Usted está aquí: domingo 24 de diciembre de 2006 Política La encrucijada boliviana

Guillermo Almeyra

La encrucijada boliviana

El gobierno boliviano de Evo Morales se encuentra en una encrucijada: o enfrenta, incluso recurriendo a la fuerza constitucional para preservar la unidad del país, a la oligarquía secesionista de Santa Cruz apoyada por sus secuaces de Tarija, Pando y el Beni, por la embajada de Estados Unidos y por las oligarquías soyeras de Brasil y de Argentina, o deja que se desgaste poco a poco, en la impotencia, su enorme respaldo popular y lleva al naufragio, en las aulas de la Constituyente, en Sucre, un movimiento que tiene su fuerza en las movilizaciones y en las organizaciones populares, que nació de ellas en la lucha y así impuso primero las elecciones presidenciales y después la convocatoria de la Asamblea Constituyente para cambiar el país.

Evo Morales cuenta con 64 por ciento de apoyo, pero en Santa Cruz sólo tiene 35 por ciento; cuenta a su favor el hecho de que Bolivia votó mayoritariamente contra una autonomía que es casi igual a la independencia para los departamentos secesionistas, como Santa Cruz, pero allí no sólo ganó esa concepción sino que también tiene una indiscutible base de masas racista y reaccionaria. Los terratenientes, con el apoyo no muy oculto, como en Venezuela, de la embajada de Estados Unidos, arman sus guardias blancas y preparan su secesión, que sólo puede ser armada, y llaman al ejército a no impedirla por la fuerza. Este, por su parte, después de la experiencia de 1952 cuando fue disuelto por los trabajadores, y del reciente fracaso de la represión con Sánchez de Lozada, que lo llevó al enfrentamiento armado con la policía y a su casi estallido, difícilmente pueda tomar partido por los terratenientes cruceños de origen alemán o croata que quieren separar a los blancos de los indios ­los soldados son indios, al igual que los suboficiales­, y al departamento de Santa Cruz, de Bolivia.

En los años 30 del siglo pasado la oligarquía cafetalera y terrateniente de Sao Paulo llegó a una guerra secesionista (que perdió) con el resto de Brasil (en ese caso, con otras oligarquías que dominaban en el norte y en el sur). Su apoyo amplio en la clase media (blanca y de origen extranjero) y en la tecnología y el dinero de los grandes capitalistas no le bastó para ganar la guerra, y eso que Brasil era entonces un país mucho menos politizado, nacionalista y homogéneo que la Bolivia actual.

Más legítimamente que el gobierno central brasileño de esos años, Evo Morales podría recurrir a la fuerza que le otorga su mandato constitucional, si en las negociaciones febriles actuales la oligarquía se niega a ceder y sigue desacatando las leyes y las autoridades que, por primera vez, resultan de la movilización social y están del lado de las mayorías populares. Habría, sin duda, problemas, incluso graves, en los mandos de las fuerzas armadas, pero el cuerpo del ejército, por razones étnicas, sociales y por su nacionalismo, seguramente lo apoyaría y surgirían fuertes milicias populares campesinas armadas para respaldarlo. La prensa internacional, en tal caso, acusaría evidentemente a Evo de dictador, de racista antiblanco, de nuevo Hitler indio. Los gobiernos chileno, argentino y brasileño ejercerían enormes presiones a favor de los capitalistas de Santa Cruz (muchos de ellos argentinos y brasileños) o para sacar provecho de la debilidad de Bolivia (en el caso chileno). Estados Unidos, bajo cuerda, estimularía a los secesionistas, porque en el gobierno boliviano no tiene ya los Paz Estenssoro y los Siles Suazo preocupados antes que nada por acabar con las movilizaciones y, por lo tanto, si Evo ganase, Washington se encontraría ante una nueva revolución cubana o ante un nuevo Chávez. El Mercosur temblaría. Pero el resultado sería la reorganización política, económica y social de Bolivia tras el fin del secesionismo larvado y la derrota de la oligarquía, y una inevitable reforma y revolución agraria masivas que cambiarían radicalmente la tenencia de la tierra y crearían una vasta capa de campesinos indígenas en los territorios soyeros. O sea, lo que ha intentado hasta ahora hacer el gobierno boliviano con la Constituyente, tan trabada por el sabotaje y las chicanas de la minoría racista.

Hay nudos, como el gordiano, que deben ser cortados porque no se pueden desatar. El asunto es si uno cuenta con una espada y tiene decisión. Las medidas legales de la Revolución Francesa y la Convención sólo pudieron ser acatadas por la fuerza de las armas, al igual que los Cabildos Abiertos de la Independencia en el Río de la Plata y en el Alto Perú. Si la oligarquía desconoce a las mayorías electorales y sociales y las leyes y prepara la secesión armada con ayuda extranjera, debe saber que puede ser legalmente reprimida y que, en ese caso, perdería todos sus actuales privilegios. Ferdinand Lassalle, que era un constitucionalista, decía que la Constitución era un pedazo de papel en la boca de un cañón, o sea, que dependía de una relación de fuerzas real. En el gobierno boliviano hay, sin embargo, una ala mestiza, paceña, que quiere negociar y ceder todo lo que sea posible ante lo oligarquía para mantenerse en el poder, tal como una ala similar, en el gobierno de Allende, se ilusionaba con hacer concesiones a la democracia cristiana que preparaba el golpe pinochetista. Tal política debilitaría el apoyo popular y reforzaría al golpismo secesionista. Equivaldría a una condena de muerte para el gobierno de Evo Morales. Con los oligarcas y el imperialismo, que no respetan la Constitución, el único lenguaje posible es el de la movilización y la organización del pueblo, que influenciarán inevitablemente a los soldados y los cuadros medios, tal como sucedió en el 36 en España o en Venezuela cuando el golpe empresarial estadunidense. El oligarca que juega con fuego debe saber que puede quemarse.

 
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