Usted está aquí: miércoles 30 de noviembre de 2005 Sociedad y Justicia La guerra antidrogas, peor remedio que el mal

La guerra antidrogas, peor remedio que el mal

Las políticas de EU buscan más subyugar que erradicar el flagelo, el sentir en AL

Ethan a. Nadelmann/ I*

El fracaso de la guerra contra las drogas se ha vuelto sabiduría convencional en estos días, no sólo en Estados Unidos sino en buena parte del mundo. Que este fracaso no sea sólo pasado y presente, sino también futuro, es ampliamente reconocido. En ninguna parte es tan cierto como en América Latina, donde un disenso cocinado a fuego lento surge en más rincones de los que pueden contenerse.

Las discusiones entre planificadores y expertos sobre políticas relacionadas con las drogas en el continente americano solían concluir con una recitación acartonada en pro de un mutuo acuerdo de cooperación para reducir el abasto procedente del sur, reducir la demanda del norte, respetar la soberanía y garantizar que el asunto se quedara en el quemador trasero, lejos de los asuntos de coyuntura bilaterales o multilaterales. Esas recitaciones persisten, pero cada vez suenan más huecas.

Ahí está la evidencia. Tan sólo Estados Unidos ha gastado cientos de miles de millones de dólares, ha encarcelado a millones de personas, decomisado muchas toneladas de drogas ilícitas y destruido, directa o indirectamente, cientos de miles de hectáreas en América Latina y en su territorio, y eso únicamente en los últimos 10 años. Ansiosos de justificación, los funcionarios estadunidenses resaltan los descensos en el número de personas que admiten usar cocaína o mariguana, ignorando cínicamente la evidencia de que el abuso de drogas serias y otros problemas relacionados -muerte por sobredosis, infecciones por hepatitis y VIH, por no mencionar los daños sociales y a la salud asociados con la guerra a los narcóticos- se incrementan de manera consistente.

De igual manera, hace pocos años los funcionarios estadunidenses alardeaban de dramáticos descensos en la producción de coca en Bolivia y Perú, sin poner en consideración el hecho de que los productores colombianos cubrían instantáneamente la diferencia. Ahora alardean de los descensos en Colombia, mientras la producción en Bolivia y Perú muestra un repunte. Un análisis reciente de la Casa Blanca informa que los precios al menudeo de la cocaína y la heroína en Estados Unidos están siempre a la baja. Nadie sabe qué tanto está embodegado y el mercado es más y más global. Hay quien dice que es como empujar un globo. Es como pisar mercurio, señalan otros. No es sorpresa, indican economistas: ''estamos lidiando con un mercado de bienes de consumo, no con un virus infeccioso''.

Los líderes de América Latina no están ciegos ante las consecuencias de esta miopía política del gobierno estadunidense. Por 20 años Colombia ha sido como Chicago bajo el dominio de Al Capone, pero 50 veces mayor. Lo mismo puede decirse de las favelas brasileñas, donde los zares urbanos de la droga ostentan casi todo el poder. En México, los nombres de los principales traficantes, y de todos aquellos a quienes intimidan, matan y corrompen, cambian todo el tiempo, pero las historias son las mismas. La pobreza y la desesperación crecen en Bolivia y en Perú entre los campesinos, quienes luchan por alimentar a sus familias; a fin de cuentas plantan lo que sea con tal de sobrevivir. Los problemas de Centroamérica, el Caribe y Ecuador son muy parecidos.

Cuál es la solución. Ciertamente no la política del "garrote y la zanahoria", como le llaman los funcionarios estadunidenses, o la sustitución de cultivos, o la erradicación. Eso se ha intentado y fracasó por décadas. Hay historias de logros muy localizadas, que a fin de cuentas resultan efímeras e irrelevantes ante el gran panorama. "No necesitamos un desarrollo alternativo", dice América Latina. "Necesitamos desarrollo económico." Es muy cierto, pero ni siquiera esa es la respuesta al problema de las drogas. Si así fuera, Estados Unidos -una de las naciones más desarrollada del mundo económicamente- no sería uno de los principales productores de mariguana y metanfetamina. Entre tanto, para una nación pobre no hay mejor manera de atraer la asistencia para el desarrollo otorgada por Naciones Unidas, Estados Unidos y otros países que producir mucha coca y opio ilícitos. ¡Vaya incentivo!

Pero más y más, lo innombrable se nombra y no únicamente tras puertas cerradas, sino en fuerte; y no sólo lo hacen los intelectuales, sino los funcionarios electos y otros dirigentes. Todos tenemos problemas de drogas, dicen, pero la mayoría -la violencia y la corrupción, el empoderamiento de los criminales organizados y la distorsión de las economías, aun las violaciones a los derechos humanos y las depredaciones ambientales- son resultado de las costosas y fútiles políticas prohibicionistas impuestas con eficacia a todos nosotros por el poder gringo.

En junio de 1998 redacté una carta pública dirigida al secretario general de la ONU, Kofi Annan, publicada en The New York Times, que le hacía un llamado a que iniciara un diálogo verdaderamente abierto y honesto respecto al futuro de las políticas globales de control de enervantes. "Creemos", decía en la carta, "que la guerra global contra las drogas está ocasionando más daño que el abuso de las drogas en sí mismo." Los cientos de firmantes incluían a algunos antiguos jefes de gobierno y ministros distinguidos, así como premios Nobel de todo el mundo, pero la lista procedente de América Latina era aún más sorprendente. Los firmantes incluían a anteriores presidentes de Bolivia (Lidia Gueiler Tejeda), Costa Rica (Oscar Arias, premio Nobel), Colombia (Belisario Betancourt), Guatemala (Ramiro de León Carpio) y Nicaragua (Violeta Barrios de Chamorro); a ex ministros de asuntos exteriores de Bolivia (Antonio Araníbar Quiroga), Colombia (Augusto Ramírez Ocampo), Perú (Allan Wagner), Venezuela (Simón Alberto Consalvi) y Nicaragua (el sandinista Miguel D'Escoto Brockman); a los autores Isabel Allende y Ariel Dorfman, de Chile, y al premio Nobel argentino Adolfo Pérez Esquivel. Incluía también a Mario Vargas Llosa, escritor peruano y ex candidato a la presidencia; al ex ministro presidencial de Ecuador, Washington Herrera; al entonces candidato presidencial y hoy presidente de Brasil, Luiz Inacio Lula da Silva, y a Jesús Silva Herzog, antiguo embajador mexicano en Estados Unidos. También a Diego Arria, antiguo representante venezolano en Naciones Unidas.

Desde entonces, algunos líderes latinoamericanos han ido más allá, y hablan abiertamente del asunto de la legalización aun estando en el cargo. "Por qué no simplemente legalizamos las drogas", dijo el presidente de Uruguay, Jorge Batlle, en 2000. "El día que se legalice en Estados Unidos, perderá valor. Y si pierde valor, no habrá ganancias." "Mi opinión", dijo el presidente mexicano, Vicente Fox, en marzo de 2001, "es que en México no es un crimen tener una pequeña dosis de drogas en el bolsillo... pero el día en que se implante la alternativa de liberar de castigo el consumo, tendrá que hacerse en todo el mundo, porque no vamos a ganar nada si México lo hace, cuando continúa la producción y el tráfico de enervantes a Estados Unidos... Entonces, la humanidad la verá (la legalización) como lo mejor en este sentido". "Al final", dijo el ex secretario de Relaciones Exteriores Jorge Castañeda, en 1999, poco antes de unirse al gobierno de Fox, "la legalización de ciertas sustancias puede ser la única manera de bajar los precios, y hacerlo puede ser el único remedio para algunos de los peores aspectos de la plaga de la droga: violencia, corrupción y el colapso del imperio de la ley". "Desde el punto de vista colombiano", dijo Jaime Ruiz, asesor principal del presidente Pastrana, es "la solución más fácil. Es decir, sólo con legalizarla ya no tendremos problemas. Probablemente en cinco años ya no habrá ni siquiera guerrillas. Tendríamos un gran país sin problemas."

Estas voces articulan un sentimiento que es penetrante, una voz de enojo y perplejidad ante la hipocresía de Estados Unidos: apóstol global del libre comercio en la mayoría de los casos, pero que cuando se trata de ciertas drogas, un propulsor apasionado de esa antieconomía que parecía haberse desacreditado con la caída del comunismo.

En los hechos, puede parecer tan absurda la política de drogas estadunidense que mucha gente en América Latina asume que no tiene que ver con éstas, sino más bien es la cobertura para otros intereses económicos y de seguridad, o simplemente otra manera de subyugar y humillar a las naciones más débiles. Algunas veces, las estrategias de la guerra contra los estupefacientes se eslabonan con otros intereses estadunidenses -como el actual deseo de suprimir a los insurgentes de izquierda y proteger los suministros de petróleo de Colombia-, pero es importante que los latinoamericanos se percaten de que Estados Unidos se pone realmente un poco loco cuando se toca el asunto de las drogas. La misma fe cuasi religiosa en la abstinencia que produjo la prohibición del alcohol en aquel país sigue vibrando hoy, pero el "demonio del ron" de antaño se ha sustituido por la mariguana, la cocaína, la metanfetamina y cualquier otra cosa que tiente a los jóvenes y excite a los medios de comunicación. La guerra estadunidense contra las drogas puede provocar proporcionalmente mayor daño en los países más pequeños, pero la víctima más grande, en términos absolutos, es Estados Unidos.

Los razonamientos referentes a la política de drogas puede provocar los más extraños acercamientos. Qué tienen en común el premio Nobel de Economía Milton Friedman y el ex secretario del Tesoro y de Estado George Shultz, con izquierdistas políticos, como Evo Morales, de Bolivia, o Lula, en Brasil. Que todos ellos piensan que la política estadunidense hacia las drogas está ocasionando más daño que bien. Lo curioso es que Friedman y Shultz sean más radicales en sus propuestas de solución.

Pero no importa qué tanto sentido tenga la legalización en América Latina, hoy es inconcebible y tiene un futuro incierto. Siendo realistas, ningún país -de hecho, ningún grupo de naciones- podría legalizar la cocaína o la heroína unilateralmente. Hacerlo significaría caer en un estatus de parias en la sociedad de naciones, y ser sujetos a posibles sanciones draconianas.

La mayoría de los latinoamericanos que conozco simplemente levantan los brazos con frustración. Recemos, dicen, por que surjan nuevas drogas sintéticas que eliminen la demanda de exportaciones ilícitas de la región. Pero dicho ruego se ha expresado por décadas y no ha tenido respuesta. Aun con la diseminación del éxtasis, la metanfetamina y los opiáceos sintéticos en Estados Unidos y otros países, no hay descanso para América Latina.

Es claro que no hay respuestas fáciles ni soluciones rápidas. Pero eso no significa que la única alternativa sea el desconsuelo. Permítanme sugerir 10 pasos que pueden ser de utilidad.

Primero, ¡abrir el debate! Los funcionarios estadunidenses se empeñan en mantenerlo cerrado, tanto en su país como en el exterior. Los informes de los expertos se suprimen, se cancelan las conferencias, no se invita a los críticos o se les cancela la invitación. Las agencias de Naciones Unidas, OAS y otras organizaciones internacionales no se atreven a involucrarse en los asuntos reales, mientras que el zar antidrogas en Estados Unidos evita cuidadosamente el debate con los críticos informados. Los funcionarios estadunidenses temen que permitir la crítica a las políticas del país sería tanto como legitimarla, y los más listos saben que tales políticas son indefendibles. Pero los latinoamericanos no tienen por qué plegarse a esta campaña de censura. Son mejores las políticas que surgen de un debate vigoroso, abierto e informado.

Segundo, hay que recordar que suena bien que exista mejor cooperación entre los mecanismos para hacer cumplir la ley y otras agencias, pero a fin de cuentas resulta irrelevante para responder a los problemas más fundamentales. De hecho, poner constantemente el foco en "mejorar la cooperación" puede resultar contraproducente, en tanto que distrae a los planificadores y los hace enfocar el proceso en vez de la sustancia de una política de drogas. La policía, los procuradores y otros implicados en el cumplimiento de las leyes relativas a los enervantes son muchas veces los últimos en pensar críticamente acerca de estas leyes. Muchos las respaldan instintivamente, y es común que favorezcan cualquier legislación nueva que mejore su capacidad de hacer cumplir las disposiciones viejas, sin preguntarse, para empezar, cómo o por qué fueron aprobadas; si siguen teniendo pertinencia o si en realidad hacen más daño que bien. Ese no es su trabajo, a fin de cuentas.

*Fundador y director ejecutivo de Drug Policy Alliance

Traducción: Ramón Vera Herrera

 
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