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México D.F. Lunes 11 de octubre de 2004

Sexta anticrónica

Héroes taurinos y antitaurinos de México (1810-1918)

LUMBRERA CHICO

En esta ocasión, con motivo de la sexta novillada de la temporada chica, la más chica, tal vez, desde que Rafael Herrerías asumió el control de la fiesta brava en nuestro país, la anticrónica se aleja de la Monumental Plaza Muerta (antes México) mucho más de lo esperado: nos trasladamos al siglo XIX, entrando en esa dimensión del tiempo por la puerta que abre la época de Benito Juárez, después de la victoria de las armas liberales sobre el fallido imperio de Maximiliano y Carlota.

Juárez desea que la tranquilidad retorne a las ciudades y los campos, y con este propósito adopta una medida radical: prohíbe indefinidamente las corridas de toros en todas las plazas de la maltrecha república. Aconsejado por sus más cercanos asesores, el benemérito observa que las plazas donde se realizan tales festejos, en donde se combinan el alcohol, la pasión y las emociones más exacerbadas, suelen también ser caldo de cultivo para el estallido de nuevas y repentinas revueltas.

Mirando hacia atrás, hacia los años de la guerra de Independencia, Juárez descubre que los caudillos de la causa antiespañola fomentaban las corridas de toros para reunir pequeñas multitudes, a las cuales, antes, durante y después de la función, se les arengaba para incitarlas a sumarse a las filas insurgentes. Y dada la eficacia de esta táctica, los propios defensores del gobierno virreinal incurrían en lo mismo para reforzar las tropas de los realistas.

La historia de la tauromaquia mexicana reconoce, con veneración, que los máximos detonares de aquella gesta independentista eran taurinos hasta la médula. Don Miguel Hidalgo criaba toros de casta en su hacienda de Corralejo, don Ignacio Allende acostumbraba a torear en las capeas del Bajío y don José María Morelos y Pavón no era inmune al contagio del "mal de montera", si bien la montera, todavía, no formaba parte del atuendo del matador.

Muchos años después de Juárez, una vez que Venustiano Carranza llegó al poder y se dio a la tarea de pacificar el país para establecer el imperio de la nueva Constitución republicana, sus consejeros le propusieron que aplicara la misma receta: cerrar las plazas de toros. Sin embargo, tuvo menos fortuna que el gran estadista de Guelatao. Carranza murió pronto y los cosos taurinos se reabrieron. En cambio, hasta nuestros días del siglo XXI y a partir de 1872, Juárez consiguió que en el territorio de Oaxaca nunca más volviera nadie a enfrentarse en un redondel con una res brava.

Algo tenían Juárez y Carranza en común: eran antitaurinos a muerte y desconocían por completo los secretos del arte y los tiempos de la lidia. En una crónica oficialista de 1818, un redactor de panfletos describe, según él, una corrida en la que el toro primero es banderilleado y posteriormente llevado al encuentro con los caballos de pica, lo que escapa a toda lógica. De todos los héroes del panteón mexicano, el más aficionado a los toros, sin duda, fue mi general Emiliano Zapata.

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