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México D.F. Jueves 21 de octubre de 2004

Olga Harmony

Crimen contra la humanidad

Hay que estar de plácemes de que la actual Dirección de Teatro de la UNAM, a cargo de Mónica Raya renueve su repertorio, por excelentes y de gran acogida que hayan sido las escenificaciones que heredó de la administración pasada y aunque los compromisos contraídos por ésta, como algunas coinversiones con el FONCA aun no se cumplimenten (Pero toca a los teatristas involucrados pugnar porque ello se haga y no me compete en esta página comprar pleitos ajenos). Ya en coproducción con la Casa del Lago presentó Hermanas, la adaptación de David Hevia a la obra de Chejov -que pasará al Teatro de Santa Catarina- y ahora produce dos estrenos. El primero es Crimen contra la humanidad de la quebequense Genevieve Billette, poco conocida entre nosotros -aunque ya estuvo en la Feria del Libro de Guadalajara en que su país fue invitado de honor- a pesar del revuelo que ha producido en las letras francófonas de Canadá desde su primera obra, Le gouter y que con esta que se estrenó, la segunda que produjo, ganó el premio Siminovich 2002 como protegida de Carole Frechette, con quien lo compartió. La joven dramaturga es autora también de Les ephemeries y de algunos guiones radiofónicos. Ninguno, hasta donde entiendo, ha sido traducido a nuestro idioma y el presente es el primer texto suyo que se escenifica en México.

Parece ser que la tónica de Genevieve Billette es envolver en grandes metáforas, muy cercanas al surrealismo y aun al absurdo, problemas sociales como lo es la invasión de la tecnología en la intimidad de nuestra vida. Crimen contra la humanidad lo constata. El industrial tecnócrata que sólo piensa en ganancias y ha reducido a su obrero Hans a una vida de autómata cuya gran aspiración vital es llegar a ser empacador. La esposa en apariencia igual de fría y calculadora, pero cuyos monólogos nos hacen ver su insatisfacción sexual y vital. Carota, la hija reducida a una bella apariencia que aparece en la publicidad de los productos de la fábrica y que brinda, con movimientos siempre repetidos de campeona de atletismo, el aliciente diario para que Hans soporte la monotonía de la máquina. En este mundo aséptico -en que una voz en off va reiterando el estricto horario- irrumpirá Kalr, el vecino que se niega a vender su tierra, con su peste y sus alimañas, excesivamente humano y que escupe cada vez que escucha la palabra productividad. Tanto la presencia del vecino -con la repulsión que siente hacia la parte ficticia del doble discurso de la señora, traducida en un inmenso escozor cuando se le acerca y su intuición de lo que a ambas les ocurre- como la humanidad que subyace en la madre y la hija, obrarán cambios en ellas, en esta obra que no desdeña la inútil discusión acerca de algunas palabras que la emparenta con el absurdo europeo.

Mauricio García Lozano escenifica con gran rigor la difícil obra. En una muy bella escenografía de Jorge Ballina, compuesta por exágonos de madera que encuadran la oficina, con su ventana en que se deja ver por momentos partes de la fábrica, sobre todo al final, acentuada por la iluminación de Víctor Zapatero, mueve a sus personajes con una gran estilización -incluso coreográfica según el diseño de Ruby Tagle- que contrasta con los modos bruscos, casi brutales, del vecino. Las dos mujeres, al tener cambio de situación, perderán sus falsas actitudes que igualan a la familia y al obrero como seres desprovistos de vital identidad, incluso en el vestuario de Eloise Kazan -en grises y rojos- a diferencia de los tonos cálidos en café del desaseado traje de Kalr. Todo está planeado y medido para dar una sensación de frialdad (allí está el verde de la fábrica al final) deshumanizada que oculta, salvo en el empresario, la vida con todo lo orgánico y la posible podredumbre que le es inherente. El director traduce escénicamente los planteamientos de la autora de una excelente manera que deja traslucir la crítica a través de personajes y situaciones no reales.

La dirección de actores y el desempeño de éstos resulta también sobresaliente. Carlos Corona, como el vecino cuya humanidad es por fin vencida, en un papel muy diferente al ludismo a que nos tiene acostumbrados. Roberto Soto, como el frío industrial de ficticias maneras que sostiene hasta el final. Carmen Mastache y Mariana Gajá, las dos con enormes cambios actorales en sus personajes y Carlos Aragón, como el embrutecido obrero, contribuyen a que esta propuesta resulte muy redonda.

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