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México D.F. Jueves 23 de septiembre de 2004

Margo Glantz

Retrato hablado

Dice el novelista japonés Shusuki Endo que un hermano mayor nos protege de la muerte, colocado a manera de baluarte entre ella y nosotros. La desaparición de mi hermana Lilly me permite corroborar esa aseveración. Quisiera honrar su memoria recordando con ella, como si aún estuviera viva, a nuestro padre, figura singular, ligado como todos los padres a una infancia, a la intimidad. Vivaz, de ojos pequeños y azules, pícaros, los dejaba ver tras sus anteojos redondos, enmarcados en oro; los conservo; junto, unos de mi madre en grueso carey, cuadrados.

Usó barba largo tiempo, barba puntiaguda y risueña. También bastones, le gustaba comprarlos con puños de oro, de plata, de marfil, cabeza de perro, de perico o de elegante estampa. Coleccionaba pipas: espuma de mar, corcho, cachimbas, a lo Sherlock Holmes, de diseño simple o con figuras elaboradas: viejos capitanes de mar, negros africanos o águilas. También libros, en yidish, en ruso, en español.

Sus trajes oscuros y rayados como los de los gángsters de Chicago, de moda en los años 30, sobre todo en las películas; con elegancia los llevaban Clark Gable, Humphrey Bogart, Cary Grant o Jimmy Stewart. Creo que mi padre usaba también choclos bicolores, café con blanco. Cuando éramos muy niñas llevaba sombrero y a su muerte sobrevivieron varios de distintos colores, de fina textura y marcas muy diversas, entre las que destacaba la Tardán: en México se usaban sombreros Tardán y se bebía cerveza Corona: así era, definitivamente, 20 millones de mexicanos no podían estar equivocados.

Además de vender pan, mi padre pudo pronto dedicarse a lo que le gustaba, la poesía. Inscribo una de las primeras que escribió, la tradujo al español with a little help of his friends:

No podía ya permanecer/

Tus ojos silenciosos -maternales;/

Hogares lejanos, ajenos/

Me llamaban, me atraían./

Me dirigí a los caminos/

Que me extendían las manos;/

Tómenme, llévenme/

A donde les plazca./

Desde entonces mis pasos primeros/

Te los confié, mundo;/

Desde entonces, madre, tu hijo/

Está perdido en lugares lejanos/

Junto con otros escritores e intelectuales, mi padre se dedicó a fundar y a colaborar en periódicos judíos en yidish impresos en México a comienzo de los años 30.

Escribió varios libros de poemas en esa lengua: Un pedazo de tierra, Cristóbal Colón; fue amigo de los más destacados intelectuales y escritores judíos de su tiempo. Su vida en la comunidad abarcó muchas facetas, participó en la Beneficencia Israelita, en el Comité Central, en las asociaciones políticas, en la fundación de escuelas y en momentos políticos importantes combatió contra los fascistas y publicó un libro sobre la guerra de España, Banderas ensangrentadas. En 1939 fue víctima de un pogrom local, conducido por un grupo de Camisas Doradas que quisieron lincharlo.

Muy pronto se hizo amigo de varios de los más destacados escritores y artistas mexicanos: Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros, José Clemente Orozco, y algunos de los muralistas pintaron sus retratos: Fernando Leal, Ignacio Rosas. Conoció a Xavier Villaurrutia, a Jorge Cuesta, a Luis Cardoza y Aragón y cuando llegaban a México intelectuales o artistas famosos nuestro padre se amistaba con ellos, el cineasta Eisenstein, el poeta Maiakovski, el pintor Marc Chagall, el violinista Isaac Milstein, y también, León Trotski.

Más tarde, a finales de la década del 50, con mi madre abrió un restorán kosher style, famoso en la Zona Rosa, el Carmel, donde empezó a interesarse por el arte; allí abrió una galería de pintura en la que exhibieron varios de los hoy más importantes pintores de México, y de pronto, también se volvió pintor y escultor y exhibió sus obras en Bellas Artes, en el Museo de Arte Moderno y en otros países: Israel, Dinamarca, Estados Unidos. Recuerdo una escultura en especial, se llama No es arca de Noé, está encaramada en el techo de mi casa, es de chatarra y tiene forma de barco.

Trazo una imagen exterior, un retrato hablado. Y si hablo de retratos puedo verlo en uno, muy joven, a caballo con una enorme canasta de pan en la cabeza, vendiendo pan en abonos por las calles de México, como otros emigrantes judíos solían vender corbatas. En este instante, cuando escribo, contemplo uno que le tomó Paulina Lavista y que hace unas semanas me obsequió, restaurado, Pablo Ortiz Monasterio: aparece ya viejo, sus ojos pequeños, azules y claros relumbran, una pipa en la boca, sonríe.

Sí, nuestro padre: él mismo se concebía como un judío con-verso.

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