimos poetas

A Francisco Torres Córdova,
por las felicidades de su más reciente poemario
.

Quien conozca a algunos jóvenes poetas –entre los dieciocho y los veinticuatro años–, convendrá en que una de las primeras impresiones que ofrecen es la de ser personas nerviosas, apremiantes, buscadoras de atajos para eliminar etapas. Tal vez, después, se perciban otras voracidades (publicar, leer y vivir, tener y desechar parejas) y eso puede acabar con el aliento de quien conozca el proyecto de poeta cuando se percata de que hoy existen posibilidades con otro ritmo generacional, muy alejado del ejercido por quienes nacimos en la década de los cincuenta, o antes. Las oportunidades que la "postmodernidad" ha entreabierto para los más jóvenes, junto con las inherentes sensaciones de vértigo y riesgo, los puede volver una culta generación de yuppie boys –agotada después de los cuarenta años, de haber ascendido vertiginosamente, o de no haber cumplido ninguna de las promesas hechas desde temprano–, superados los cantos de las sirenas alevosas, tentaciones nunca ingratas para los aspirantes que comienzan.

Los primeros poemarios suelen mostrar una impaciencia generacional por publicar lo que casi siempre son borradores que tardarán en dar sus frutos: desenvuelven frente al lector algunos juegos pirotécnicos que no añaden nada a los poemas, avanzan sobre una constancia adjetival, a veces insisten en referencias cultistas y en ciertos juegos tipográficos –sólo un alarde–, o incurren en cierta pedantería poética y juegos de palabras que, por pretenderse agudos, se vuelven previsibles; todo esto cuando la materia misma del poema no es sino un recuento medianamente cifrado de las peripecias amorosas, políticas o personales del escritor. Es decir, lo que más estorba a los novísimos es la redundancia autobiográfica y la búsqueda de novedades y experimentos –muchas veces, impostaciones con pretensión de necesidad–, no siempre surgidas del tejido textual sino de un juguetón afán dislocador.

Indicios de una verdadera miga poética son los que revelan las intuiciones creativas, la inteligencia, la sensibilidad verbal para acercarse al mundo y recrearlo, la fulguración de algunos desarrollos textuales y los caminos explorados desde el lado donde se anuncia el inicio de una futura madurez. En sí mismos, no son temas como la escritura, el paisaje, el amor, la muerte, la nostalgia o la trascendencia los que definen un talante poético (máxime si se recuerda que son escasos los "grandes temas" de la literatura y el arte), sino la manera como se entremezclan: erotizando la escritura, volviendo texto al paisaje, carnalizando al mundo, manifestando una prematura nostalgia por lo aún no acontecido.

Puede imaginarse (puede proponerse como tarea en cualquier taller literario) un poema donde ocurriera lo siguiente: después de acordar que la divinidad se encuentra en todas las cosas y es una sola, la voz del poema debería concretar esa divinidad, el Tú que era (y es importante que el verbo se encuentre conjugado en pretérito) tierra, aire, fuego y agua, sobre todo agua, para sugerir que la presencia transfiguradora de la amada equivale al acto afirmativo de un dios que crea las cosas, que permite percibir los elementos que rodean al enamorado como si nunca antes hubieran sido vistos; así, el texto podría lograr una atmósfera adánica, casi telúrica por la asociación entre los sentimientos del hombre y los impulsos de la naturaleza, por su animización de un mundo vuelto hembra: ese Tú al que se habla. ¿Por qué no admitir la desolación en la última estrofa, donde ese dios envolvente se revele como ausencia y silencio, bajo la paradoja de que la ausencia sea entendida como un acto de presencia? Esta es sólo la enunciación de un tema: sus soluciones formales son casi infinitas y han avanzado mediante la historia de la poesía amorosa.

Lo peor que puede ocurrir a los voraces escritores iniciales es que cuenten con pocas lecturas, que no crean que se aprende a escribir leyendo, que no hayan avanzado en el camino de ir formando una cultura poética personal, que no perciban que las vanguardias tienden a ser unánimemente semejantes, que la originalidad no es sinónimo de ilegibilidad, que el poema no es un sucedáneo del diván ni del confesionario, que la arrogancia no hace al poeta, que uno no es poeta sino que está poeta (lo cual ocurre en el momento de escribir), que tiene muchas más posibilidades de serlo quien sigue escribiendo después de los veinticinco años y, sobre todo, que los escritores maduros son quienes hacen la poesía más joven.