Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 23 de julio de 2006 Num: 594


Portada
Presentación
Bazar de asombros
A favor de un recuento voto por voto
Dos notas sobre Picasso
y el cubismo

TOMÁS LLORENS
Los libros y el siglo de Picasso
MIGUEL ÁNGEL MUÑOZ
Algo sobre Picasso
ODYSSEAS ELYTIS
El alquimista de historias
ADRIANA CORTÉS COLOFÓN Entrevista con CÉSAR AIRA
Picasso y la obra de arte desconocida
RAFAEL ARGULLOL
Al vuelo
ROGELIO GUEDEA
Mentiras transparentes
FELIPE GARRIDO

Columnas:
Y Ahora Paso a Retirarme
ANA GARCÍA BERGUA

La Casa Sosegada
JAVIER SICILIA

La Jornada Virtual
NAIEF YEHYA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

Danza
MANUEL STEPHENS

Tetraedro
JORGE MOCH

Crónica
Reseña de Leo Mendoza sobre Una teología para el futbol


Directorio
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Odysseas Elytis

Algo sobre Picasso*

Aquellos años la importancia del pensamiento teórico para mí era esencial. Me hubiera bastado llegar a una conclusión sobre cómo debe estar escrito un poema ideal, cuál debe ser su estética y cuál su significado, aunque no lo escribiera nunca. Las notas que llevaba inundaron mis cajones, mis estantes, mis maletas. En Royaumont, la gran Abadía, donde pasé algunos días en compañía de estudiantes universitarios franceses (y tuve la oportunidad de conversar con ellos y darme cuenta del profundo abismo que nos separaba), concebí la idea de dar a esta multitud de pensamientos una forma más clara y a la vez más familiar, la forma de unas cartas a un joven colega griego.

La dificultad de ensamblar el espíritu occidental y el oriental, la mala interpretación del profundo espíritu griego por parte de los extranjeros, que dificultaba nuestro entendimiento y de la cual nosotros éramos responsables, la misión de la Poesía en nuestra época, la necesidad metafísica fuera de la tipología de cualquier religión, la importancia de la lengua y su semejanza con los demás fenómenos de la naturaleza y del espíritu, la reaparición del problema de la forma también en el espacio de la poesía moderna, el ejemplo de las artes plásticas, constituirían el núcleo de otras tantas cartas y, desde un cierto punto de vista, la codificación de mis conclusiones. Las Siete cartas desde Royaumont se terminaron el verano del ’51, el mismo verano que el azar hizo que viviera por segunda ocasión cerca de Picasso, más tiempo esta vez, y que gracias a él agregara un octavo texto que llamé "Posdata desde Villa Natacha", la villa de E. Tériade1 en Sain-Jean-Cap-Ferrat, donde me hospedé aquel periodo.

Con su ejemplo, Picasso me sacó de todos esos complejos. Casi tenía a un griego de la época clásica a mi lado. Medio desnudo, vigoroso, bronceado por el sol, vivía, a pesar de sus millones, en una pequeña y humilde casita en Villauris, de ésas que recuerdan las de nuestras islas. Andaba en calzones, pintaba, iba a Golfe-Juan a bañarse en el mar, comía a carretadas y se ponía a cuatro patas para hacerle caballito a Paloma, su hija entonces pequeña. La sensación de la que los griegos habían renegado –la del sol y el amor, en su inicial, su arcaico sentido– la ejercía como un antiguo rey mítico cuya grandeza no reside en la fuerza y el poder, sino en la facilidad y sencillez de sus ademanes. Una extensión de esta sensación me parecía que eran todas las obras que realizó aquella época, la mayoría de las cuales incluyó entonces Tériade en un ejemplar de Verve, bajo la inscripción ANTIPOLIS, el topónimo griego de Antibes.

Con una línea nítida, calcada de los guijarros y libre como la inspiración que la conducía, desarrollaba ante nuestros ojos, al día siguiente de la guerra, una teoría hecha de niños pequeños, centauros y mujeres, soles y tridentes, una formación dancística de cuerpos desnudos y objetos de la playa y del bosque, con un vigor y un nervio llevados al punto más extremo de la gracia, la levedad y la nobleza. En su cerámica el mismo mundo brotaba con colores puros, crudos, fuertes; un mundo que constituía la "restitución del sol a través de los objetos", como un día me había dicho otro gran colega suyo, Matisse, que debe hacer el pintor, cuando tuve el coraje de hablarle sobre cómo en Grecia todo se disuelve bajo la cegadora luz del sol.

En una gran barraca de madera, unos metros más abajo, que usaba como taller de escultura, se podía encontrar otro tesoro sacado de las mismas míticas profundidades mediterráneas, arquetipos de la lechuza en todos los tamaños y formas posibles, de la cabra, donde había logrado incorporar botellas y cubetas y cestos agujereados, todos los casuales hallazgos en una playa desierta que, se diría, conservaban todavía el fresco ardor del mediodía y el sabor a sal, y finalmente otros animales pequeños y aves, pequeños peces, gallos, palomas. "Cuando es de noche, sueña, pero cuando amanece abre las ventanas de par en par", decía. "Todas las cosas del mundo tienen derecho al sol." Y un día que me quejaba sobre la situación en Grecia, me miró duramente con sus grandes ojos negros: "Vea usted también la otra cara de las cosas, –me dijo–. Si los regímenes no fueran conservadores, ¿cómo podríamos nosotros ser revolucionarios?" Y soltó una carcajada para que no entendiera si hablaba en serio o si bromeaba.

En otra ocasión, un mediodía, me tomó del brazo e hicimos todo el recorrido de la playa. "Mire, mire, –me decía de vez en cuando y señalaba con el dedo a las rubias bronceadísimas que andaban con enormes sandalias de corcho en los pies y enormes sombreros de paja en la cabeza y casi nada más–. ¿Así son también en Grecia?, infames... llevan el demonio por dentro..." Parecía más un fanfarrón de diecisiete años que un hombre célebre a los setenta. Y sólo mi natural cobardía me impidió decirle en voz alta lo mucho que lo aceptaba así como era, qué enorme lección daba con su ejemplo a los solemnes (sobre todo a los nuestros), qué congruencia mostraba entre sus "manías" cotidianas y las "manías" de su arte.

Aquel mediodía me invitó a comer. Esa zona de la Costa Azul parecía estar en una interminable fiesta. Me sobrepuse a su paralelismo aplastante con la Grecia devastada a partir del momento en que en mi interior sometí su forma a la forma del Dignum est,2 aunque todavía no lo hubiera llevado a término. Pero esa es otra historia. En aquel momento lo que vi me hizo pensar por primera vez cuánto tiene que sobrepasar el hombre para "resistir" la paz, que es mucho más exigente que la guerra. La gente iba y venía despreocupada, serena, satisfecha. Al entrar en el automóvil para ir a Vallauris, un grupo de turistas y oficiales de la marina que acechaban desde temprano, empezó afanosamente a sacarle fotografías mientras los niños de la zona, que lo veían todos los días y lo esperaban, saltaban y gritaban "¡Picasso! ¡Picasso!"

Comimos en la cocina, apretujados y en desorden, sin cambiar de plato, su compañera Françoise, Tériade y sus dos hijos. No puedo mentir. Me sentía terriblemente alagado por poder observar en sus momentos más privados a un hombre que muchos otros luchaban durante meses sólo para estrecharle un momento la mano. Sin embargo, la sensación vigorizante que experimentaba, tal vez apoyada por un excelente vino tinto, era otra. Se debía a razones más profundas, más substanciales. Era como si encontrara, en el momento en que menos lo esperaba, y por un camino que había perdido la esperanza de que pudiera caminarlo una criatura viviente en nuestra época, una repentina confirmación de mis ideas. Una cierta célula sana, una raíz, que tal vez me había sido legada y había permanecido, se estremecía y se sobresaltaba en mi interior reconociendo la señal que miles de otras células le enviaban. Después de cuatro años. Cuatro años en los que uno sentía que sólo con tanques de oxígeno se mantenía la gente en el interminable Hospital que había terminado siendo Europa. En una nueva especie de reino de intelectuales y redactores de reportes, donde el placer máximo, incluso para la pobre Poesía, eran los glosarios y las referencias, donde la única alegría creativa había acabado por ser la constatación de la enfermedad; el único título con valor intelectual intercambiable, el certificado del Vacío –Ay ¡una profunda bocanada de aire!

La obra de Picasso me parecía que caía como el sable de Alejandro el Grande sobre esta macabra realidad. Sus semejanzas con la vida, con la manera en que amamos u odiamos, saltaban ante mis ojos. Regresé a Villa Natacha y de una sentada, en pocas horas, con una euforia que quizá por primera y última vez en mi vida me dio la capacidad de manejar con tanta facilidad la lengua francesa, escribí el artículo "Équivalences chez Picasso" que se publicó en Verve, en 1951, en el número dedicado al pintor.

Ese texto fue también una especie de despedida del mundo que dejaba. Había llegado el momento de volver a Grecia. Pocos días más tarde, en el puerto de Marsella, cargaba mis cosas en el barco –tres cajas de libros más y una valija pequeña y barata menos. La valija con los manuscritos. No importa. El poeta debe ser generoso. Que no quieras perder ni un instante de tu supuesto talento es como si no quisieras perder ni una dracma de los intereses del pequeño capital que te fue concedido. Pero la Poesía no es Banco. Es la concepción que precisamente se opone al Banco. Si se vuelve texto escrito, transmisible a los demás, tanto mejor. Si no, no importa. Aquello que tiene que ocurrir ininterrumpida, interminablemente, sin la más mínima discontinuidad, es la antiesclavitud, la obstinación, la independencia. La Poesía es la otra cara del Orgullo.

Notas

* Este fragmento (el título es de la redcción de La Jornada Semanal) está tomado de la parte final del extenso ensayo "Crónica de una década" (1963), incluido en el primer tomo de la obra en prosa En blanco (1974), de Odysseas Elytis. El dicho ensayo se refiere a la década en que la llamada Generación de 1930 –Seferis (1914), Engonópoulos (1910), Embirikos (1901), Bretakos (1911), Ritsos (1909) y el propio Elytis (1911), entre otros–, dio sus primeros frutos y se vinculó con los movimientos literarios europeos, enriqueció e incluso reafirmó su identidad nacional.

1 Vale la pena recordar el texto que Elytis le dedica a este editor y defensor de las artes griegas en el exilio, "En memoria de E. Tériade", incluido en "Las pequeñas épsilon". Véase Prosa. Seis ensayos, prólogo de Hugo Gutiérrez Vega, introducción, selección y traducción de Francisco Torres Córdova, Colección Poemas y ensayos, unam, México, 2001, pp. 185-189.

2 Dignum est es un extenso poema en tres partes, "El Génesis", compuesto por siete himnos; "La Pasión", compuesto por seis lecturas, dieciocho salmos y doce cánticos; y "Dignum est", dividido en tres partes. Según el crítico Linos Politis, se trata de una obra con una estructura minuciosamente elaborada en el que el poeta aprovecha toda la larga tradición de la lengua griega, desde Homero hasta Solomós, pero también el lenguaje de la himnografía eclesiástica ortodoxa. En el poema, la voz del poeta, su experiencia personal, se funde con la historia y naturaleza de su patria formando así una epopeya que, sin embargo, mantiene su gran aliento lírico. Se publicó en 1959, catorce años después del libro anterior de Elytis, Canto heroico y fúnebre por el subteniente caído en Albania (1945). Ha sido traducido completo al español por Cristián Carandell (Plaza y Janés, Barcelona, 1980) y por Jorge Pármo Pomareda (Instituto Caro y Cuervo/ Universidad de los Andes, Col. El álamo y el ciprés, Santa fe de Bogotá, 1994).

Traducción y notas de Francisco Torres Córdova

Este trabajo forma parte del proyecto para el SNCA, 2001-2004.