Usted está aquí: domingo 18 de diciembre de 2005 Opinión EJE CENTRAL

EJE CENTRAL

Cristina Pacheco

Ave de Navidad

Esta vez no esperé la llegada del año nuevo para hacer mi lista de buenos propósitos. El primero: sustituir en la Navidad el pavo congelado por un guajolote mexicano. Encontrar un criadero de estas aves no fue fácil. Me tomó días saber la dirección de una granja en Tláhuac.

Cuando llegué al sitio, lleno de pavos blancos de corales rosados, pensé que habían valido la pena mis esfuerzos. Entre el gorjeo de los animales elegí una guajolotita sana y carnosa. Antes de entregármela, el granjero la miró tan satisfecho como un padre orgulloso de su hija: "Se lleva la mejor. Ahora lo único que falta es matar a este animalito, desplumarlo, limpiarlo y sumergirlo en una olla con agua hirviendo sazonada con hierbas de olor".

No había considerado todo ese proceso. El granjero lo advirtió y por iniciativa propia reveló su método para matar pavos en Navidad: "Le metemos un gancho por los orificios que tiene encima del pico, lo colgamos y esperamos a que se desangre. Es tardadito. Hay un sistema mucho más rápido: meta la pava en un costal, pero cuidando de que su cabeza quede fuera, amárrele un lazo y le da vueltas hasta que, ¡crack!, se le quiebra el pescuezo".

Renuncié a la compra. El granjero entendió mis motivos: "¿Le impresionó lo que le dije acerca de cómo matar a la pavita, verdad? Suena fuerte, pero es la ley de la vida: para que unos vivan otros mueren; para que usted disfrute de una exquisita cena de Navidad alguien debe hacer el trabajo rudo."

La sapiencia del granjero me hizo pensar en mi tío Quirino. Murió en el pueblo hace muchos años. Entre los innumerables recuerdos que conservo de él se me había perdido uno, donde aparece armado con un hacha, llorando en el corral. Para mi familia, aquellas lágrimas eran otra evidencia de la inofensiva locura de mi tío. Hoy, gracias a la charla con el granjero de Tláhuac, las interpreto como una protesta ante el horror de verse convertido en verdugo.

Nadie me aclaró cuál era el origen de los desórdenes mentales que alteraban a mi tío Quirino. De mi familia no queda nadie que pueda satisfacer mi curiosidad. Ya para siempre tendré que conformarme con la única explicación que me dio mi abuela: "Quirino nació malito de la cabeza."'

II

Cada año, al terminar las clases, mi familia y yo regresábamos al pueblo. En diciembre, el jardín principal, la iglesia con las torres mochas y las calles empedradas resplandecían bajo una transparente luz de invierno.

La casa de mi abuela tenía un patio con arcos, una hilera de habitaciones con puerta de por medio, un comedor, una cocina con braceros, una bodega y, más allá, el corral con su lavadero de piedra y el "común".

En la parte más antigua de la casa, el tío Quirino ocupaba un inmenso cuarto de adobe con techos de bóveda. Los únicos muebles eran una cama y un buró con una palmatoria y una vela. No había, como en el resto de las habitaciones, imágenes sagradas, retratos ni calendarios; en cambio, abundaba toda clase de objetos -algunos tan deteriorados que era imposible descifrar su naturaleza-, excepto cuchillos y tijeras.

Aunque éramos visitantes, los niños teníamos prohibido jugar en la sala, olorosa a criolina, y en las habitaciones tapizadas de retratos adustos. Sin embargo, éramos libres de hacer en el corral lo que nos diera la gana: desde correr y montar en el burro, hasta perseguir a los polluelos y a los perros.

III

De todos los moradores del corral, el guajolote me parecía el más atractivo y misterioso. Las sartas de corales que lo recamaban desde la cabeza hasta el pecho me producían una mezcla de asombro y repugnancia. Para hacerme reír, el tío Quirino imitaba el ¡cloc! asordinado con que el ave desplegaba su cauda. En medio de tanta diversión, nunca pensé en el destino inexorable del animal.

Lo entendí por vez primera la mañana en que mis hermanos salieron a comprar una piñata para la última posada y me quedé con mi tío Quirino jugando en el corral. Al mediodía llegaron Julia y Rosa, dos molenderas que iban a casa de mi abuela para ayudarla con los preparativos de la cena. Ambas dijeron que me conocían desde antes de nacer y se asombraron del parecido con mi madre. Este comentario me hizo simpatizar con ellas.

Julia sacó de su morral un costalito y suavemente lo desdobló. Rosa se fue a la cocina y regresó con un hacha. "¿Para qué quieres eso?", le pregunté. "Para hacer tu cena", dijo mientras se acercaba al tío Quirino. El retrocedió dando grititos y llegó hasta el fondo del corral.

"¿Agarro al guajolote?", gritó Julia. Rosa asintió con la cabeza mientras iba hacia mi tío Quirino. El no cesaba de retroceder, y cuando se sintió contra la pared emitió un grito desgarrador. Me asusté y corrí adonde estaba Julia: "¿Qué le pasa a mi tío?" La molendera se limitó a decir: "No estés de preguntona y ayúdame a atrapar al guajolote. Si no quieres, vete, porque nomás estorbas".

IV

Alborotados por el escándalo, los perros se pusieron a ladrar, el burro lanzó un tremendo rebuzno y las gallinas, seguidas por sus polluelos, escaparon al "común". En un nuevo intento por huir, el guajolote saltó al lavadero. Julia aprovechó su desequilibrio para echarle el costal encina. Ver al ave debatiéndose dentro de la trampa y oír los gemidos de mi tío me dieron valor para pedirle a Julia que soltara al animal. Ella no parecío escucharme y salí en busca de mi abuela para pedirle ayuda.

La encontré bordando una flor de nochebuena en un mantel de cuadrillé. Le describí lo que estaba sucediendo en el corral y los gritos de mi tío Quirino. "Está malito, no te fijes", comentó. Su indiferencia aumentó mi desesperación y me solté llorando. Con gesto resignado aceptó acompañarme.

Cuando llegamos al corral, Julia tenía inmovilizado al guajolote sobre un tocón y mi tío Quirino, entre gritos y palabras incomprensibles, descargaba un hacha 20 en el pescuezo del animal. Su cabeza recamada de corales cayó al suelo entre chorros de sangre, mientras el cuerpo decapitado seguía agitándose en el costal.

El tío Quirino lloraba en silencio. Rosa, que había observado la escena a distancia, se acercó y con movimientos muy suaves recuperó el hacha ensangrentada. La metió en el lavadero y regresó junto a mi tío para ofrecerle un puñado de colaciones. El tomó los dulces, los agitó en la palma de su mano y los dejó caer, uno por uno, en el charco de sangre. Mi abuela se dirigió a la molendera: "No te mortifiques por el desaire, Rosa. Quirino está malito de la cabeza".

 
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