Usted está aquí: lunes 13 de marzo de 2006 Política ''Yo quiero que me devuelvan aunque sea un pedacito de Rolando"

''Las cuadrillas nunca llegaron hasta donde se dijo''

''Yo quiero que me devuelvan aunque sea un pedacito de Rolando"

Fueron una farsa las labores de rescate: mineros

JAIME AVILES ENVIADO

Ampliar la imagen Uno de los familiares de los mineros atrapados muestra la barrenadora para liberar el gas, que paró su funcionamiento Foto: María Meléndrez

JAIME AVILES ENVIADO

Nueva Rosita, Coah., 12 de marzo. A 100 metros de la bocamina de Pasta de Conchos hay un espacioso y cochambroso salón con bancas de madera, barras metálicas y, enrolladas a éstas, múltiples, delgadas y largas cadenas que suben a tres metros de altura hasta donde cuelgan cientos de canastillas de alambre repletas de botas, uniformes, toallas, jabones, loncheras y otros artículos propios de mineros.

Desde la noche del sábado 18 de febrero, sin embargo, allá en lo alto hay 29 canastillas casi vacías que únicamente contienen, cada una, su toalla, su jabón, su champú y alguna que otra cosa. Las botas, los uniformes, las loncheras y lo demás se encuentran, donde sea que estén, con los cuerpos de sus dueños, a más de 150 metros bajo tierra.

Impregnadas de polvo negro como los campos, los pueblos, los automóviles y las personas de esta oscura zona del país que hace más de 200 años vive de los yacimientos carboníferos, las botas de plástico, las percudidas ropas de algodón que penden allá arriba son como fantasmas que escoltan a las almas de los mineros desaparecidos bajo toneladas de tierra hace tres semanas.

De acuerdo con datos que obran en la libreta de apuntes de este enviado, una de esas canastillas era la de Rolando Alcocer, de 54 años de edad y 19 de antigüedad en Pasta de Conchos, adonde llegó en 1987 luego de haber pasado la primera década de su carrera subterránea en los túneles de la mina El Mezquite, perteneciente a la empresa del mismo nombre, en el municipio de Sabinas, aquí nomás, a 15 kilómetros de Nueva Rosita.

"En enero le aumentaron el sueldo a 900 pesos semanales, pero estaba muy triste porque el 7 de diciembre se le murió su papá", cuenta su esposa, Rosa María Mejía Rivera, a quien la acompañan sus dos hijos adolescentes, Rolando Edgar, minero también desde hace siete años, y Lizbeth, madre de Abigail, una chiquita que está aprendiendo a hablar, pero cuando se le pregunta qué hace allí responde con una sonrisa: "esperando a mi abuelito Piquito".

Con un rosario de plástico que brilla de noche alrededor de su cuello, doña Rosa María no oculta que está enojada con su esposo. "Me cuenteó", dice. "Me dijo que le hiciera unas tortillas de harina amasadas con azúcar para cenar y no, le dije, te las tiene prohibidas el doctor. Es que tenía alta la diabetes. Pero no, me dijo, házmelas, hoy no voy a ir a trabajar, si descanso no me sube tanto el azúcar."

Ancha, de grandes y sólidos huesos, la mujer está llorando de nuevo; tiene el pelo gris y levemente teñido de rojo, lleva casi tres semanas sin dormir, pero hablar de él sin duda la alivia. "Esas tortillas de harina dulces era lo que más le gustaba y ya se las tomó. Cuando acordé ya estaba recostado en la cama, mirando a cada rato el reloj; tenía muy gastados los huesos de la espalda por el trabajal de tantos años; yo quería que se jubilara ya, pero él decía que nos esperáramos cuatro años, que en cuatro o cinco años iban a cerrar la mina y le iban a dar mucho dinero, como le pasó antes cuando se acabó la del Mezquite."

Para sorpresa de Rosa María, a las 10 y media de la noche, como todos los días, su hombre se levantó. "Agarró una toalla cualquiera (para bañarse después del turno) y me dijo: ya me voy, nos vemos a las 7 de la mañana, voy a aprovechar que mi compadre va para allá para que me dé rait. Y se fue. Como a las 8 de la mañana un vecino vino a verme y me dijo que a su hijo lo devolvieron porque había un 'problemita' en la mina. ¿Qué problemita?, dije yo. No sé, me dijo, parece que hubo un caído (derrumbe). ¿Don Rolando sí fue a trabajar?, me preguntó. Yo le dije: ¿está seguro que hubo un problema anoche?"

Los Alcocer Mejía viven, hace décadas, en la colonia Las Lomas, aquí en Nueva Rosita, que colinda con la 11 de Julio; en ambas la población mayoritaria está formada por mineros, de modo que la mala noticia, de la que nadie sabía nada con exactitud, empezó a inquietar a todos los vecinos del barrio. "Otra señora que también tiene a su muchacho aquí abajo vino gritando. Me dijo véngase, véngase, vamos a la mina, nos van a llevar. Pero qué pasó, le decía yo y no me quería explicar nada. Ya hasta que llegamos supe que había habido una explosión y desde entonces no me acuerdo de muchas cosas. Por eso vinieron mis hermanos a ver la cosa de los papeleos".

Desde entonces, añade, "yo hago lo que me toca: esperar. Ahorita no puedo pensar en el dinero que está dando la empresa. Yo le pido a Dios que si alguno de ellos está vivo le dé fortaleza para aguantar, y le pido que como sea nos entreguen los cuerpos. Yo no me conformo con un cajón cerrado. Yo quiero que me devuelvan aunque sea un pedacito de Rolando; cualquier cosa, con lo que sea yo tengo muchas formas de saber que es él".

Sobre la reja metálica del acceso principal a Pasta de Conchos hay 65 trapos blancos. Cada uno de ellos ostenta el nombre de un minero atrapado en el desastre del 19 de febrero; sobre un muro, junto a la puerta del reloj checador, hay un tablero con fotografías de algunos de los trabajadores caídos: desde hombres canosos y abultados cachetes bajo el mentón -la cultura de la carne asada se muestra implacable en todos los rostros- hasta un muchacho de 17 años, enfundado en su negro esmoquin de alquiler, apoyando el cachete en la mejilla de su novia, vestida de blanco para la boda en que se casó dos meses antes de convertirse en viuda.

 
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