Usted está aquí: jueves 7 de septiembre de 2006 Política Expropiaciones

Soledad Loaeza

Expropiaciones

En la feria de intereses privados en que se ha convertido la vida pública, Andrés Manuel López Obrador ha denunciado lo que él llama la expropiación de la democracia por parte de un pequeño grupo de privilegiados. No obstante, se ha guardado bien de señalar las expropiaciones que él ha protagonizado en nombre de una minoría a la que ha designado como "el pueblo". Ya no hablemos de la capital de la República, que ha sido convertida en los últimos seis años en el cuartel general del lopezobradorismo y del PRD, apropiación que se ha traducido en decisiones autoritarias, favoritismo hacia los grupos afines en perjuicio de los ajenos y opacidad en el ejercicio de gobierno. Así tuvo a bien recordarlo el propio AMLO cuando dio a conocer el último video de Carlos Ahumada, que inmediatamente evocó en la mente de muchos las trapacerías de quienes fueron sus cercanos colaboradores en la jefatura de Gobierno, Ponce, René Bejarano, Carlos Imaz. Tampoco cabe en el discurso de AMLO a propósito de la supuesta expropiación de las instituciones mencionar el sometimiento de la fuerza pública del Distrito Federal a las estrategias del partido en el poder, ni el tranquilo desempeño de una Asamblea Legislativa que es sólo un espacio en el que las tribus perredistas dirimen sus luchas de poder. La expropiación del Zócalo y del Paseo de la Reforma, avenida Juárez y la calle Madero que fue decretada por el líder real del perredismo hace más de un mes, para efectos prácticos ha sido la privatización del espacio público por parte de una corriente de opinión que se nos ha impuesto y que no logra convencernos de que lo ha hecho por razones de interés público.

Una expropiación más está en marcha ahora: la del Partido de la Revolución Democrática, cuya historia, capital político y autoridad moral han pasado a manos de antiguos miembros del PRI que han sido recibidos en esa organización en forma inesperadamente calurosa. Inesperada era esta recepción porque muchos de los flamantes perredistas que hoy calzan el prestigio de la lucha contra los abusos del poder no hace tanto tiempo eran perpetradores de esos mismos abusos. Miremos solamente la fotografía de la toma de la tribuna el pasado primero de septiembre. En primera fila se plantaron caras harto conocidas cuya sola presencia es francamente impúdica y un agravio para toda la historia de la izquierda mexicana; pero ésta ha mostrado tener tan buen estómago y ser tan generosa como para absolverlos de los pecados que cometieron como priístas y extender sobre ellos el manto protector del PRD sin pedirles siquiera confesiones, autocríticas, ni actos de contrición. Ahora se les ve muy campantes vestir los mismos colores que persiguieron cuando estuvieron en el poder.

No obstante, esta expropiación parece ser un episodio más del triste destino de la izquierda mexicana, cuya historia ha estado sujeta a la sombra de la revolución institucionalizada: por una parte por efecto de la represión de que fueron víctimas por años los miembros de las diferentes izquierdas mexicanas; pero por la otra, entre ambas tradiciones -la de izquierda y la de la revolución institucionalizada- han existido siempre vínculos que le han sido muy costosos a la primera de ellas. Cada vez que surge un auténtico intento de renovación y, sobre todo, de independencia en la izquierda, los priístas se las arreglan para aplastarla. Así ocurrió en el sexenio de Luis Echeverría, cuando la terrible experiencia de 1968 desembocó en dos opciones que demostraron ser suicidas para la izquierda: la guerrilla y la asimilación a la política presidencial.

La cercanía del lopezobradorismo con el echeverrismo ha sido ampliamente identificada y discutida. En cambio hemos pasado por alto la creciente distancia entre ese movimiento y las tradiciones de la izquierda independiente, que siempre ha tenido tantas dificultades para consolidarse. A partir de 1977, y en buena medida al calor del sindicalismo universitario y de la reforma electoral de ese año, se fue construyendo una tradición de izquierda con una historia propia y sus propios líderes: Arnoldo Martínez Verdugo, Rafael Galván, Heberto Castillo; una izquierda que fue definiendo un trayecto original y atractivo desvinculado de la revolución institucionalizada, y que supo también construir sus propias instituciones: el Partido Socialista Unificado de México, el Partido Mexicano Socialista. Ahora ya nadie parece acordarse de esta historia. Es revelador que no sea una referencia para el movimiento lopezobradorista y que el mismo PRD esté en proceso de archivarla; al menos eso parece. El discurso de López Obrador se parece más al de Adolfo López Mateos (1958-1964) -quien fue uno de los presidentes endiosados por lo que siempre se llamó la izquierda oficial- que al de quienes repudiaron la hipocresía y las componendas echeverristas, convencidos de que había vida política más allá de la revolución institucionalizada. Aquella izquierda que empezó a construirse en los años 70 nunca imaginó siquiera que llegaría el día en que su liderazgo provendría del priísmo puro y duro.

Es un misterio por qué la verdadera izquierda se ha dejado expropiar un partido tan penosamente construido a lo largo de décadas de lucha y de reflexión. La expropiación parece una perversidad más del PRI, pues una vez más, cuando la izquierda está a punto de consolidarse como una institución política que ofrece una auténtica opción de gobierno, logra imponerle los grilletes de la revolución institucionalizada que ha aceitado el lopezobradorismo. Peor todavía, si algún beneficiario tiene la estrategia rupturista del PRD es el PRI, que, en lugar de desaparecer del juego político, se fortalece como representante de la prudencia y el decoro institucional.

 
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