Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 10 de diciembre de 2006 Num: 614


Portada
Presentación
Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA
El hilo rojo
MÓNICA LAVÍN
La historia de Kostas G.
CARLOS CHIMAL
Salvador
SALVADOR CASTAÑEDA
Suéter
CARLOS PASCUAL
Andrés Henestrosa, el libro y la lectura
JUAN DOMINGO ARGÜELLES
Al vuelo
ROGELIO GUEDEA
Mentiras transparentes
FELIPE GARRIDO

Columnas:
Y Ahora Paso a Retirarme
ANA GARCÍA BERGUA

La Casa Sosegada
JAVIER SICILIA

La Jornada Virtual
NAIEF YEHYA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

Artes Visuales
GERMAINE GÓMEZ HARO

Tetraedro
JORGE MOCH

(h)ojeadas:
Reseña de Enrique Héctor González sobre De la cima a la sima


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Carlos Pascual

Suéter


María Cecilia Tagle-ZoneZero, Clásico, Chile, 2003

La palabra suéter ha perdido su sentido. Sí, ahí está el buró, que como palabra es tanto o más extraña, pero la palabra buró mantiene todo su significado encarnada en aquel mueble torpe que Otto no recuerda cómo llegó ahí. ¿Será sólo la palabra suéter? Otto mira hacia el jardín. Pá-ja-ro. Pájaro no sólo poseé aún su significado, sino que contiene en su juego vocal toda la compleja estructura de un gorrión o de un canario –complejidad ausente de la palabra ave. Pero aún así, ave significa algo. Suéter aún no.

Jugo, sí. El jugo y el vocablo están sobre la mesa del desayunador. El vocablo está ahí y un poco por todas partes cuando Ana llega a sentarse con dos platos de fruta picada.

Ana parece un poco ausente. Quizás el primer café la traiga de regreso, piensa Otto. De hecho no se ha puesto aún el sujetador. Es curioso, siempre lo hace antes de salir de la recámara. Otto mira el peso de esos senos bajo la camiseta de algodón blanquísima. El reptil interno despierta y Otto lo nota por una palpitación que roba un puño de oxigeno a sus pulmones. Aunque nunca ha dejado de desear a Ana, el deseo que ahora siente tiene una novedad apremiante. Baja la mirada al melón y la papaya picados. Come sin hablar.

La gardenia tiene plaga. Sí, ya se lo había dicho. Habrá que hablar con José. Sí, habrá que decirle. Piensa entonces que hay algo en la voz de Ana que se suma a la palabra suéter y al peso de sus senos. Quiere decirle algo cuando mira la esquina norte de la cocina que da al jardín. La extrañeza se le hace aire entre las costillas. Hay en la esquina algo radicalmente ajeno. Ana nota algo en Otto. ¿Estás bien?

Los sonidos del jardín lo reconfortan. Respira el nutrido aire de entre las plantas. ¿Hace cuánto no ha salido a estar un momento en su jardín? Ahora le parece imposible y lejanísima su salida a la oficina –que hasta hace unos minutos era lo único seguro en el mundo. Mira el durazno, las azaleas, el cedro que ha crecido tanto, la gardenia…

Ana lo ve acercarse a la gardenia desde una terraza del primer piso. Sabe que algo fuera de la rutina está sucediendo. No la entusiasma. Suena el teléfono. Entra a la casa.

Otto mira la gardenia de cerca. Es una plaga extraña; una espiral de algodón que engulle el tallo de todas las flores abiertas. Los tallos de los botones están intactos. Otto nunca ha visto algo así. Un tenue movimiento de una de las espirales lo hace saltar. El suyo es un movimiento ágil, avispado; luego lento. Camina hacia atrás.

–Otto, ¿estás bien? –Ana le pregunta inclinada sobre el barandal de la terraza. Otto la mira y ve que aún no se ha puesto el sujetador, los senos de su mujer están suspendidos a cinco metros del césped. Él sabe que Ana sufre de vértigo y ahora la mira mirarlo con esa cara inquisitiva pero tranquila, casi a punto de saltar al vacío. Otto asiente. Estoy bien, dice casi para sí mismo y luego mira su reflejo sobre la ventana de la cocina. Entrecierra los ojos. Se acerca.

Sí, todo parece estar bien. Él es Otto. Otto gira un poco el rostro ante el reflejo y se reconoce, aunque la respiración aún no se normaliza. Toca el vidrio con las yemas de los dedos y lo recorre. Sus ojos acompañan a sus dedos por unos segundos y luego toman su propio camino. La respiración se intensifica. Oye a su mujer que se mueve por la casa y piensa en el peso libre bajo la camiseta de algodón. Sus dedos encuentran una curva en el vidrio. Su respiración se detiene.

Él no construyó la casa, pero cree haber estado muy al pendiente de los detalles y no recuerda ninguna ventana curva. Eso es lo que encontró ajeno hace unos minutos al mirar desde el desayunador hacia esta esquina. La ventana no tiene esquina. Tres años viviendo en esta casa…, piensa, cuando una racha de aire vuelve a recorrer su tórax.

Y si todo fuera nuevo, se repite mientras gira en el centro del jardín. Todo sutilmente diferente y nuevo, yo siendo yo, de alguna forma; no ser un chupamirto ni un helecho. Yo Otto, pero en otro sitio que es casi el mismo, con la esperanza de que…

Una golondrina está posada sobre el césped. Otto deja de girar y la mira. Las golondrinas nunca se posan sobre la tierra, el césped o el piso. Salen de sus nidos entre los tejados y sólo tocan el suelo cuando mueren, si es que no se hacen polvo día a día hechas un ovillo entre las tejas.

La golondrina lo mira. ¿Las golondrinas miran a los hombres? ¿Y si todo fuera nuevo? Otto ve pasar a su mujer por la ventana del baño hacia su recámara. Siente el peso específico de su sexo contra el algodón de su ropa interior. Mira a la golondrina que lo mira. Siente cómo su peso, el de Otto, guiado por el tórax se inclina en dirección a la casa. Ni siquiera cierra la puerta de cristal que da al jardín. Va subiendo las escaleras con pulsaciones en el cuello, en los dedos, en las ingles.

Ana lo mira sin articular palabra. Sentada al borde de la cama dobla un suéter y luego lo acomoda junto a otras prendas. Suéter, piensa Otto. La palabra encuentra un desagradable acomodo en su cabeza y en la punta de su lengua contra los dientes frontales que apenas la emiten. Las pulsaciones han disminuído hasta hacerse imperceptibles. A través de la camiseta de algodón de Ana, Otto puede ver las trazas de un sujetador. Luego los ojos que lo interrogan. Los dos se miran inmóviles y en silencio.