Usted está aquí: miércoles 15 de marzo de 2006 Política Felipe, el extraviado

Luis Linares Zapata

Felipe, el extraviado

Enredado, según propia apreciación, en un rejuego de imágenes y ralos conceptos que no reflejaban la esencia de su ser, Felipe Calderón dio por terminada la primera etapa de su campaña por la Presidencia. La pasión ofrecida no alcanzó a contagiar, menos aún encender, al electorado. La fuerza de sus ideas se desvaneció en una retahíla de palabras y frases encajonadas, haciéndola poco atractiva ante los ojos y oídos ciudadanos. A varios días de su inaugurada segunda etapa y después de una intensa, apabullante gira por los medios de comunicación masiva, todavía no aparece ese Felipe prometido, el introductor del irresistible proyecto para las multitudes. Tampoco se nota cambio alguno en la manera de ese su íntimo ser, más allá de la continuada redundancia de sus posturas y alambicados alegatos. Digamos que es más, bastante más de lo mismo, y las encuestas (El Universal) no le son indiferentes. En ellas se capta no sólo su estancamiento en las preferencias populares sino un pronosticado declive en la propensión de voto futuro.

El extravío de Felipe se hizo evidente con el paso de los días, de estos cruciales días que siguieron a la tregua decretada por el IFE. No atina a comprender lo que el grueso del electorado requiere, ansía, necesita otear en el horizonte, para entregar, para agolpar su apoyo tras de quien, con ello, ganará la contienda. Quiere Felipe, y su novel grupo de asesores y estrategas, presentar una oferta abarcadora, detallada, moderna que, por conservadora, sea irresistible y responda a los verdaderos problemas y necesidades del país. En ese lugar privilegiado, Felipillo termina bosquejando la grosera, chata, insoportable continuidad de un modelo agotado. De presentarse coloquialmente como el hijo desobediente que triunfó ante la adversidad impuesta por el oficialismo y su obsoleto prospecto (Santiago Creel), Felipillo terminó mostrando al niño perdido que lleva dentro. Uno que ha querido revivir con desplantes de bravucón en programados debates o de iracundo pendenciero ante los que osan, en mítines callejeros, levantar sus protestas.

Calderón ha recogido consignas, aireado falsos testimonios y dado cuerpo a rumores verdaderamente deleznables que usa, sin pudor ni recato alguno, como armas de combate contra un adelantado que se le escapa. Alardear con falsos testimonios en lugar de sólidos argumentos para demostrar las debilidades, la trama internacional o la perversa aunque oculta personalidad de su contrincante, ese al que Felipillo ha convertido en su obstáculo a superar, pone de manifiesto, de manera hasta grotesca, su falta de imaginación y obcecada obediencia a las elucubraciones de sus consejeros. Nadie, que aspire al triunfo, puede montar una campaña infligiendo heridas que destruirían al rival. Ganar sobre las mentiras que se van sembrando no es un panorama halagüeño ni tampoco la senda para hacerse de la Presidencia de este país. Tomar de un pasquín, patrocinado por innombrable grupo de presión, la especie de una conjura bolivariana con guerrilleros locales a modo, denostados líderes venezolanos actuando como financieros junto a supuestos perredistas que trabajan en la campaña de Andrés Manuel López Obrador, es caer en la grieta sin fondo de la estulticia y la desesperación, ambas malas, muy malas consejeras. Pero las acusaciones, sin fundamento alguno, que lanza empapado de supuesta valentía contra el que, alega, es un espantachambas, se expone al recule de un argumento circular que le habrá de regresar en contra. Máxime si el gobierno actual, el de su mero partido, se irá del poder sin haber creado puesto alguno de trabajo. Es más, con la acusación, sustentada en las cifras del IMSS, de haber perdido puestos formales de empleo. Una tarea difícil de lograr, por cierto.

Pero Calderón no se detiene ante nada. Llega hasta la misma intimidad de López Obrador para adjudicarle, con total desparpajo, un odio a los inversionistas que sólo él (y un pequeño sector de la sociedad temeroso al extremo de arrinconarse con sus propios fantasmas) puede difundir como certezas angustiantes ante el posible arribo de López Obrador a la Presidencia.

Calderón no conoce y menos comprende la densidad, el tamaño, las palpitaciones de ese enorme sector de la población que aspira a participar en un desarrollo del que ha sido excluido. Un bienestar que ha visto alejarse sin que pueda acceder a él. Un estamento social que no se resigna a ser arrumbado en la marginación, en la angustia de vivir en la estrechez permanente. Felipillo no ve, ni sus correligionarios oyen, a ese río inmenso de voces que no aceptan, como único futuro, la salida de la emigración o la pobreza. Quieren oportunidades para fincar su presente y trabajar para mejorar en el futuro. Todos esos electores darán su voto a quien les dé certidumbre, a quien les despierte esperanzas fundadas, cuando llegue al poder, de luchar por ello. Es decir, la presente contienda por la Presidencia habrá de resolverse con base en la credibilidad. Credibilidad que va tomando cuerpo en la persona del candidato, en su discurso, en la congruencia de su pasado, en el estilo, costo y modos de conducir su campaña. En ello van e irán los electores encontrando las bases para alentarla. Los electores buscan ver, sentir, palpar en las acciones diarias de los candidatos, en su modo de vida, propuestas y lemas, en sus gastos y medios disponibles, en los compañeros de campaña, en las intenciones de sus aliados y hasta en la composición y calidad de sus enemigos, las señales ciertas, tangibles, verificables, sobre las cuales fincar su credibilidad en un futuro gobierno que los favorezca. Poco de esto atiende Calderón incrustado, como está, en un partido que atiende a los intereses de una estrecha capa poblacional, incapaz, por su número, aspiraciones e intereses, de llevar al triunfo a quien los abandere.

 
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